Es una obviedad, sí, pero a veces no pensamos en ello: el romanticismo es un ismo. Las denominaciones que hoy utilizamos para designar el arte del pasado son contemporáneas, salvo la de “clásico”, un término del Renacimiento, aunque la denominación de “clasicismo” sí es contemporánea. La terminación ismo, en definitiva, se refiere a una visión bastante reciente (en relación con el curso de la historia) del arte como sucesión de cambios, de tendencias.
Por eso a quienes hayáis estudiado Historia del Arte seguramente os hayan hablado del romanticismo como primer movimiento de vanguardia. Sabemos que la palabra “romántico” se introdujo en la lengua castellana a partir del término francés “romantique”, en el siglo XIX, pero su origen es confuso.
Hay quien lo relaciona con las lenguas romances, que se impusieron en Europa tras ser el latín lengua internacional. Cuando en el XIX se reivindicaron en el viejo continente las señas de identidad nacionales, la lengua fue un elemento clave, y las romances derivan del latín; por eso, el término romántico apela a al origen de las lenguas modernas, que se diferencian del latín, y al reconocimiento de la identidad nacional a través de ellas. La fragmentación de lenguas supuso una fragmentación similar a la ruptura de un canon.
También se ha relacionado nuestro término romántico con el vocablo francés roman (novela), el género literario más popular en la época contemporánea. Entró en auge en el s. XVIII, cuando el mercado literario la convirtió en el género preferido del público –lo siguió siendo en el XIX y el XX–. Quienes piensan así vinculan el romanticismo con una reivindicación, no solo de lo vernáculo y lo diverso, también de lo novelesco.
Y, desde luego, las connotaciones contemporáneas del término romántico lo asocian a lo sentimental, con lo que implica de imaginación y ensoñación. En ese sentido emplearon la palabra también los primeros románticos, pero de forma más concreta: para oponerse a la razón, predominante en la filosofía desde época griega. Lo que no fuera razón (los sentidos, los sentimientos, la imaginación) resultaba perturbador y fuente de error. Y es esa parte del ser humano antes despreciada y peligrosa la que reivindican.
Esta actitud trans-racional lleva consigo una nueva concepción del mundo en la que la razón no es un punto de referencia esencial para comprender la realidad y el hombre no tiene capacidad para establecer verdades absolutas.
El Romanticismo exalta esa parte enorme de la realidad que queda fuera del conocimiento objetivo y es esencial para nosotros
Si Kant afirmaba que el único conocimiento seguro del hombre es el que procede de la ciencia, capaz de asegurar objetividad, los románticos restringen el poder de la razón al afirmar que el ser humano puede conocer muy poco y ese poco es irrelevante. Se exalta, en fin, esa parte enorme de la realidad que queda fuera del conocimiento objetivo y es esencial para nosotros, antes no explorada y temida, podríamos decir vigilada, en la educación. En la Edad Media, niños y mujeres se consideraban inferiores por su relación con la naturaleza y su capacidad sentimental; su reivindicación surge en el s. XVIII, crece con el romanticismo y perdura hasta hoy.
Si la razón se representa como la luz, al romántico le interesa la noche, con lo que implica de sueño e imaginación, y precisamente la oscuridad se convierte cada vez más en territorio de lo artístico. El romántico adora, en esa misma línea, los elementos salvajes de la naturaleza (el circo o el zoo se crearon en el s. XVIII) y exalta su vertiente irreductible.
El artista no escapa, en sus carnes, a la tendencia: el romanticismo hace de su vida, y no solo de su producción, una obra de arte. Ello incluye el compromiso político: Lord Byron o Gericault tuvieron vidas, y sobre todo muertes, novelescas, pues la existencia del creador no puede romper con la exigencia testimonial de aventura, a riesgo de ser considerado menos artista. Dicho de otro modo, lo extravagante y fuera de norma es una obligación para el creador romántico (quizá también para el contemporáneo).
Podemos decir que romántico significa, por tanto, historicista y sentimental: en pleno romanticismo, Winckelmann estableció la diferenciación entre arte griego y romano, las etapas del arte griego y la superioridad del arte clásico; también se fundó la arqueología y Piranesi adoptó la decisión, apasionada, de recrear arquitecturas romanas desde la fantasía y el terror.
El romanticismo se caracteriza también por su gusto por elementos medievales o exóticos: es la época del revival gótico en Inglaterra, de la novela gótica… La filosofía idealista alemana es plenamente romántica.
Se considera que el periodo de vigencia del romanticismo –no lo habíamos dicho– transcurre desde la segunda mitad del s. XVIII hasta las revoluciones de 1848 y el movimiento se originó en los países de más débil tradición clásica: Alemania e Inglaterra. No obstante, sus primeras manifestaciones artísticas son más tardías que sus ideas: surgen, atendiendo sobre todo a la literatura y según la mayoría de los expertos, hacia 1830, mientras que los primeros temas románticos comienzan a formularse desde 1770. El retrato romántico en Reino Unido se manifiesta antes incluso de la segunda mitad del s. XVIII, de la mano de William Blake, Füssli…
En cualquier caso, no podemos limitarnos a hablar de periodos estilísticos muy definidos, pues el llamado prerromanticismo está plagado de elementos románticos que existen desde el s. XVIII. Esto ha provocado el replanteamiento del origen del arte contemporáneo, no solo del romanticismo.