Algunos tendréis la impresión de que habéis visto antes visiones diversas del Mediterráneo en la Fundación MAPFRE, y tenéis razón: “Redescubriendo el Mediterráneo”, la muestra que desde el 10 de octubre podrá visitarse en sus salas de Recoletos, puede entenderse, según ha afirmado hoy Jiménez Burillo en su presentación, como un resumen de algunas de las exposiciones que ha programado esta institución en los últimos 25 años: hablamos de sus retrospectivas de Sorolla, Ignacio Pinazo, Sunyer o Bonnard, de diversas muestras individuales y colectivas dedicadas a impresionistas y neoimpresionistas, al arte italiano de los siglos XIX y XX y también a Picasso.
Esta nueva exhibición –muy ambiciosa en sus dimensiones y en la ordenación de su recorrido, en la que se asocian criterios geográficos y temáticos– ha servido a los responsables de la Fundación para hacer balance de lo hecho hasta ahora y para constatar que sus anteriores exposiciones contribuyeron a la recuperación para la crítica y el público de artistas, nacionales e internacionales, a veces relegados. Pero, además, y aunque no sea ese su primer objetivo ni deba ser la idea fuerza que tengamos necesariamente en mente al contemplarla, sí tiene esta nueva colectiva un valor tremendamente actual: despliega decenas de visiones de un mar, tan estrechamente vinculado a las esencias europeas como hoy, cuando no era escenario de conflictos y de muerte sino de lo contrario: de calma y disfrute, cuando simbolizaba la alegría de vivir y de crear. Nos enseña cómo, aproximadamente entre fines del siglo XIX y los años veinte, hubo muy diversas maneras de mirarlo en sus orillas, en función de factores históricos y culturales, pero siempre como Mediterráneo-paisaje, no como Mediterráneo-sujeto político ni Mediterráneo-cementerio. También cambia la fortuna de las aguas.
Esta muestra forma parte, por otro lado, del programa Picasso-Mediterráneo 2017-2019, por el que la Fundación MAPFRE ya presentó en Malta obras del malagueño y de Miró, y en esa iniciativa se inscribe también la exposición que lo unirá a Picabia próximamente en la Casa Garriga Nogués de Barcelona.
Frente a la ampliamente manejada concepción del arte contemporáneo como arte conflictivo, movido por la angustia ante el advenimiento de las dos guerras mundiales o ante el deseo de escapar de ciudades cada vez más grandes y alienantes, “Redescubriendo el Mediterráneo” nos deleita con la cara hedonista de las vanguardias: la búsqueda de un paraíso donde alcanzar una relación relajada y no dominante respecto a la naturaleza, una Arcadia perdida. Matisse fue, quizá, el más explícito en reconocerlo: el mar representaba para él la alegría de vivir y la de pintar.
Recuperando ese espíritu, la muestra comienza en Valencia, donde Sorolla, Cecilio Pla o Pinazo se refugiaron en él para el trabajo y el placer, y para poder conjugar ambos. En Cataluña, ese mar se veía de forma distinta: los pintores y escultores ligados al noucentisme lo convirtieron en seña de identidad, sin dejar de vincularlo a la Antigüedad clásica y al deseo de equilibrio, de una vida sencilla. Nos lo recuerda un mural, de clara inspiración griega, del uruguayo Torres-García: era entonces posible beber de una tradición nueva anterior y diferente al academicismo.
Nacen arquetipos identitarios, pero estos no excluyen la modernidad: las mujeres de aire grecolatino y volúmenes contundentes de Maillol y Josep Clarà se exhiben enfrentadas, subrayando sus sintonías y también el potente legado mediterraneísta de Puvis de Chavannes, uno de los primeros en mirar el Mediterráneo desde un enfoque clásico. También podemos apreciar en este capítulo la influencia de Cézanne en Sunyer y la cierta vuelta orden que ya propugnaba Josep de Togores sin perder su voluntad de pintar un paraíso de ecos primitivos: una pareja suya abrazada en la arena remite inequívocamente a Adán y Eva.
La Mallorca de fines del siglo XIX, por su parte, acogía una comunidad de pintores simbolistas belgas que tuvieron una gran influencia en los artistas baleares. Además, las islas eran terreno propicio al desarrollo de esa idea finisecular de las ciudades muertas. En Recoletos encontramos pinturas misteriosas y coloristas de Mir y de Anglada Camarasa: de este último se exhiben delicadísimos fondos marinos. Él fue, por cierto, el primer artista al que la Bienal de Venecia dedicó una retrospectiva y también uno de los que antes quiso pintar el Mediterráneo subacuático. Parece, además, que fue bien consciente de ese rol de pionero, porque exigió a la Bienal que le pagara los pigmentos fosforescentes que le permitían obtener sus colores deslumbrantes.
En Francia encontramos visiones considerablemente distintas, en relación con la prevalencia de París como centro modernizador del arte europeo entonces. Algunos autores fundamentales adquirieron en el Midi villas que se convirtieron en lugares de reunión para artistas interesados en pintar el Mediterráneo al aire libre y en captar sus colores brillantes y una luz transparente que enloqueció a muchos impresionistas, frustrados a veces por no alcanzar su misterio.
Más que el escenario mediterráneo (que también) les interesaba captar paisajes bajo el sol, y esta era, claro, la geografía propicia. Encontraron en Saint-Tropez, L’Estaque o Le Cannet un mundo auténtico y no falsificado que buscaron transmitir en obras de colores puros llenas de armonía. Cada uno moduló, ante esa misma luz compartida, la pincelada a su modo y en la muestra encontraremos rasgos anunciadores del fauvismo o el cubismo. Están representados, en este apartado, Monet, Signac, Derain, Renoir, Henri-Edmond Cross o Braque, y tampoco podía faltar Pierre Bonnard, ese artista de vida desgraciada que no dejó de esforzarse para que su tragedia personal no restara alegría a sus obras.
En realidad, esa pretensión de transmitir felicidad es, con mínimas excepciones, común a la pintura francesa del momento, en el que el paisaje gana en importancia a las figuras, a diferencia del caso español. Si en Valencia el Mediterráneo era el lugar donde hacer vida, y en Cataluña un símbolo nacional, los pintores franceses encontraron en él un paisaje virgen, saturado de color y luz intensa.
En Italia, de nuevo el enfoque cambia. El mar era para sus artistas de entonces un concepto del que era partícipe su ADN, una seña de identidad, pero en un sentido distinto al catalán: para los antiguos y para los modernos. Lo vinculaban a las ruinas y no sintieron, por tanto, la necesidad de experimentar ese Mediterráneo: estaba ya en ellos y desde él trabajaban. Lo vemos en trabajos obras Carrà no futurista, de un De Chirico menos onírico que el célebre o de Massimo Campligi.
Julio González cuenta con una pequeña sala propia en la exposición, en la que podemos ver cómo el emblema tradicional de mujer catalana o mediterránea, llena de armonía, del cambio de siglo se transforma en símbolo, en Montserrat trágica, tras la Guerra Civil. Sus pinturas y esculturas son, quizá, las únicas de la exposición en las que asistimos de verdad a un quiebro, violento y contemporáneo, del equilibrio.
La explosión de luz, color y celebración del arte y de la vida que domina la exposición -salvo esa excepción- tiene un epílogo espectacular de la mano de Matisse y del Picasso tardío. Ambos instalaron sus talleres frente al Mediterráneo, y en ellos trabajaron mirándose de reojo con la admiración y el recelo que los unió. Forman parte de esa última sala pinturas de sus propias casas-estudio, con los mismos paisajes de palmeras al fondo, algunas esculturas picassianas o deleites marinos de Matisse. Fijaos: en algunas pinturas del francés ya llueve; el mar también tiene días grises y el fauvista no tenía miedo de mostrar que no siempre sus tonalidades eran mágicas.
Lo reflejara de forma más o menos clara, el Mediterráneo siempre estuvo presente en la obra de Picasso: lo absorbió, en un sentido un tanto italiano. En ese periodo final, en los años sesenta, había despojado ya al mar de simbolismo, colocando sus propios intereses estéticos y formales por encima del motivo como tal.
Esa voluntad, que tuvo mucho de instintiva y natural, de pintar el Mediterráneo como paraíso de la felicidad y de lo auténtico se fue diluyendo conforme las guerras trajeron devastación y surgieron nuevos movimientos. A su lado estas obras felices parecen complacientes, y lo son, pero también acogieron –desde su armonía– ciertas revoluciones: podemos considerar así la mirada a la tradición de muchos de estos artistas para llevar ese pasado a puertos nuevos, partiendo de la creencia en el placer de la pintura, del entusiasmo por este género.
“Redescubriendo el Mediterráneo”
FUNDACIÓN MAPFRE – SALA RECOLETOS
Paseo de Recoletos, 23
Madrid
Del 10 de octubre de 2018 al 13 de enero de 2019
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