Los franceses que, como Ingres, vivieron entre finales del siglo XVIII y mediados del XIX (él lo hizo entre 1780 y 1867) conocieron los pasos muy iniciales del impresionismo, fueron coetáneos de los ultraclásicos, probablemente adoraron a David y sobrevivieron a la Revolución, conocieron el Imperio, la Restauración, la revolución de 1830, la de 1848 y el Segundo Imperio de Napoleón III, del que este artista casi presenció la caída. Conocieron también el realismo y el naturalismo, así que todo el que tuviera los ojos abiertos pudo disfrutar de una época apasionante.
La alta valoración de Ingres es relativamente reciente, aunque suscitó enorme interés entre los artistas de vanguardia: lo admiró Degas y no hubo gran figura de la primera mitad del siglo XX que no se inspirase en él. Picasso, Matisse, Modigliani, Brancusi, Bacon o Lucian Freud son solo algunos ejemplos.
Su relativa marginación crítica en ese mismo periodo se debe a la consideración de que el romanticismo empezó más tarde de lo que hoy pensamos: hacia 1830, con Delacroix. Se creía que la obra de David y sus discípulos era académica y neoclásica, aunque desde la segunda mitad del siglo XVIII, al entrar en crisis el clasicismo, no pudo desarrollarse el neoclasicismo, sino el romanticismo de la línea.
Por su genio excepcional, Ingres lo desbordó. Se vio enfrentado a Delacroix, no personalmente, porque pertenecían a generaciones distintas, sino porque, en el debate público, el tardío éxito de Jean-Auguste-Dominique sofocó la valoración del autor de La libertad guiando al pueblo. El éxito de exposiciones como la gran retrospectiva que recientemente le dedicó el Prado prueban que el afecto al pintor de Montauban está definitivamente restaurado.
Sus orígenes son modestos: nació en esa ciudad próxima a Toulouse y era hijo de artesano, lo que explica la precocidad de su talento. Realizó sus primeros estudios precisamente en Toulouse y los continuó en París, donde ingresó en el taller de David, en el que destacaría extraordinariamente. Tanto que recibió el Premio de Roma.
Fue un joven bastante rebelde: pudo ser uno de los primeros ultraclásicos que se enfrentaron al autor de La muerte de Marat, pero él no llegó a ser expulsado de su taller dado su carácter tranquilo, aunque sus ideas artísticas fueran más bien radicales.
Pasó gran parte de su vida en Italia y durante muchos años sobrevivió haciendo retratos, hasta que pudo consagrarse en el Salón de 1827. Su nombramiento como director de la Escuela Francesa en Roma (se encontraba en la Villa Médicis) prolongó su estancia en aquel país.
Tras su consolidación tardía llegó el reconocimiento oficial: fue miembro de la Academia de Bellas Artes francesa, y aunque no dejó nunca de hacer retratos, no supeditó a ellos su ingenio.
Por su visión intelectualizada del arte y su reflexión constante sobre sus elementos formales y el dibujo, hay quien lo considera una figura capital para entender cómo se fragua el arte abstracto.
Repasamos algunas de sus mejores obras:
Aquiles recibiendo los embajadores de Agamenon, 1801. Recoge Ingres un episodio de la Iliada de Homero. Presenta desnudos idealizados y una voluntad de aplanamiento desde la perspectiva arcaizante; las siluetas se articulan en la composición como yuxtapuestas. Sigue el pintor el modelo de los vasos arcaicos; también el mobiliario y los cascos tienen carácter historicista.
Autorretrato, 1804. Aquí tenía Ingres 24 años y este es un autorretrato plenamente romántico, de carga psicológica intensa, naturalista, técnicamente muy logrado y, en conjunto, perspicaz. Elude Ingres la frontalidad: se encuentra de perfil, una novedad respecto a los retratos románticos, en los que el rostro y la mirada tienen mucha importancia. Gira y tuerce la cabeza hacia nosotros.
Se trata de un retrato sobrio, pero Ingres viste como un dandy romántico, dentro de la modestia. En la mano lleva una tiza, que alude indirectamente a su condición de artista. Se presenta con personalidad, subrayando su singularidad: fijaos en los fruncidos de su camisa. Comparado con los ultraclásicos, contemporáneos suyos, no tiene su voluntad de irrealidad y evanescencia, concierta mejor con los acentos realistas del retrato de David.
Retrato de Jean François Gilbert, 1804-1805. Ingres nunca repitió un retrato, a diferencia del resto de artistas europeos, como su amigo Madrazo, y siempre estudiaba el modelo de rostro, la estructura corporal… Gilbert, un funcionario común, va correctamente vestido, aunque sin lujos, y su posición es combada, con los brazos curvados, dejando casi descuidado el pequeño bastón.
Rostro y mirada son expresivos, y realiza el artista un complejo análisis del cuerpo: las curvas aportan tensión, movimiento. Además de cuidar el dibujo, Ingres fue un refinado colorista (mirad el traje marrón y la corbata negra), aunque no basase sus composiciones en el color. Destaca también la calidad de los reflejos, detalla las arrugas, su monóculo caído y la sortija en la mano izquierda.
Madame Rivière, 1805. Supone un claro aumento de la calidad en la producción de Ingres, al que le interesaba mucho formalmente el cuerpo femenino, más accidentado que el masculino, un aspecto nada ortodoxo. El cuerpo masculino es más reductible a un canon matemático, pero pintar el cuerpo femenino es un desafío asumido por pintores de tradición anticlásica, como Rembrandt, o por pintores galantes.
En el caso de Ingres, los giros del cuerpo son espectaculares. Los pechos apuntan oblicuamente al frente y a la derecha y el rostro hacia la izquierda, lado hacia el que también se tuercen el tronco y las piernas. Estamos, por tanto, ante una obra de gran complejidad.
El interés por la curva se manifiesta ya desde el rostro; todo el cuerpo son curvas que se inscriben unas en otras. A Ingres le apasionaba lo curvilíneo y hace dinámico lo estático: torsiona la figura femenina en primer plano y el atuendo femenino le permite desarrollar su refinado sentido de los detalles y el color, de ahí que sus pinturas hayan sido estudiadas por los historiadores especializados en vida cotidiana y moda. El gusto por el detalle evoca el poder de lo primitivo.
Napoleón en el trono imperial, 1806. Se inspira Ingres aquí en el Cristo Imperator de Van Eyck: presenta a Napoleón entronizado, con una tiara que simboliza su triunfo. Sabemos que era obsesión del emperador secularizar los grandes iconos sagrados.
Bañista (desnudo femenino), 1807. Aquí Ingres ofrece una visión no común de un desnudo de espaldas, con el antecedente de Velázquez. El desnudo femenino solo ha sido frecuente en la pintura desde que lo realizaron los venecianos del siglo XVI. Este no llega a tres cuartos y se dispone oblicuamente de espaldas.
La modelo gira intensamente el rostro, que queda de perfil aunque mostrando casi los dos ojos y el rostro casi por completo. También un pecho queda de perfil. Ingres intenta que veamos a la mujer de espaldas y de frente en un solo plano y también cruza sus brazos y curva su espalda en un juego curvilíneo, subrayando la sensualidad del cuerpo.
Bañista Valpinçon, 1808. No se impone al espectador de forma espectacular, pero es un desnudo revolucionario. Se encuentra de espaldas, rompiendo con el canon clásico de geometrización del cuerpo e iniciando una exploración de la anatomía femenina no solo como objeto intelectual, sino como problema abstracto, pictórico. Estudia su torsión, sus rincones ocultos, y expresa en un solo plano todas sus cualidades abstractas.
La modelo gira la cabeza a la derecha, el torso hacia la izquierda, y mira hacia la derecha y hacia abajo. Por su compleja posición, se pronuncia su espina dorsal, que crea una curva. Vemos completa su espalda, solo una parte del rostro, una pierna de perfil y una planta del pie, elemento anatómico este muy poco visto.
Esta bañista representa la apoteosis de lo curvilíneo en un cuerpo estático. Tradicionalmente, la sensualidad se avivaba mediante contrastes cromáticos, pero esta obra se concibió en una estudiada monocromía de grises azulados y blancos, tonos fríos. No hay empastes, parece una anatomía acristalada; solo hay dos notas de color: el pañuelo rojo del pelo y el carmín del zapato, tan violentas como discretas.
El dibujo virtuoso lo encontramos, sobre todo, en las arrugas de la toalla enrollada en el brazo y en las de la sábana y la cortina.
Edipo y la esfinge, 1808. Pese a su academicismo inicial, Ingres tuvo muchos problemas para lograr el reconocimiento público. El crítico Théodore Silvestre dijo, viendo esta obra, que era “un chino extraviado en Atenas”, porque lo único clásico del cuadro es el tema. Vemos etrucismo en el desnudo idealizado, dibujado en primer plano, y a diferencia de los ultraclásicos, no utiliza Ingres aquí recursos como la fosforescencia, conservando cierto naturalismo.
El diálogo de Edipo y la esfinge remite a la fascinación de la época contemporánea por los monstruos y fantasmas. La esfinge es vista con brutal naturalismo, como mezcla entre mujer, felino y pájaro, con alas y pechos erguidos; es una figura muy romántica, horripilante, ¿transgénica?, en una caverna pintada con esmero cuya oscuridad contrasta con el día luminoso.
Lo único que parece sereno y real es Edipo, que quiere liberar Tebas. La obra lo tuvo todo de anticlásico.
Retrato de Monsieur Bertin, 1832. Bertin era un empresario de prensa, que en aquel momento empezaba a tener una importancia creciente en la vida pública. Ingres tardó años en acabar este retrato, sobrio, de un personaje típicamente burgués y discreto; lo pinta con esmero e interpretando su personalidad. Picasso se emplearía después en el retrato de Getrude Stein en la misma posición.
El cono que forma la figura del personaje está inserto en el cilindro marcado por la silla: a Ingres le interesa el orden clásico de pura forma y el orden griego que reduce lo visible a un canon matemático. Gira la posición de sus brazos para formar un cilindro. En el barniz se refleja la ventana, como vemos en El matrimonio Arnolfini y los primitivos flamencos: interpenetra espacios como los pintores holandeses de la segunda mitad del siglo XVII y anticipa el cubismo en la presentación de todo el espacio en un solo plano.
El baño turco, 1862. Es su obra maestra, muy influyente en el arte contemporáneo: Picasso le dedicó una serie. Representa la apoteosis carnal a través de numerosos desnudos en posiciones distintas. Y para culminar lo curvilíneo de los cuerpos, el cuadro tiene forma circular.