José Gutiérrez Solana era cinco años más joven que Picasso y perteneció a la generación posterior a Zuloaga y, aunque no es muy conocido, fue escritor además de pintor, tanto que Cela le dedicó, por esa faceta, su discurso de ingreso en la RAE (también le influyeron su estilo y personajes y sus Viajes a la Alcarria parodian los que Solana hacía por Castilla).
Escribió Florencio Cornejo, La España Negra, en homenaje a Regoyos, y varios libros de viajes en torno a los arrabales de Madrid: lo que nunca vemos, que es lo más próximo. Se interesó por los barrios humildes y de sabor más potente y los exploró sin buscar características regionales, ni tampoco la regeneración de España a través de Castilla al modo de los noventayochistas.
Nació en Madrid casualmente, pues sus padres, indianos, procedían de Cantabria, pero en la capital vivió buena parte de su vida y adquirió fama de personaje singular. Y su reconocimiento en Europa fue tardío, pero miró con interés la vanguardia internacional y fue tomado como uno de los representantes del realismo europeo de los treinta. Repasamos algunas de sus pinturas:
Chulos y chulas, 1906. Representó personajes típicamente madrileños, como Goya hizo con sus majos. Habitualmente a ellas se las distingue por su mantón y su peineta; a ellos, por su pañuelo blanco y su gorra y, a todos, por su gracejo propio, sin embargo, Solana opta por componer con todos una alineación de seres siniestros con fondo oscuro y aire tétrico. No solo es esta una imagen expresionista, sino muy estampada, nada terminada, vinculada a los movimientos europeos emergentes. Con ellos se relaciona su empaste y las mezclas cromáticas, más bien arbitrarias.
El ermitaño, 1907. Muestra su interés por los grabados populares y una voluntaria tosquedad nacida de parodiar imágenes también populares, en este caso devocionales. Se relaciona con Picasso y las vanguardias: le fascinaba el Aduanero Rousseau y conoció la rusticidad y el estilo naïf.
Tomó la imagen de un grabado tradicional, pero la tosquedad no es solo fruto de la parodia, sino también de la liberación de los estereotipos de los sistemas tradicionales de representación. Su realismo es intensamente patrio, por su desinterés por la perspectiva, al estilo de Zurbarán, lo que da fuerza a sus obras. La figura trasluce su intensidad interior.
Las vitrinas, 1910. A Solana le fascinaban los museos exóticos de escasos visitantes, los de cera y el de escultura de Valladolid por su imaginería, la fantasmagoría, los muñecos y autómatas. De esta obra realizó dos versiones, introduciéndose en una fantasía macabra con notas expresionistas. Le influyen los pasos procesionales de Fernández y Montañés, pero también el gusto español por lo grotesco, ya desde Velázquez. Si descuida la perspectiva es, como decimos, más que voluntariamente: se había formado en San Fernando.
Entierro de la sardina, 1912. Remite de nuevo a Goya, lo macabro y al mundo de las máscaras de Ensor, con quien comparte aire surreal y alucinado pero no cromatismo: el de Solana es más severo y español, con tonos parduzcos de resonancias escatológicas.
El lechuga, 1915-1917. Retoma un asunto que había aparecido más tímidamente en Zuloaga: el de los toreros. El Lechuga era un veterano, un curtido hombre de pueblo cuya figura se recorta aquí con patetismo en el paisaje castellano. También lo presentó junto a su cuadrilla, que parece movida en ese retrato de grupo por el automatismo de los muñecos.
Mujeres de la vida, 1915-1917. El tema lo abordó también Romero de Torres, quizá impresionado por esta imagen, pero el tono de Solana no es imitable. Vemos a una celestina y prostitutas de todas las edades en una atmósfera de pobreza; podría tratarse de un prostíbulo ambulante. Lleva Solana a su culminación el proceso de desfolclorización de la visión romántica de España y busca la intrahistoria desde un enfoque nada complaciente: le interesa la pobreza de la gente o su genialidad en medio de la miseria y el aislamiento.
El carro de la carne, 1919. Regoyos abordó más enfáticamente el asunto del comercio de la carne tras una corrida de toros, pero su imagen del despelleje de las reses es algo más trivial. En esta época eran frecuentes los despachos de mercado natural no controlado y la imagen de Solana tiene mucha fuerza y realismo: en el suelo empedrado, el humo de la fábrica, el carro, las mulas, las reses colgadas…
Tertulia del Café Pombo, 1920. Esta obra, en el Museo Reina Sofía, da las claves del complejo universo de Solana. Administraba su imagen pública de modo que a veces se mostraba muy creativo y, otras, a la defensiva, como hombre primario pese a su cultura y refinamiento. Cultura que deja patente ya la identidad de sus amistades, como Gómez de la Serna, que dedicó un libro a esta obra, o Bergamín.
Se trata de un retrato colectivo, un género con gran tradición en la historia del arte desde el siglo XVII y Hals hasta la conversation piece británica, pero la tertulia es una costumbre muy española que solo podían practicar entonces personajes particulares: retratistas o bohemios que no trabajaban.
Esta obra remite también al Folies Bergère de Manet, por el uso del espejo, las figuras de frente y de espaldas y las botellas acumuladas, y porque Gómez de la Serna, como la camarera del francés, tiene la mirada ausente.
Prima el estatismo, pese a la conversación animada, y la composición es compleja, muy a la española, por su relación con la Última Cena. Obsesionó a los pintores la disposición de los doce apóstoles alrededor de una mesa; aquí Solana seculariza lo sagrado e introduce el pasado en el presente, en lo simbólico y en lo formal.
El viejo profesor de anatomía, 1920-1930. Retrata a un personaje anónimo, un profesor que exhibe los atributos de su actividad: libros apilados, calaveras, esqueletos… No es una obra realista, pues lo real se mezcla con lo fantástico, en línea con la vanguardia de entreguerras.
Las coristas, 1925. Trata de nuevo el tema de la prostitución desde un punto de vista grotesco y capta a las coristas en la intimidad del vestirse. Sabemos de su pobreza por la ropa y porque se encuentran en un lugar frío: una taberna o prostíbulo de Castilla. La escena es estremecedora por cruda e inesperada, ni siquiera presenta un erotismo negro, sino que resalta lo sucio y repulsivo, lo pobre y siniestro.
En lo formal, no rehúye dificultades: presenta las figuras de cuerpo entero, bien modeladas, aunque con carácter expresionista. Su antecedente es Courbet, que trató el mismo tema en piezas también de gran formato y mostrando el realismo de la vida cotidiana. Y el mismo asunto representaron Daumier y Manet, pertenecientes a la genealogía pictórica francesa que instituyó el valor de la pintura española y su gama cromática.
El espejo de la muerte, 1929. De nuevo lleva a cabo una apoteosis de lo macabro mezclando realidad y fantasía. Una mujer vestida de muñeca abre un baúl de donde sale una calavera y el esqueleto de un niño. En el espejo del fondo no se refleja nada, indicador de que… quien contempla no está vivo.
Superpone elementos populares, como las dos manos de despedida, al estilo de un collage, y el joven es una figura entre carnal y esquelética, en una nueva exageración paródica de lo macabro.
El garrote vil, 1931. Se trata de una ejecución pública con muchas connotaciones simbólicas. Destaca el localismo en las figuras del primer término y el sistema arcaizante de narración pictórica, comenzando por los momentos previos a la ejecución. Aparece un monje mercedario dedicado a la atención a los presos y la guardia civil acompañando al cautivo (conjunto emblemático). Como fondo, dispuso un sombrío paisaje castellano cuya luz remite al Greco y Goya.
Alcanza aquí Solana la máxima rotundidad expresiva de la España negra, cuya representación era llevada a cabo por artistas muy cosmopolitas. Él tuvo continuas conexiones internacionales, pero sus planteamientos son más radicales, pues borra cualquier elemento pictórico atrayente desde el punto de vista de la imagen romántica de España.
Mujer ante el espejo, 1931. Hace referencia a la Venus velazqueña, pero esta es una mujer enjuta y delgada de erotismo extraño. Tiene los pómulos marcados y el rostro castigado por el sol, y su mano en el pelo nos deja apreciar la delgadez característica de los campesinos entonces.
Solana confronta su mirada con temas más alambicados y obtiene de una campesina que se mira al espejo una imagen erótica sin perder sobriedad salvaje y desafiando el recato.