Pastel frágil, gran pastel

Fundación MAPFRE repasa en Barcelona la historia de la técnica

Barcelona,

La mayoría de sus exposiciones, y las de casi todos, exploran trayectorias de artistas o la evolución de movimientos, pero la muestra con la que la Fundación MAPFRE abre la temporada en su sede barcelonesa, la Casa Garriga Nogués, rompe esos esquemas para centrarse en la historia de una técnica: la del pastel. Se ha clasificado tradicionalmente como inferior a la pintura y superior al dibujo, pero hoy no podemos abordarla ya desde esos enfoques jerárquicos pasados, así que esta institución se ha propuesto invitarnos a reflexionar sobre qué lugar hemos concedido al pastel en nuestro imaginario visual y también a recorrer su historia.

La muestra “Tocar el color. La renovación del pastel”, abierta hasta enero y comisariada por Philippe Saunier, responsable durante tres años de tales obras en Orsay, parte del resurgimiento de la técnica en la década de 1830, cuando precisamente nació el término pastelista, para analizar su evolución hasta el siglo pasado. Se nos recuerda que fue en el siglo XVIII cuando los pasteles experimentaron un considerable auge y se convirtieron en legítimo arte frente al óleo reinante, pero su fragilidad inevitable, su asociación al género del retrato (entonces menos valorado aún que la pintura de historia o la religiosa) y su cultivo por parte de numerosas mujeres conllevaron que quedara al margen, en la consideración crítica, de la llamada “gran pintura”. Además, se utilizaba frecuentamente para esbozos, así que hubo quien lo enmarcó en el ámbito de las artes gráficas.

Mary Cassatt. Madre e hijo, 1900-1914. High Museum of Art, Atlanta. Compra con fondos de la Forward Arts Foundation y la familia Robert D. Fowler
Mary Cassatt. Madre e hijo, 1900-1914. High Museum of Art, Atlanta. Compra con fondos de la Forward Arts Foundation y la familia Robert D. Fowler

Su autonomía llegó, como decíamos, en el siglo XIX, cuando Boudin, Degas u Odilon Redon contribuyeron a la renovación de la técnica, impulso consolidado después, muy ampliamente, por figuras como Pablo Picasso, Joan Miró, María Blanchard o Theo van Doesburg.

Veremos en Barcelona casi un centenar de obras de 68 autores, partiendo de aquellas en las que las alusiones al siglo XVIII permanecían muy vivas. Era su modo de reivindicar una legitimidad cuestionada (apelar a la época en la que nació el gran pastel y las barritas de colores no se usaban solo para realizar bocetos, de ahí que Hélion evocara en su autorretrato al de Chardin), pero también subyacía una intención estética en esas referencias: la de liberarse de convenciones académicas, como lograron los autores rococó con su atención a levedades. Por eso la crítica se refirió a la energía de las composiciones de Chéret como fulgores de fantasía.

No faltan evidentemente en la muestra obras de mujeres pastelistas, por más que la eterna asociación entre pastel y mujer sea apresurada e injusta. Destacaron entre ellas Rosalba Carriera, Belghe Art, una de las fundadoras del Círculo de Acuarelistas y Pastelistas de Bélgica; Louise De Hem o Mary Cassatt, que con sus trazos vigorosos realizó poéticas maternidades y retratos llenos de vigor.

Otro tópico al que esta exposición se enfrenta es el que se refiere, como decíamos, a la especial validez del pastel para ese género, el del retrato. Tanto fue así que muchos pastelistas que se embarcaron en paisajes lo hicieron con la conciencia de emprender un desafío en su disciplina “menor” hasta que, en aquella década de 1830, a cuarenta años de la irrupción del impresionismo, proliferaron los artistas que salieron a trabajar a la naturaleza y, por tanto, los pasteles con sus vistas.

Camille Flers fue el mayor impulsor del empleo de las barritas de colores con estos fines y dio tanta importancia a sus pasteles que decidió exponerlos en el Salón. Boudin, sin embargo, creó muchísimos, pero dándoles siempre carácter de estudios para sus posteriores telas (las que sí exhibía).

Paul Huet, Marquet y Delacroix contribuyeron a la consolidación del paisaje al pastel, tanto que, hacia 1900, captar en esta técnica determinado instante de un cielo cambiante era casi ejercicio obligado para quienes se iniciaban: de la exhibición forma parte Cielo de tormenta de Pierre Prins.

Eugène Boudin. Nuages blancs, ciel bleu, hacia 1859. Musée Eugène Boudin, Honfleur. © H. Brauner
Eugène Boudin. Nuages blancs, ciel bleu, hacia 1859. Musée Eugène Boudin, Honfleur. © H. Brauner

Corría 1885 cuando Roger Ballu, entonces inspector de Bellas Artes de Francia, creó la Sociedad de Pastelistas de aquel país (cuya misma fundación ya indica que entonces continuaba la técnica en entredicho, necesitada de defensa). En la primera exposición que esa institución organizó eran numerosas las obras de pastelistas del siglo XVIII, una vía para subrayar su legitimidad.

Y el resto de sus muestras estuvieron marcadas por el eclecticismo, temático y estético: entre sus miembros figuraron Cazin, autor de célebres vistas de pueblos; el paisajista Alexandre Nozal, Puvis de Chavannes, a quien reconocemos por sus serenas figuras de aire clásico, o el más vitalista Besnard.

Aquella Sociedad pervivió tres décadas, pero su afán por mirar al siglo XVIII y por defender una técnica sobre otras no caló entre los autores más jóvenes. Sin embargo, el pastel ganaría impulso internacional en esos años: tras Francia (y antes Nueva York), Gran Bretaña fundó su propia Sociedad de Pastelistas en 1890. En ella se integraron Clause, Guthrie y sobre todo Whistler, autor de pasteles venecianos cuya exposición años antes en Londres no dejó a casi nadie indiferente. En Bélgica y Polonia, la técnica también tuvo sonados éxitos y llegarían a cultivarla los luego futuristas Giacomo Balla, Gino Severini y Umberto Boccioni.

Edgar Degas. [Caballos de carreras en un paisaje, 1894.Colección Carmen Thyssen-Bornemisza, en depósito en el Museo Nacional ThyssenBornemisza, Madrid
Edgar Degas. Caballos de carreras en un paisaje, 1894. Colección Carmen Thyssen-Bornemisza, en depósito en el Museo Nacional Thyssen Bornemisza, Madrid
Renoir. La niña de la manzana o Gabrielle, Jean Renoir y una niña, 1895-1896. Colección Mrs. Leone Cettolin Dauberville © Jean-Louis Losi
Renoir. La niña de la manzana o Gabrielle, Jean Renoir y una niña, 1895-1896. Colección Mrs. Leone Cettolin Dauberville © Jean-Louis Losi

El impresionismo trajo consigo un renacer del pastel, por la comodidad implícita en el trabajo de sus materiales: rápido y al aire libre. Sin embargo, los impresionistas más aficionados a las barritas no fueron los paisajistas sino los amantes de la representación de la figura humana, como Degas y sus escenas de la vida moderna (defendió que la gracia estaba en lo común), Renoir y sus desnudos femeninos y De Nittis, autor de gráciles parques otoñales y jardines soleados.

A fines del siglo XIX nadie discutía ya el éxito del pastel, muy útil para los artistas que deseaban explorar el potencial expresivo de los colores y su intensidad. Fue el caso de Edmond Aman-Jean, en cuyas figuras no hay psicología pero sí magníficas disposiciones cromáticas, y de Louis Anquetin, que estilizaba tanto sus contornos que daba a sus obras la apariencia de vitrales. Picasso, que heredó de Toulouse-Lautrec el gusto por lo espontáneo y la vida nocturna de París, también trabajó aplicando colores lisos y planos y perfilando mucho sus figuras (lo vemos en El final del número).

Edmond Aman-Jean. Mujer tumbada. Ensoñación, 1897. Colección Lucile Audouy © Thomas Hennocque
Edmond Aman-Jean. Mujer tumbada. Ensoñación, 1897. Colección Lucile Audouy © Thomas Hennocque
Hans Hartung. T1963-K9, 28 de junio de 1963. © Fondation Hartung-Bergman © Hans Hartung, VEGAP, Madrid, 2019
Hans Hartung. T1963-K9, 28 de junio de 1963. © Fondation Hartung-Bergman © Hans Hartung, VEGAP, Madrid, 2019

Capítulo aparte merece en la exposición el movimiento simbolista: sus artistas se sirvieron del papel a la hora de expresar sus mundos soñados o imaginados acentuando justamente la fragilidad y el preciosismo que permitía la técnica. William Degouve de Nuncques realizó al pastel paisajes nocturnos marcados por el silencio, el misterio y la ausencia de figuras humanas, y Émile-René Ménard ideó así paisajes de ruinas antiguas con el gran encanto de lo decadente. Lo dijo Albert Flament en 1899, pero no fue él el único que entonces pensaba que el pastel se había convertido en la poesía de la pintura, mientras que el color al óleo ha seguido siendo la prosa.

El simbolista más admirado por sus pasteles fue Redon, que dotó a los suyos de connotaciones espirituales hondas conduciéndolos a una dimensión diferente. Al principio trabajó solo en carboncillo y no recurriría al pastel hasta convertir el color en el centro de su obra, en un ente autónomo capaz de invocar interioridades, trascendencia. Sin su magisterio no podría entenderse la producción de autores que ya desarrollaron la mayor parte de su producción en el siglo XX, como Van Doesburg, Joseph Stella, Otto Freundlich o Mir.

Ellos, que cierran la muestra de MAPFRE, no emplearon el pastel con el propósito de anunciar la nobleza del medio, sino de servir a sus intenciones estéticas y a su voluntad de riqueza cromática.

Louis Anquetin. Joven leyendo un periódico. © Tate, London 2019
Louis Anquetin. Joven leyendo un periódico. © Tate, London 2019

 

 

“Tocar el color. La renovación del pastel”

FUNDACIÓN MAPFRE. CASA GARRIGA NOGUÉS

c/ Diputación, 250

Barcelona

Del 3 de octubre de 2019 al 5 de enero de 2020

 

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