El rebobinador

Delacroix, el dandismo y las pasiones

Hace unas semanas dedicamos un rebobinador a Géricault; Delacroix (1798-1863) radicalizó aspectos que aquel solo pudo apuntar. Fue teóricamente hijo, aunque pronto quedó huérfano, de un ministro del gobierno francés y embajador, un gran burgués ilustrado, y su madre pertenecía a una familia de ebanistas rococó; en ese contexto, es un dato llamativo que este autor se dedicase a la pintura. Decíamos teóricamente porque, según algunos estudiosos, es posible que su padre biológico no fuera aquel (Charles-François Delacroix) sino el revolucionario Talleyrand.

Eugène Delacroix. El naufragio del Don Juan, 1840. Museo del Louvre
Delacroix. La barca de Dante, 1822. Museo del Louvre

De carácter introvertido, sensible y refinado, fue amigo de Chopin y George Sand y un artista de elevado nivel intelectual: el prototipo decimonónico de un interesante cultivado. El mencionado Géricault fue su maestro y, a diferencia de Ingres, irrumpió ruidosamente en la escena francesa para después ver decaer su fama.

Una de sus obras más tempranas es La barca de Dante (1822), presentada en el Salón y de formato monumental: todo un manifiesto. A Dante se le concedió una relevancia enorme en el siglo XIX por las mismas razones por las que antes se le ponía en entredicho, es decir, por lo que su literatura tiene de medieval. Su visión de la noche, lo macabro y lo fantasmagórico resultaría en el Romanticismo plenamente atrayente, y los claroscuros de Delacroix serían los más adecuados para esta escena infernal, en la que eligió subrayar los elementos más naturales y agrios.

Se amontonan las figuras: un desesperado muerde la barca, los gestos de todos son extremos y los cuerpos se despliegan; se trata, en definitiva, de una proclama oscura que alude a los físicos atléticos de Miguel Ángel, al torso Belvedere y a la grandeza trágica de los desnudos clásicos, contorsionados, de energía comprimida.

Se dan, aún, más referencias: al barroco naturalista, el tardomanierismo y el Renacimiento veneciano (Tiziano, Tintoretto), aunque no  se ha superado el primer plano, herencia del ultraclasicismo. Al no existir la profundidad suficiente, tenemos la sensación de que los cuerpos van a rodar hacia el espectador.

Delacroix. La matanza de Chios, 1824. Museo del Louvre
Delacroix. La matanza de Chios, 1824. Museo del Louvre

La matanza de Chios (1824) no gustaría. El tema es hiperromántico; conviene recordar que figuras europeas de esta corriente, como Lord Byron, participaron en la guerra por la independencia de Grecia del Imperio Otomano movidos más por ideales estéticos que políticos, ya que la realidad social griega nunca fue independiente de los turcos.

La pintura de Delacroix exalta la independencia y la libertad de los pueblos oprimidos en una obra llena de exotismo; se fija en la derrota y sobre todo en el instinto y la muerte. Hay quien considera esta pintura un antecedente del Guernica, por la presencia de mujeres, niños y ancianos sufriendo.

El primer plano resulta inestable, pero una diagonal parte desde la zona inferior derecha hasta la del fondo a la izquierda, generando dinamismo y una perspectiva con muy diversos planos, en la voluntad de Delacroix de abarcarlo todo. No solo buscó hacer una crónica de lo que ocurrió en un punto concreto de la contienda, sino acercarse a ese lugar con una simultaneidad de planos de visión.

Mirad el grupo de la derecha: su referente es Rubens y la sensualidad y movimiento de sus desnudos.

Delacroix. La muerte de Sardanápalo, 1827. Museo del Louvre
Delacroix. La muerte de Sardanápalo, 1827. Museo del Louvre

Otro de los grandes temas románticos de Delacroix fue La muerte de Sardanápalo, inspirada justamente en Lord Byron, aventurero que rompió los convencionalismos sociales y convirtió su vida en una obra de arte. Se trata también de un asunto exótico: Sardanápalo es un déspota oriental y su historia reúne las características más radicales de lo que se entendía por vida romántica. Acorralado por sus enemigos, ordenó a sus esbirros que ejecutaran los caballos y a las mujeres de su harén. Después se autoinmoló con todos sus bienes.

La elección de este relato supone en Delacroix una exaltación de lo primitivo, salvaje e instintivo; además, Sardanápalo, en el colmo de su crueldad, contempla con indolencia la muerte y la catástrofe. Se ofrece una visión de la vida primariamente concebida; no hay que olvidar que el Romanticismo surge como nostalgia de los poderes de la naturaleza, la exterior y la interior, en medio de una civilización que comenzaba a ser industrial.

Insiste el francés en los elementos más barrocos, como la fuerte diagonal entre la zona inferior derecha y la superior izquierda; esa diagonal parece una lanza cuya punta termina en Sardanápalo. También se da entrada a una diagonal barroca en el esbirro que vemos en la parte inferior izquierda, y ese movimiento apunta de nuevo a Rubens.

Se trata de una escena trepidante, además de por ese juego de diagonales, por el uso de la luz que ilumina brocados, telas y cuerpos. Rompe el pintor con la estructura clásica de los grupos no muy numerosos, como hicieron los pintores barrocos, y da primacía a la agitación, el movimiento y los escorzos: plantea casi un ballet armonizado por una misma energía, favorecida por claroscuros, pinceladas libres y un vivo cromatismo. Los cuerpos se arremolinan como arrastrados por una ola.

Delacroix. La mujer del papagayo, 1827
Delacroix. La mujer del papagayo, 1827

En La mujer del papagayo (1827), por su parte, encontramos una concepción del desnudo muy distinta a la manejada por Ingres. No se preocupa por el juego conceptual de curvas y contracurvas, sino que la figura recibe de forma muy estudiada golpes de luz, con un resultado carnoso y sensual, hedonista.

La presencia del papagayo tendría relación con la familia de la retratada y remarca la idea de la mujer entregada al placer.

Delacroix. Asesinato del obispo de Lieja, 1829. Museo del Louvre
Delacroix. Asesinato del obispo de Lieja, 1829. Museo del Louvre

Una de las obras menos difundidas pero más interesantes de Delacroix es Asesinato del obispo de Lieja (1829), tema tomado de Walter Scott.

La diagonal barroca se extiende y se convierte en un túnel profundo, una apelación a lo subterráneo que subraya que el hombre contemporáneo no permanece en la superficie. Es fácil acordarnos de las cárceles de Piranesi, de Hubert Robert y del inglés John Martin.

Obra muy profunda, quiere producir en el espectador una ansiedad sublime. La bóveda corrida se ilumina rítmicamente mediante haces de luz que permiten advertir la profundidad del banquete y que crean movimiento. El mantel blanco aporta luminosidad y, por la monumentalidad de la imagen y el insignificante tamaño de los personajes, parece que las figuras actúan como serpiente de luz, como corriente de energía que se agita.

Encontramos dos diagonales dominantes: de la parte inferior derecha a la superior izquierda y de la inferior izquierda a la superior derecha. Esta última nos conduce al personaje que da la orden de matar al obispo y ambas se unen en un pozo de luz. La armadura refulge, como la dalmática del obispo. Para Calvo Serraller, el antecedente más directo de esta pieza era Tintoretto.

Pintores románticos. Delacroix. La libertad guiando al pueblo
Delacroix. La libertad guiando al pueblo, 1830. Museo del Louvre

La libertad guiando al pueblo (1830) remite a la Revolución de aquel año, anticlasista y capitaneada por la burguesía, que buscaba quebrantar las estructuras y privilegios del Antiguo Régimen. El descontento se extendió entre los campesinos, el proletariado urbano y la aristocracia liberal y sustentaría la llegada al poder de Luis Felipe de Orleans, creador del régimen del justo medio, vigente hasta la revolución de 1845.

Encontramos aquí a un burgués con levita y sombrero de copa, un joven proletario y un soldado insurgente, señal de mezcla social. La mujer, con la bandera revolucionaria y democrática y los pechos descubiertos, es la conocida alegoría de la República y lleva el sombrero frigio de los revolucionarios de 1789.

Se trata de una escena profundamente contemporánea (la representación histórica tradicional no aborda asuntos coetáneos y no tiene protagonistas sociales o anónimos), pero también alegórica y asimismo urbana: la ciudad se concibe ya como el escenario de la modernidad.

Delacroix. Mujeres de Argel, 1834. Museo del Louvre
Delacroix. Mujeres de Argel, 1834. Museo del Louvre

Cuatro años después pintaría Delacroix Mujeres de Árgel, en Francia pero evocando un harén argelino. Esta obra marcaría a Renoir y a Picasso; el malagueño les dedicaría una serie.

Aquí descubre Delacroix el uso de los colores complementarios: tradicionalmente, la sombra de un color era siempre negra, ahora comienza a ser la de su complementario, entendiéndose que los colores no son por sí mismos, sino en su relación con el resto.

Al margen del exotismo del tema, Delacroix ofrece la imagen claustrofóbica de un espacio con cuerpos monumentalizados e imprime una atmósfera intensa y acre en una escena de por sí turbadora y sensual. El tintineo de la luz, como en Constable, hace que el escenario estático cobre vida.

Finalizaremos hablando de su autorretrato de 1839, en el que Delacroix se presenta como un dandi, un tipo elegante que se atreve a romper convenciones. En aquel momento el dandismo era casi una aspiración ética a la que se dedicaban ensayos, y el pintor, que lo es por vestimenta y carácter, elige, subrayando ese aspecto, marcar distancia con el espectador: se presenta como autor solitario, que no se deja arrastrar por modas.

Delacroix. Autorretrato, 1839. Museo del Louvre
Delacroix. Autorretrato (fragmento), 1839. Museo del Louvre

 

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