El rebobinador

Degas, devoto de Ingres, retratista por gusto

Como Manet, Edgar Degas (1834-1917) procedía de una familia acomodada y abandonó su formación en Derecho para dedicarse a la pintura. Viajó por Italia entre 1858 y 1860 y emprendió aún varias composiciones académicas tras aquel periplo; de hecho, el primero le reprocharía que hubiera roto tan tarde con la “pintura de historia”. Su conocimiento profundo de la tradición no le impediría experimentar un creciente interés por los temas urbanos contemporáneos, que compartió con los impresionistas. Una nota suya de 1867 rezaba: Ah, Giotto, déjame ver París, y tú, París, déjame ver Giotto.

Frente al gusto de Manet por la improvisación, Degas trabajaba normalmente con estudios previos, desde una deliberación académica. Él mismo confesaba la falta absoluta de espontaneidad en sus obras: Ningún arte es menos espontáneo que el mío. Lo que hago es el resultado de la reflexión y del estudio de los grandes maestros; de la inspiración, la espontaneidad, el temperamento… no sé nada. Sus composiciones audaces, que parecen casuales, son en realidad efectos calculados.

Ningún arte es menos espontáneo que el mío. Lo que hago es el resultado de la reflexión y del estudio de los grandes maestros; de la inspiración, la espontaneidad, el temperamento… no sé nada.

El artista participó en la mayor parte de las muestras organizadas por los impresionistas, pero su estética está lejos de la de sus paisajes al aire libre y su estilo no podemos considerarlo, estrictamente, impresionista. Él mismo prefería que se le considerarse realista o independiente. Lo que más distingue a Degas de aquel grupo es, sin embargo, su marcada devoción por Ingres, del que llegó a poseer decenas de pinturas y dibujos; admiraba la pureza de sus trazos y solía repetir el consejo que aquel le dio cuando le conoció: Haga muchas líneas, joven, muchas líneas.

En realidad, la advertencia solo le sirvió como punto de partida, porque su obra evolucionaría del dibujo al color, de lo lineal a lo pictórico, y se sirvió del pastel como puente.

Degas. Retrato de Thérèse Morbili, hacia 1869. Colección particular
Degas. Retrato de Thérèse Morbili, hacia 1869. Colección particular

Hasta mediados de la década de 1870, casi la mitad de la producción de Degas la constituían retratos. Sin embargo, como Manet, él tampoco fue retratista por encargo, sino por gusto, para amigos y familiares como su hermana Thérèse, a la que pintó en 1869 vestida de calle, de visita en casa de su padre en París, en una pose convencional y con expresión de timidez y reserva. Hay en esta composición una simetría extraña: la cabeza y el brazo derecho en que esta se sostiene dominan la mitad superior, mientras que su reflejo invertido en la mitad inferior lo encontramos en el sombrero y en el brazo izquierdo que lo sujeta.

En 1876, el crítico Edmond Duranty, que era amigo de Degas, proponía a los artistas atender a la vivienda para indicar rasgos de la personalidad y la posición social del retratado. La de Thérèse, llena de muebles y tapizada en terciopelo, sugiere refinamiento y también agobio: un gusto rococó. La propia técnica del pastel, aplicada con suave precisión y una gama de colores discreta, indica un homenaje a los pintores del siglo XVIII.

Del mismo año data La planchadora, imagen con la presencia de un retrato; la disparidad compositiva se debe a diferencias sociales. Degas fue un observador sagaz de las clases populares, de ahí sus abundantes imágenes de planchadoras, sombrereras… o bailarinas, que no dejaban de ser también asalariadas. Frente a la languidez de su hermana, destaca en esta obra el vigor de la planchadora, notable en su frontalidad y en su postura. Además, el espacio que en el retrato de Thérèse era angosto y profundo es, en este caso, plano, y ese efecto queda reforzado por el velo que plancha, que se extiende hasta coincidir con la misma superficie del lienzo.

Por otro lado, frente al acabado impecable del pastel en la pintura dedicada a su hermana, en la de La planchadora han quedado visibles las correcciones, los arrepentimientos en los dibujos de los brazos. Las texturas de los paños colgados, que se añadieron años después, son ásperas pero menos ricas que las telas que tapizan el interior de Thérèse.

Degas. La planchadora, 1869. Neue Pinakothek, Múnich
Degas. La planchadora, 1869. Neue Pinakothek, Múnich

Hablando de bailarinas, Degas dedicó muchos estudios a los espectáculos: el ballet, la ópera, el circo, el music-hall y las carreras ecuestres. Rompiendo convenciones, no mostró nunca a los caballos al galope, sino recorriendo la pista al paso, apacibles frente al bullicio del público.

Ya en vida recibió el autor  el sobrenombre de “pintor de bailarinas”, calificativo que él odiaba. Acudía regularmente a la ópera y visitaba las clases en que el maestro de danza entrenaba a las chicas, las llamadas ratas. El crítico Octave Mirbeau las comparaba con los jinetes que también Degas pintaba porque le ofrecían grupos de figuras en acción sin necesidad de urdir narración alguna. Los ejercicios atléticos de unos y otros constan de movimientos calculados y exactos, fruto de una disciplina que también el propio artista practica en la pintura.

Degas. Bailarinas en la barra, 1876-1877- Metropolitan Museum
Degas. Bailarinas en la barra, 1876-1877. Metropolitan Museum

En la mayoría de estas obras, el pintor no representa actuaciones públicas, sino ensayos: solía destacar la presencia del suelo, visto desde arriba, del parqué que tiende a elevarse al plano de la superficie pictórica. En Bailarinas en la barra, la composición asimétrica en diagonal y el desplazamiento de las figuras hacia un rincón -otras veces aparecen cortadas por el marco- crea un efecto inestable, de impresión casual.

Ese efecto suele achacarse a la influencia de la fotografía y las estampas japonesas, pero también puede deberse a cierta tradición de la pintura europea: desde Veronés al pastelista dieciochesco Liotard. La rica factura de la pared amarilla la logró combinando el óleo con la pintura a la esencia, una técnica en la que se extrae el aceite de los pigmentos dejándolos secar y diluyéndose después con trementina.

En sus cuadernos de apuntes, Degas llevaba una crónica visual de la vida parisina, de sus lugares y figuras características, que luego trasladaba a sus pinturas. El El café-concert Les Ambassadeurs aplicó uno de sus recursos habituales: las formas oscuras en primer plano (el mástil del contrabajo y las cabezas) nos introducen en la escena y acrecientan por contraste la distancia y el resplandor de las figuras en el escenario.

Como en otras imágenes de teatro y cabaret, juega Degas con el punto de vista y la luz artificial, proyectada a menudo desde abajo. La pintura es un monotipo (impresión única obtenida con una plancha de metal o vidrio sobre el que se pinta); el color vivo de los vestidos de las cantantes y actrices se logró mediante pastel. Nunca dejó Degas de hacer experimentos materiales: usaba veladuras al modo tradicional, a veces, pero también mezclaba diversas técnicas o aplicaba la pintura de la forma más heterodoxa, incluso con dedos o trapos.

Degas. El café-concert Les Ambassadeurs, 1875-1877. Musée des Beaux-Arts de Lyon
Degas. El café-concert Les Ambassadeurs, 1875-1877. Musée des Beaux-Arts de Lyon
Degas. Bailarina mirándose la planta del pie derecho, 1895-1910. Metropolitan Museum
Degas. Bailarina mirándose la planta del pie derecho, 1895-1910. Metropolitan Museum

Tenemos que hablar también del Degas escultor. La renovación de esa disciplina en la segunda mitad del siglo XIX tuvo mucho que ver con la pintura: sus precursores fueron pintores como Daumier o Géricault, con sus incursiones en la talla y el modelado, respectivamente. A fines del siglo XIX y comienzos del XX, el propio Degas, Gauguin, Matisse, Renoir y Bonnard cultivaron la escultura de forma más o menos regular, produciendo tanto experimentos como obras maestras.

Incluso la obra del mayor escultor de entonces, Rodin, está impregnada de rasgos pictóricos que lo acercan a los impresionistas: la búsqueda de efectos lumínicos y movimiento tendentes a la forma.

Degas había empezado a modelar caballos y bailarinas para resolver algunos problemas planteados por su pintura, pero poco a poco, y sobre todo a raíz de sus problemas de visión, le dedicó a la escultura cada vez más tiempo y esfuerzo. En una de sus figuras de bailarinas advertimos, como en su pintura, la búsqueda del movimiento instantáneo sin renunciar a un equilibrio clásico.

La bailarina de Degas puede compararse con la estatura Iris, mensajera de los dioses de Rodin, con una expresión más intensa y violenta. En pleno salto de danza (parece que una bailarina de cancán posó para el artista), las piernas abiertas forman un arco en la máxima tensión cuyo centro es el sexo. Al igual que Degas cortaba a veces sus figuras en el borde del lienzo, el autor de El beso prescinde de la cabeza y el brazo de la figura y concentra la expresividad en el resto de los miembros.

Rodin. Iris, mensajera de los dioses, 1890-1981. Colección Hirshhorn, Nueva York
Rodin. Iris, mensajera de los dioses, 1890-1981. Colección Hirshhorn, Nueva York

 

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