Desde mediados de la década de 1860, los realistas franceses reunidos en torno a Manet y decepcionados por su poco éxito en las exposiciones oficiales discutían la necesidad de distanciar el arte de la oficialidad y comenzar a organizarse al margen del Salon. Tras la guerra franco-prusiana y la insurrección de la Comuna de París (1870-1871), estos pintores que buscaban independencia empezaron a encontrar apoyo en algunos coleccionistas, como Caillebotte, Faure, Gachet o Doria, y sobre todo en el marchante Paul Durand-Ruel, que adquirió trabajos de Manet, Degas, Monet, Renoir, Sisley o Pissarro.
En 1873, su galería publicó un lujoso catálogo ilustrado y tenía importantes proyectos de expansión, pero, debido al crack de la Bolsa de Viena y la crisis económica, Durand-Ruel tuvo que abandonar a sus autores protegidos durante un tiempo. Por aquellos años, estos artistas retomaron sus ideas de secesión y pusieron en marcha una Sociedad anónima cooperativa de la que surgiría su primera exposición como grupo, celebrada en 1874 en el local del fotógrafo Nadar.
La cooperativa se disolvería poco después, pero sus muestras como colectivo se repetirían en siete ocasiones, con diversos participantes (Manet nunca se sumó a ellas); podemos decir, por tanto, que la organización del grupo impresionista respondió a razones de supervivencia profesional de sus miembros. En un principio sus exhibiciones no respondieron al deseo de canalizar un espíritu vanguardista más o menos radical, sino a la necesidad de hallar un camino propio ante los cerrados criterios de la tutela estatal y la debilidad de un mercado del arte incipiente.
No fueron los pintores de este grupo nunca del todo cohesionado quienes se concedieron el nombre de impresionistas: les vino dado por la crítica. Lo justificó, en 1874, Castagnary para diferenciarlos de los realistas, alegando que la Salida del sol de Monet no se titulaba Paisaje sino Impresión. En ese sentido, decía este crítico, se salen de la realidad y entran en pleno idealismo. Otro crítico, Georges Rivière, resumía así sus intenciones en 1877: Tratar un tema por los tonos y no por el tema mismo, he aquí lo que distingue a los impresionistas de los otros pintores.
El estilo impresionista (considerando en un aparte a Manet y Degas, que lo adoptaron tardíamente) germinó en la pintura de paisaje al aire libre. En la primera mitad de aquella década de 1860, Monet, Sisley y Renoir, que se habían conocido en el taller del clasicista Gleyre, solían pintar juntos en el bosque de Fontainebleau emulando a Corot y a los paisajistas que, desde 1830, frecuentaban aquel lugar y Barbizon, como Theodore Rousseau, Dupré o Daubigny. Estos artistas cultivaban ya un naturalismo despojado de anécdotas, pero con cierta evocación romántica, nacida de una proyección emocional en la naturaleza: pintaban árboles retorcidos o caídos, tormentas, vientos violentos, atmósferas otoñales… Los impresionistas dejarían a un lado esa retórica de lo sublime y sentimental y eliminarían nostalgia y misterio en favor de una mirada más objetiva.
Otro rasgo que los distancia de sus antecesores pictóricos sería el escenario de su trabajo. Aunque los paisajistas de Barbizon tomaban apuntes al aire libre, solían pintar sus cuadros en el taller. Los impresionistas abandonarán la luz indirecta, uniforme y constante de sus estudios en busca de la luz solar directa, más intensa y brillante, variable y complicada de representar. La práctica de la pintura al aire libre se vio favorecida por la difusión de las pinturas en tubos de estaño desde mediados del siglo XIX; hasta entonces, los artistas mezclaban ellos mismos los pigmentos en polvo con aceite de linaza, haciéndose cada cual el material a su medida.
La pintura en tubos estandarizó la factura de sus trabajos, que, al realizarse al aire libre y con cierta rapidez, se ejecutarían con el pigmento tal como salía del envase, con su consistencia pastosa. Cubrían la tela alla prima, en pocos minutos, para fijar la impresión del paisaje, frente a la tradición académica que exigía comenzar a pintar con una capa básica y superponer después veladuras. Los impresionistas, en la senda de Courbet, preferían pintar con empastes que exaltan la materialidad de la superficie pictórica.
Podríamos decir que Pissarro fue el patriarca del paisaje impresionista, cuyas enseñanzas tomarían, entre otros, Cézanne, Gauguin y Van Gogh. En Huertos en flor, Louveciennes, plasmaría uno de sus motivos predilectos, el huerto con figuras campesinas, tomando ecos de Millet, Corot y Courbet pero con una factura más deshecha y una paleta más luminosa.
Si él es el pintor de lo terrestre y sólido, Claude Monet lo fue del agua y el aire. En sus paisajes no encontramos labradores, sino paseantes de domingo, y uno de los que con más frecuencia plasmó fue el de La Grenouillère, que también inspiró a Renoir. En estas obras, el elemento esencial es la superficie del agua, en cuya ondulación el cielo, los árboles y las figuras se descomponen como en un rompecabezas. Los reflejos acuáticos son más que un tema para Monet: son el principio de su visión impresionista.
Los colores de cada motivo se reflejan en los demás y unos y otros reaccionan entre sí; cada cuerpo queda bañado en la atmósfera del conjunto y en su luz. Ese ambiente vibrante no puede expresarse con tintas uniformes: requiere pinceladas fragmentadas, toques sueltos. La variedad de las mismas (puntos, comas) anima expresivamente la superficie de los lienzos con un temblor centelleante.
Pierre-Auguste Renoir aplicó esa visión impresionista a las figuras humanas, sobre todo a desnudos femeninos. En su juventud trabajó decorando porcelanas y pintando abanicos a partir de ejemplos rococó, orígenes que pudieron incidir en el gusto amable de sus posteriores temas y en la suavidad de sus pinceladas. En sus obras, opulentas y sensuales, le interesan especialmente los efectos de la luz sobre la piel y aplica una iluminación, como Monet, irregular, con manchas de luz que fragmentan y modifican los colores. La crítica, entonces y hoy, reaccionó con virulencia; decía Albert Wolff: El torso de una mujer no es una masa de carne en descomposición, con manchas verdes, violáceas, que denotan el estado de completa putrefacción en un cadáver.
Progresivamente, los impresionistas avanzaron hacia un cromatismo más vivo, prescindiendo de negros, tierras y pardos. En lo tocante a los pigmentos, su paleta se benefició de los colores sintéticos inventados a mediados del siglo XIX (amarillo de zinc, verde esmeralda, azul ultramar…), aunque su estabilidad suscitaba recelos. En cuanto a la luz, como Delacroix y Manet, conocían las teorías ópticas de Chevreul: sabían que las sombras se coloreaban del color complementario de la luz, que los colores complementarios yuxtapuestos se intensificaban por contraste y también conocían la posibilidad de la mezcla óptica, por la que se combinan en la retina los toques yuxtapuestos. De esos efectos sacaron partido a menudo, pero de forma más intuitiva que sistemática.
Recibieron críticas por no componer sus cuadros y limitarse a captar vistas, pero no puede justificarse ese reproche: por ejemplo, en Aldea del Sena, Villeneuve-la-Garenne de Sisley, paisaje compuesto en bandas horizontales, el terreno y los árboles en sombra en primer plano enmarcan y dan profundidad a la vista del río. También es rigurosa la composición de La estación de Saint-Lazare de Monet, donde las líneas simétricas de la marquesina convergen en el centro, en la locomotora.
Hacia 1882 se iniciaría la disolución del grupo impresionista, por sus divergencias de intereses y estilos. Renoir, Monet o Sisley habían regresado al Salón, cuya organización era independiente de la administración desde 1881 y había comenzado cierta apertura. Desde 1883, Durand-Ruel volvió a ser su galerista y organizó exposiciones de Monet, Pisarro, Renoir y Sisley, llevando sus cuadros por Europa y América, pero la última muestra del grupo tuvo lugar en 1886.
Monet fue acentuando su disolución de las formas, Renoir regresó al dibujo académico, Cézanne forjaba su nuevo estilo no impresionista, Pissarro se inclinó al neoimpresionismo de Seurat y Signac… Pero fue desde 1889 cuando el primero, Monet, llevó a cabo sus grandes series, culminación de su interés por lo instantáneo y las atmósferas. En sus Ninfeas, realizadas desde 1898 hasta su muerte, se lleva al extremo la disolución de los objetos, no hay horizonte ni construcción definida del espacio.
Una respuesta a “Impresionistas: pinceladas son temblores”
Inma Peña
Me ha gustado mucho el post. Sólo quería añadir que a pesar de que Manet se incorporase de forma tardía al movimiento impresionista, ayudó mucho a la producción de Monet, de quien era amigo. De hecho, en 1871 Monet se establece en Argenteuil, gracias a su ayuda financiera, siendo su estancia en esta ciudad francesa una de las etapas más activa y fecunda de la vida del pintor.