El rebobinador

La natura crudel: románticos atraídos por los abismos

Si, al margen de los paisajes marinos nostálgicos de Friedrich, nos fijamos en El mar de hielo o El naufragio de La Esperanza, comprobaremos que el mar ya no fue para los románticos un reflejo melancólico de la vida humana, sino un horizonte peligroso, quizá exterminador. El cascote del buque hundido ha quedado volteado, casi imperceptible, al ser inundada su superficie por bloques de hielo aniquiladores, en un fin de viaje en el que nada parece haber sobrevivido a una muerte fría.

En todo caso, la fascinación de los artistas del romanticismo por la naturaleza tiene justamente que ver con su doble alma, presente claramente en la pintura del alemán: les atrae su promesa de totalidad y lo que tiene de raíz de la vida humana, pero también -y no menos- su promesa de destrucción, violenta y fatal. Para estos autores, no había una expresión material mejor de los poderes adversos (de la vida, el planeta, el destino) que los fenómenos imparables del medio natural: rayos, tormentas, huracanes o naufragios como este se convierten en símbolos del destino, la fugacidad del tiempo o la condición mortal del individuo, y aunque no dejaran de mostrarnos paisajes apacibles, no esquivaron los más crueles, arrasadores. Ante El mar de hielo podemos tener la sensación de encontrarnos ante un momento no humano, anterior o posterior a los hombres: un universo en el caos de su formación o en el de su aniquilación.

Friedrich. El mar de hielo o El naufragio de La Esperanza, 1824. Hamburger Kunsthalle
Friedrich. El mar de hielo o El naufragio de La Esperanza, 1824. Hamburger Kunsthalle

En un cuadro que no se conservó tras el incendio del Glaspalast de Múnich, de Karl Blechen, podía verse otra representación de una naturaleza apoteósica: El rayo albergaba un paisaje invernal, lleno de tiniebla, en el que ese rayo se abate sobre un vehículo envolviendo en fuego al conductor. Fue la última composición que realizó este autor antes de que le llegara la demencia y la muerte, y para el escritor Marcel Brion, el más romántico de los cuadros románticos.

Blechen se encuentra, además, muy ligado a la poesía alemana: fue uno de los decoradores del Königstädtisches Theater, donde se llevarían a escena los dramas del Sturm und Drang. Con el sarcasmo macabro que también cultivaron otros creadores de esta tendencia, llegó a pintar en El patíbulo bajo la tormenta un cadalso en la cima de una colina sometida a una intensa tormenta, asociando la destrucción de la vida individual a la destrucción cósmica.

Joseph Anton Koch. Macbeth y las brujas, 1835. Tyrolean State Museum, Innsbruck
Joseph Anton Koch. Macbeth y las brujas, 1835. Tyrolean State Museum, Innsbruck

Quien también se inspiró en la literatura para desplegar pictóricamente el poder destructor de la naturaleza fue Joseph Anton Koch, que en Macbeth y las brujas, dejándose guiar por Füssli, hizo concordar la fuerza de las pasiones humanas con el furor de los elementos: la premonición trágica de las brujas, que dirigen sus brazos hacia el propio Macbeth y su amigo Banquo, se complementa con el torbellino de la tempestad. El mar furioso, el viento que, igualmente, lo está, las ruinas sobre el acantilado y el rayo son el marco que el pintor entendió adecuado para el destino del noble escocés: el terror y la grandeza de este hombre se funden con los del bosque.

Otra terribilitá de Koch es La cascada de Schmadribach: las cumbres altas de sus montañas descargan ríos de aludes hacia los desfiladeros, convirtiendo a la naturaleza en protagonista única de la composición.

Joseph Anton Koch. La cascada de Schmadribach, 1821-1822. Neue Pinakothek, Múnich
Joseph Anton Koch. La cascada de Schmadribach, 1821-1822. Neue Pinakothek, Múnich

Como Friedrich en el mencionado El mar de hielo, Ch. C. Dahl refleja en Después de la tormenta cómo la potencia de este fenómeno se abate, nuevamente, sobre lo humano: un barco es lanzado por el oleaje contra los escollos, convirtiéndolo, otra vez, en símbolo de exterminación. Ese buque romántico como emblema, y el mar destructivo asociado a las iras de Poseidón, no están solo presentes en las artes plásticas, por cierto; también en la literatura y la música: lo manejaron de Liszt a Berlioz, de Allan Poe (Maelstrom) a Coleridge (The Rime of the Ancient Mariner).

Aquella obsesión no se dio solo entre los románticos alemanes, también entre los franceses: dos siglos antes de que nacieran los primeros románticos, aquí se pintaban paisajes que anticipaban sus intereses: los de Poussin. La identificación entre naturaleza y destino se abordó en Cristo en el mar de Galilea de Delacroix y La balsa de la medusa de Géricault. En el primero, la barca de Pedro, con Cristo dormido, queda a merced de las aguas, y el patetismo de la escena es subrayado por el choque de las tonalidades: tres colores vivos (rojo, azul y ocre) quedan delimitados por el cielo y el mar sombríos. La iconografía de La balsa es, incluso, más dramática: como sucede en algunas obras de Goya, por ejemplo en la confusión de rostros de La romería de san Isidro, el grupo humano se convierte en fantasmagoría. El amasijo de piel que componen los náufragos parece anticipar su destrucción.

Delacroix. Cristo en el mar de Galilea, 1854. Walters Art Museum
Delacroix. Cristo en el mar de Galilea, 1854. Walters Art Museum

Pero a lo mejor es Turner quien logró encontrar el estilo más adecuado al potencial destructivo de la naturaleza en general, y del mar en particular. Supo entender que la violencia, creadora y destructora, de esta fuerza solo podía representarse apropiadamente si se dotaba a la pintura de un nuevo espíritu formal y un tratamiento alternativo del color. Se fijó en el Renacimiento y el manierismo, y Venecia fue el tema de muchas de sus imágenes y la patria de muchos de sus referentes: de Bellini a Canaletto, pasando por Giorgione, Tiziano, Tintoretto y Veronés.

John Ruskin, el gran teórico de los prerrafaelitas, señaló que supo retomar la importancia en aquella escuela veneciana del color sobre el dibujo, sobre la forma, primados en la florentina; en todo caso, podemos decir que fundió la importancia de ambas, porque en su producción la violencia formal generada por el color no da lugar a tonos descontrolados, sino que queda matizada, regulada. El británico no deseaba solo exponer la luz y descubrir su esencia, sino plasmar sus flujos, ofreciendo en el camino un espectáculo terrorífico. Y como Byron o Poe en la literatura, Schumann y Beethoven en la música, basa en ese terror y ese carácter sublime la relación entre la naturaleza y el arte.

Podemos fijarnos en media docena de sus paisajes marinos: en Pescadores en el mar (1796), a la lucha entre hombre y mar la rodea un tenebrismo cercano al romanticismo alemán y unos contrastes cromáticos próximos al francés; en El naufragio o Naufragio de un barco de transporte (1805-1810), recurre ya a la difuminación y la revitalización de contornos; y en El buque de los esclavos (1839), Vapor atrapado por una tormenta de nieve (1842) o Fuego en el mar (1842) no es la naturaleza aparente lo que se representa, sino sus flujos antes ocultos; no la luz, sino su esencia. Pese a la palidez cromática, la violencia de los colores es mayor que la que podrían aportar tonos más vivos.

Turner, Tormenta de nieve. Barco a la entrada del puerto, 1842. Tate Britain, Londres
Turner. Tormenta de nieve. Barco a la entrada del puerto, 1842. Tate Britain, Londres

 

 

BIBLIOGRAFÍA

Rafael Argullol. La atracción del abismo. Un itinerario por el paisaje romántico. Acantilado, 2006

Alfredo de Paz. La revolución romántica: poéticas, estéticas, ideologías. Tecnos, 2003

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