Un año después de mostrarnos obras maestras del Museo de Bellas Artes de Budapest y la Galería Nacional de Hungría, el Museo Thyssen-Bornemisza presenta otra muestra con obras llegadas, en su mayor parte, de ese país.
Vasarely es ubicuo, pero nació en Pécs y quiso hablar siempre húngaro, también tras establecerse en París en 1930. Ese mismo apego le llevó a favorecer la creación de dos museos propios, en su ciudad natal y en Budapest, y a este último le donó quinientas piezas. Las obras que ahora exhibe el Thyssen, en un recorrido cronológico comisariado por Márton Orosz, proceden de ambos centros y también de la Fundación Vasarely de Aix-en-Provence y de algunas otras colecciones, como la de Guillermo de Osma.
En los años sesenta y setenta –lo ha recordado hoy Guillermo Solana– los diseños de Vasarely estaban en todas partes, y todas son todas: desde los estampados de la ropa a los papeles pintados, de las alfombras a las vidrieras. Por eso podríamos considerar que Vasarely es al Op Art lo que Warhol al Pop, una figura tan próxima a la creación como al comercio; y, sin embargo, debajo de esa omnipresencia habitaba un autor de convicciones radicales y modernas que aspiraba a no emplear solo los medios artísticos tradicionales (como sus contemporáneos minimalistas), a interactuar con el espectador sacudiendo formas anquilosadas de mirar y, sobre todo, a entregar definitivamente el arte a las masas. Le obsesionó acabar con las distancias entre arte y vida, conforme a la vieja utopía soviética que también preconizó, desde postulados más moderados, la Bauhaus.
Hay que recordar que, cuando Vasarely se formaba y realizaba sus primeras obras, la Europa de entreguerras, y sobre todo Hungría, conocían un periodo de efervescencia en su diseño gráfico en el que arte y tecnología se entrelazaban.
Warhol también introdujo su arte mecánico en la vida cotidiana, pero lo que logró Vasarely que no consiguió el de Pittsburgh fue la saturación total del campo pictórico. Tendremos desde mañana ocasión de comprobarlo en el Thyssen, y también en otoño en el Städel Museum de Frankfurt y en 2019 en el Pompidou de París, dado que estos dos centros organizan conjuntamente otra retrospectiva que se titulará “In the Labyrinth of Modernism”.
El museo madrileño se adelanta así a esa recuperación internacional del húngaro, que podría suponer –ha aventurado Solana– el regreso definitivo a la actualidad de un artista revolucionario caído en un cierto olvido. Y su propuesta coincide, y tampoco ha sido premeditado, con la muestra que el Museo Reina Sofía dedica al maestro español de la abstracción geométrica y el cinetismo, Eusebio Sempere, y con la que la Fundación March abre este viernes en Cuenca centrada en el suizo Hans Hinterreiter, quien, desde enfoques cercanos a Max Bill y el arte concreto, investigó también sobre construcciones basadas en las variaciones de forma y color.
En la planta baja del Thyssen, y articuladas en un montaje complejo y muy sintético, casi solapándose unas con otras (como las propias fases de la trayectoria de Vasarely), ocho secciones repasan su evolución junto a dos películas. Sin embargo, el comisario Orosz recomienda a los visitantes iniciar su recorrido fuera de la muestra: de la colección permanente del Thyssen forma parte una composición constructivista de uno de los maestros húngaros de Vasarely, Sándor Bortnyic, que también proyectó su carrera fuera de ese país.
La obra, fechada en 1927, se titula El siglo XX, y anticipa desde su nombre esa encrucijada del arte moderno frente a la moderna tecnología que desembocaría, en parte, en el tan efímero como influyente Op Art, aunque esta composición remite más a los Proun de El Lissitzky.
El primer apartado, y el único de la exhibición que escapa a su criterio cronológico, está dedicado a estrellas y constelaciones: a las estructuras Vega. Se trata de una serie de obras que Vasarely creó bajo la inspiración que le ofrecían las noticias sobre hallazgos espaciales, y de ellos toman su nombre. Aplicaba distorsiones convexas y cóncavas a las retículas y combinaba cubos y esferas, evocando el movimiento bidireccional de la luz emanada de las estrellas. Haciéndolo percibió que era posible transitar de las dos a las tres dimensiones deformando una retícula básica y que, ampliándolos o reduciéndolos, los elementos de esta podían convertirse en elipses o rombos.
Tras sus estrellas, nos introduce el Thyssen en la etapa de formación de Vasarely en la escuela Mühely, que dirigía en Budapest el mencionado Bortnyik, quien a su vez tenía vínculos con la Bauhaus de Weimar, por eso a este centro lo llamaban la Bauhaus húngara. El artista se introdujo allí en los desafíos formales de la geometría y admiró a Mondrian, Van Doesburg, Málevich o Moholy-Nagy, sin embargo sus trabajos no eran aún abstractos, aunque avanzaran su interés por la sugestión de ilusionismo.
El verano de 1947 lo pasó en Belle Île, en Bretaña, y observando sus paisajes descubrió geometría interna en la naturaleza. Sus formas irregulares las trasladaría después a elipses, del mismo modo que las grietas de los azulejos del metro de París los llevaría a dibujos a pluma y luego a pinturas de colores unificados. La geometría de las casas de piedra de la población de Gordes también está presente en algunas de sus pinturas de entonces.
Una muestra en la Galería Denise René de París llevó a Vasarely a estudiar las posibilidades de trasladar sus composiciones espaciales a escalas mayores. Usando técnicas fotográficas, reprodujo sus dibujos a pluma en paredes y después, en sus Naissances, superpuso negativos de sus obras en papel en composiciones tan azarosas como inquietantes. Procedimientos parecidos emplearía en las Obras profundas cinéticas, utilizando planchas de vidrio, acrílico o plástico transparente, y collages con sus diseños abstractos que suscitaban sensación de movimiento. De ahí a su ruptura con el aura y las nociones canónicas de autoría y originalidad solo había un paso.
Antes llegarían sus incursiones definitivas en el cinetismo, que surgió en él bajo la influencia de Malévich y su Blanco y negro (1915). En Homenaje a Malévich, el húngaro rotó sobre su eje aquel cuadrado básico del suprematista hasta que pareció un rombo. Era el punto de partida de su representación del dinamismo.
Si en la muestra de Denise René apuntó Vasarely que sus investigaciones también podían convencer en los grandes formatos, en la que en 1963 presentó en el Musée des Arts Décoratifs mostró los frutos de sus estudios de la llamada Unidad plástica: la interacción de colores y formas. Él entendía las formas-color como células que generaban el universo y como formas compositivas básicas de su lenguaje visual.
Pero el universo se expande. Por eso su obra también debía hacerlo. Desde una década antes venía Vasarely trabajando en la necesidad de que sus obras se multiplicaran y difundieran al máximo. Lo contó en su Manifiesto amarillo (1955), en el que habló de multiplicabilidad (antes del Pop), pero aplicándola a algoritmos que podían generar infinitas composiciones distintas. Él no llegó a trabajar con herramientas informáticas, pero de los principios que hace casi setenta años manejó deriva, en buena medida, nuestro arte digital más normativo; hay que recordar que las composiciones de Vasarely empleaban códigos de color creados con datos alfanuméricos (dispuso veinte tonalidades por cada color empleado, y detectó el movimiento que podía nacer de emplear las más sutilmente próximas) y podían recrearse indefinidamente, por cualquiera, en cualquier parte.
El siguiente paso llegó en los sesenta: llamó a ese lenguaje estético universal Folclore planetario y trató de llevarlo a los entornos cotidianos de todos, a la vida urbana, conforme a las ideas ya sembradas por Léger y Le Corbusier. A ese espíritu responden sus intervenciones arquitectónicas: la del campus de la Universidad Central de Caracas y las de Bonn, Essen, Grenoble y París, pero también sus Múltiples, objetos basados en prototipos que podían fabricarse y venderse en masa (en el caso de la fabricación, bajo su supervisión). Algunos nos lo enseña el Thyssen en el epílogo de esta retrospectiva: un genial ajedrez, azulejos de pared, tejidos… Ya lo dijo él, soy pop en el sentido de que me gustaría ser popular. Sin dejar de hablar húngaro.
“Víctor Vasarely. El nacimiento del Op Art”
Paseo del Prado, 8
Madrid
Del 7 de junio al 9 de septiembre de 2018
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