El rebobinador

El realismo francés: esencias contra la mímesis

Llamamos realismo al movimiento desarrollado en la literatura y las artes entre 1840 y 1880, pero su nombre no tiene que llevar a engaño: su propósito no era ofrecer visiones miméticas del entorno y el contexto, sino mostrar al espectador un retrato esencial de lo que percibía ante sus ojos; forzando los términos, “una realidad más real” (de ahí las imágenes poco nítidas de Daumier).

El movimiento exigía un cierto compromiso social y político por parte del artista, y sus manifestaciones no fueron uniformes: estamos ante una corriente muy plural, que acoge las imágenes testimoniales de Courbet, las caricaturas críticas del citado Daumier o los hallazgos empíricos relacionados con la luz que transformarían los posteriores paisajes.

Su desarrollo fue, en buena medida, paralelo al de la fotografía, que ejerció una influencia decisiva en los pintores realistas; los experimentos de Daguerre, públicamente presentados en 1830, los difundió y perfeccionó una década después Nadar. Sin embargo, en un inicio la influencia fotográfica no afectó tanto a la técnica de la pintura (en forma de pinceladas ocultas y detalles meticulosos) como al concepto de lo que en aquel momento se entendía por realidad. Más que desafiar las habilidades reproductivas del pintor, la cámara le enseñó a desarrollar una mirada moderna: encuadres nuevos que terminarían con la artificiosidad de las composiciones académicas y su gestualidad.

Resultado directo del romanticismo, al que se opuso, el realismo fue definido con bastante agudeza por George Sand: Surgirá una nueva escuela que no será clásica ni romántica, aunque nacerá del romanticismo, pues la verdad procede más directamente de la agitación de los vivos que del sueño de los muertos.

Este movimiento, ligado también al positivismo de Comte, tomó de los románticos su interés por la observación directa del natural (la que mantuvieron Delacroix o Géricault), pero rechazaba la visión subjetiva del genio romántico, ensimismado en sus fantasías. Caen en desuso, como temas, la historia pasada y la literatura, que se sustituyen por asuntos de actualidad, y los héroes antiguos y los reyes medievales ceden el testigo a los trabajadores rurales o urbanos y a los indigentes.

Es necesario distinguir a los artistas que reflejaron escenas de la vida cotidiana con intención costumbrista (Rose Bonheur, Isidore Pils) y a los comprometidos con su época y con la realidad social, como Millet, Courbet o el mismo Daumier, cuyas obras iban cargadas de una ideología en absoluto complaciente con el poder.

Estrechamente atado a los movimientos sociales que se desarrollaron en paralelo, al pensamiento socialista de Fourier y Proudhon, y nacido en el marco político derivado de la publicación de El manifiesto comunista de Marx y Engels (1848), no puede ser comprendido el realismo en profundidad sin recordar que Francia era escenario revolucionario tras la crisis económica y política del gobierno de Luis Felipe. En febrero de 1848 la población tomó, como en 1830, las calles de París, luchando por el primer sufragio universal masculino en Europa, que conduciría a la instauración de la Segunda República con Luis Bonaparte.

Ernest Meissonier. La barricada, 1848. Musée d´ Orsay
Ernest Meissonier. La barricada, 1848. Musée d´ Orsay

La barricada de Meissonier prescinde del lenguaje de los símbolos y la retórica heroica que aún manejaba Delacroix para ofrecernos un espectáculo brutal, con veracidad periodística; solo su pequeño tamaño y su precisión técnica suavizan el impacto.

Al contrario que el de este pintor, el realismo de Courbet no tiene nada que ver con la ilustración exacta de detalles ni con el dramatismo de las escenas: evita la representación de la muerte y elige la de un entierro en su provincia, Ornans.

Con esa obra de grandes dimensiones, se propuso trasladar una instantánea de la realidad rural al Salón de París, cuyo público urbano y sofisticado no estaba acostumbrado a imágenes como esta. Los retratados parecen representar, con su tamaño natural, el espíritu de la burguesía de provincias francesa y sus valores morales e ideológicos arraigados; Courbet se libra de la retórica romántica y deja que su ojo sea casi el de un fotógrafo. Es testigo de la acción, no interviene en ella.

En el fondo, en Madame Bovary Flaubert buscó el mismo efecto: suprimir el análisis y el juicio moral. Esa es una lección aprendida también por Manet, en El Torero muerto: representó la muerte sin anécdotas, como una crónica documental en blanco y negro.

Ese representar sin corregir ni juzgar era lo que provocaba el rechazo suscitado por las obras realistas; una de las más escandalosas fue Los picapedreros, del propio Courbet. Es muy importante su motivo, pero no menos cómo lo pinta: el distanciamiento nos hace ser testigos imparciales, vemos lo que hay y cómo se muestra sin mediaciones. Courbet selecciona lugar, asunto e instante, pero no encaja el asunto en el artificio de un tema, ordenando previamente el material; solo copia el mundo tal cual lo ve, sin recomponerlo.

La composición no ha sido académicamente estudiada para distribuir de modo equilibrado las figuras, sus herramientas o el paisaje; solo congela el artista un momento de actividad laboral. Sin embargo, esto es suficiente para que la pintura se convierta en un manifiesto político-visual que denuncia las condiciones de estos trabajadores anónimos y y reales, condenados de por vida (fijémonos en lo diverso de sus edades) a un empleo que parece incompatible con una sociedad que progresa. Tras exponer esta composición, él mismo se definió como socialista, demócrata, republicano, partidario de la revolución total y, ante todo, realista, amante sincero de la auténtica verdad. En 1871 participaría en la Comuna de París, fue encarcelado y se terminaría exiliando en Suiza, donde murió.

Gustave Courbet. Entierro en Ornans, 1849. Musée d´ Orsay
Gustave Courbet. Entierro en Ornans, 1849. Musée d´ Orsay
Courbet. Los picapedreros, 1849. Gëmaldegalerie, Dresde
Courbet. Los picapedreros, 1849. Gëmaldegalerie, Dresde

Buscó dar utilidad social a la pintura, pero no por ello supeditó su lenguaje poético a contenidos morales, como los prerrafaelitas. Al desligarse del tema, dejó vía libre a la representación moderna, aquella en la que la pintura no se ocupa de personas u objetos sino de su propio lenguaje.

Sus paisajes no precisan ya de figuras que les justifiquen y, si aparecen, son mujeres reales, no diosas o ninfas. La pintura empieza así a sostenerse por sí misma, mediante sus mecanismos intrínsecos.

Manet avanzó en aquella senda. Sus pinceladas largas, planas y fluidas y la primacía del dibujo y el color sobre el asunto representado suponen un cambio sustancial en la idea de pintura. En su Concierto en las Tullerías, introduce su retrato junto a otros de célebres personajes a los que presenta en su propio ambiente, no en el interior de su taller: los deja estar tal cual en el medio al que pertenecen.

Además, Manet no solo actúa como fotógrafo que toma una instantánea casual, sino que invierte las relaciones entre pintor y motivo. Es este quien se coloca delante del artista y no al revés, por eso tenemos la sensación de poder adentrarnos en la obra desde cualquier ángulo; no hay zonas jerárquicas y nuestra mirada puede deambular.

La composición permite que el espectador no sea totalmente estático y la ausencia de pigmento, la técnica abocetada, comienza a ser parte intrínseca de la nueva pintura.

Manet. Concierto en las Tullerías, 1862. National Portrait Gallery, Londres
Manet. Concierto en las Tullerías, 1862. National Gallery, Londres

Uno de los ejemplos clave del origen romántico del realismo lo encontramos en Baudelaire, defensor del movimiento que que encabezó Delacroix, que encontró luego “lo actual” (y de esto ya nos hemos extendido más), no en la historia ni en la naturaleza, sino en el constante movimiento de la ciudad, en lo banal, efímero y fútil.

En el submundo urbano se adentró Daumier tras las grandes migraciones del campo a la ciudad posteriores a la Revolución Industrial. Consideró este artista el progreso como un espejismo a la luz de lo que vio en sus arrabales: el contraste entre el desarrollo técnico y la pobreza humana. Su obra no solo testifica: toma partido y deforma las apariencias para enseñarnos las esencias; su ojo crítico explora la realidad a través de rendijas que la apariencia no logra ocultar.

Honoré Daumier. El vagón de tercera clase, 1864. Metropolitan Museum, Nueva York
Honoré Daumier. El vagón de tercera clase, 1864. Metropolitan Museum, Nueva York

Aunque socialmente menos comprometido, Millet también se unió inicialmente al realismo sumergiéndose en el mundo rural al que pertenecía: nació en una próspera familia normanda. La naturaleza no le inspiró en un sentido romántico, sino como escenario de actividades laborales que desenmascaran la dureza del trabajo en el campo. Sus figuras se distorsionan por el esfuerzo físico y, sin dejar de mostrar el aspecto desgastado de sus ropas, las dignifica hasta convertirlas en nuevos héroes de la sociedad.

Escapando de las turbulencias políticas de París, marchó a Barbizon hasta el fin de su vida, aunque técnicamente no se relacionó con su escuela. Su obra tardía perdió el vigor del comienzo entre cierto sentimentalismo suave.

Jean-François Millet. El Ángelus, 1857-1859. Musée d´ Orsay
Jean-François Millet. El Ángelus, 1857-1859. Musée d´ Orsay

La producción de Corot, paisajista fundamental del siglo XIX, trascendió los experimentos de Barbizon. En su extensa carrera evolucionó desde los paisajes arcádicos clásicos hasta los oníricos e imaginarios, pero hoy recordamos sobre todo su pintura por su carácter empírico, por las innovaciones que introdujo en el campo de la observación del natural, que preconizaron el impresionismo.

Entendió que el pintor ya no podía realizar paisajes en su estudio con luz artificial, sino salir al exterior, mirar, representar y comparar para, finalmente, corregir respecto a lo observado. La superficie de sus pinturas se hizo viva gracias a los empastes y su técnica abocetada no convenció al público, sí a Baudelaire. Hasta finales de siglo, el ojo general no se acostumbró a leer la realidad representada a través de las manchas, que dan una información menos exacta de las cosas en detalle, pero retratan con más fidelidad la impresión que nos causan.

Corot. Bosque de Fontainebleau, 1846. Museum of Fine Arts, Boston
Corot. Bosque de Fontainebleau, 1846. Museum of Fine Arts, Boston

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