El rebobinador

Velázquez, poesía sin retórica

Un año más joven que Zurbarán y dos mayor que Alonso Cano, Velázquez nació en Sevilla en 1599 y forma, por tanto, parte de esa generación de pintores nacidos con el siglo XVII a la que pertenecen, fuera de España, Van Dyck y Bernini. También fue contemporáneo de Calderón de la Barca.

Al final de su vida solía firmar como Diego de Silva, pero lo conocemos por su apellido materno y con él solo figuraba en el nombramiento como pintor de Felipe IV. A los doce años ya se formaba junto a Francisco Pacheco, que tuvo la suficiente perspicacia para descubrir su talento y también respetar su personalidad. Quizá no aprendiera mucho de él en términos estrictamente pictóricos, pero sí le debe el haberse formado en un ambiente culto, de gentes de letras, que le abriría las puertas de la corte; tras un primer intento en 1622, Velázquez, protegido por el Conde Duque de Olivares y por los amigos sevillanos de Pacheco, entre ellos el poeta Rioja, se adentraría en ella al año siguiente y, dado el éxito de su primer retrato de Felipe IV, ya no la abandonaría.

Nombrado pintor de cámara y alternando su actividad artística con sus funciones palatinas (terminó siendo aposentador mayor), transcurrió el resto de su vida en Madrid. A su cargo estuvieron las colecciones reales, por lo que serían sus maestros los grandes pintores presentes en ellas, sobre todo los venecianos. De Rubens había también ya lienzos muy importantes, pero, además, en 1628, el propio artista flamenco se presentó en la corte y fue acompañado en varias ocasiones por el andaluz, que recibiría sus consejos. El más importante pudo ser el de emprender viaje a Italia, traslado que el autor de Las Meninas llevó a cabo en 1629 a costa del monarca. En Venecia se alojó en casa del embajador español, y en Roma, en el Vaticano.

Tras haber visitado las principales ciudades y haber llegado hasta Nápoles, donde debió tratar a Ribera, regresó al cabo de año y medio. Al servicio real continuó haciendo retratos y colaboró en la decoración del Palacio del Buen Retiro.

Veinte años después del primero, realizó su segundo viaje a Italia, ahora enviado a propósito por Felipe IV para adquirir pinturas y estatuas con las que decorar las nuevas salas del Palacio. Fue entonces cuando retrató al Papa Inocencio X. El rey terminaría ordenando su regreso y, nuevamente en Madrid, sería nombrado aposentador de Palacio, cargo importante que le restó tiempo para sus pinceles pero que no le impediría pintar Las Meninas y Las Hilanderas. En 1658 recibiría también el hábito de Santiago y dos años después cuidaría, debido a su oficio, del viaje del rey a la isla de los Faisanes, en el Bidasoa. Aquellos días debieron mermar su salud, seguramente ya débil, y murió mes y medio después.

Físicamente, a Velázquez lo conocemos sobre todo por su autorretrato de cuerpo entero en Las Meninas y por otro, solo de su rostro, en el Museo de Valencia. De su carácter se sabe poco, pero atendiendo a testimonios de quienes lo trataron fue flemático, de ingenio fino, modesto y no ambicioso (socialmente).

Ciñéndonos a su arte, su obra es emblema del naturalismo que inspira al barroco: no contempló la vida desde su ángulo trágico ni espectacular, tampoco desde el extremado realismo. Cuando retrata a un hombre contrahecho, se mantiene a una distancia en que sus “defectos”, sin dejar de ser vistos, permiten sentir atracción hacia el personaje, y cuando interpreta la fábula de Aracne también prescinde de su vertiente grandiosa y la cuenta en el tono más llano y menos retórico posible. Del mismo modo, cuando en su juventud pinta a Baco no representa una animada bacanal, como tantas en que Dioniso aparece recorriendo y alegrando los campos, ni una expresión de animalidad triunfante, sino la manifestación de la alegría que produce el vino, sin extremos. La razón no es, obviamente, una falta de fantasía, sino su temperamento equilibrado.

No contempló la vida desde su ángulo trágico ni espectacular, tampoco desde el extremado realismo.

Su fino sentido naturalista, sin estridencias, ha hecho interpretar a veces sus pinturas como maravillosas instantáneas o espejos portentosos donde el pintor se limita a reflejar la escena que la realidad ocasionalmente brinda a su vista; huelga decir que no es así: estudió cuidadosamente sus composiciones, casi siempre partiendo de otras anteriores.

A las actitudes forzadas y a la yuxtaposición de personajes de sus trabajos de juventud, que delatan sus esfuerzos por dominar el arte de componer, las suceden en su madurez una facilidad en los movimientos y en la agrupación de figuras que ocultan la meditada elaboración previa y nos hacen pensar en la realidad misma sorprendida por el pintor.

Como Zurbarán y Alonso Cano, él también dio sus primeros pasos en el tenebrismo, pero mientras el primero permaneció siempre en él y Cano pasó a un colorido más rico, Velázquez comprendió, hacia 1630, que esa corriente no era sino una primera etapa al abordar la gran cuestión de la luz. Entendió que esta no solo ilumina los objetos, la gran preocupación de los tenebristas, sino que permite ver el aire entre ellos y cómo ese mismo aire hace que las formas pierdan precisión, y los colores brillantez. Se dio cuenta, por tanto, de la existencia de la perspectiva aérea y se lanzó a su conquista.

No solo supuso para él un problema técnico: encontró su vertiente poética y hermanada por la luz, en la estela de Uccello, Piero della Francesca o los holandeses del mismo siglo XVII.

Aclaró su paleta, dejando a un lado los tonos opacos de su juventud, pero el cambio no fue precipitado y en él tuvo que ver su conocimiento de las colecciones reales, el contacto con Rubens y el primer viaje a Italia. Allí asimilaría el colorido veneciano, sobre todo el frío y plateado de Veronés y Tintoretto. También transformó su factura: en su etapa tenebrista, la pasta de color era de grosor uniforme; tras 1636, piensa más en la virtud del color mismo vivificado por la luz y en sus efectos en la retina. Ese proceso culminará en Las Meninas y en el Paisaje de la Villa Médicis, donde las pinceladas, contempladas de cerca, resultan inconexas, pero a la debida distancia ofrecen la más cumplida apariencia de la realidad.

Los años sevillanos de Velázquez son la época de sus bodegones, de composición sencilla, con dos o tres personajes de medio cuerpo en torno a una mesa. La luz en ellos es violenta, típicamente tenebrista, y el colorido oscuro; los rostros y manos, morenos. A esta etapa corresponden Vieja friendo huevos, Cristo en casa de Marta y María, el Aguador o la Adoración de los Reyes.

Velázquez. Cristo en casa de Marta y María, hacia 1618. National Gallery, Londres
Velázquez. Cristo en casa de Marta y María, hacia 1618. National Gallery, Londres
Velázquez. Adoración de los Reyes Magos, 1629. Madrid, Museo Nacional del Prado
Velázquez. Adoración de los Reyes Magos, 1629. Madrid, Museo Nacional del Prado

En los seis años transcurridos entre su traslado a Madrid en 1623 y su primer viaje a Italia, su estilo comienza a transformarse. Hace los primeros retratos de la Familia Real, pinturas de temática histórica o mitológica y probablemente inicia su serie de bufones.

De esos retratos, uno de los más tempranos es el del infante Don Carlos, aún sensible al tenebrismo, pero también tendente a la naturalidad, la elegancia sin afectación: a la gravedad española. En el de Felipe IV de aquel momento, de actitud más distinguida, las sombras del tenebrismo casi desaparecen. A la misma época responde el retrato de Calabacillas y este periodo se cierra con Los Borrachos o El triunfo de Baco, en el que el tema mitológico es interpretado en ese plano esencialmente humano que empleará en lo sucesivo, pero la iluminación se caracteriza por violentos claroscuros.

Velázquez. El triunfo de Baco o Los borrachos, 1628-1629. Madrid, Museo Nacional del Prado
Velázquez. El triunfo de Baco o Los borrachos, 1628-1629. Madrid, Museo Nacional del Prado
Diego Velázquez. Cristo crucificado, hacia 1632. Museo Nacional del Prado
Diego Velázquez. Cristo crucificado, hacia 1632. Museo Nacional del Prado

El citado contacto con Rubens y el primer viaje a Italia contribuyeron poderosamente a transformar su estilo. En La fragua de Vulcano el tenebrismo ha desaparecido y la precisión de la forma comienza a ceder ante el interés por la perspectiva aérea y por una técnica más fluida. La Fragua representa el momento en que Apolo descubre a Vulcano la infidelidad de su esposa, asunto del que otros intérpretes acentuaron su crudeza; Velázquez se centra en el efecto que la noticia produce en el marido burlado. El cotejo de esta obra con Los borrachos da cuenta del progreso realizado. A esos años en torno al primer viaje a Italia debe corresponder también su Cristo en la cruz, modelo de serenidad majestuosa y de emoción religiosa, con pies y manos sangrantes y el rostro medio oculto por la cabellera.

La gran obra velazqueña de la cuarta década del siglo XVII son sus pinturas para el Salón de Reinos: una serie de enormes lienzos dedicados a hechos gloriosos del inicio del reinado de Felipe IV que se distribuyeron entre grandes pintores del momento. Uno de ellos fue La rendición de Breda, que representa el momento en que Justino de Nassau, tras una valiente defensa, entrega la llave de la ciudad a Ambrosio Spínola, marqués de los Balbases. Velázquez no imaginó a este con gesto victorioso, sino afable y caballeroso con el vencido; el contraste con el tono retórico de otros lienzos de la serie es evidente.

Para la composición general parece que tomó como punto de partida un minúsculo grabado de Abraham y Melquisedec entregando los panes (1553), de Bernard Salomón. Se pudo inspirar, también, en el grupo de los españoles en El expolio de El Greco y en el de los holandeses en el Centurión de Veronés. Hay que fijarse asimismo en el amplio fondo de verdes y azules plateados, uno de sus paisajes más hermosos.

De las dos parejas de grandes retratos ecuestres con que se decoraron los testeros del Salón, solo el de Felipe IV salió por completo de la mano de Velázquez. Se presenta al rey sobre el caballo en corveta, actitud preferida por los escultores barrocos para las estatuas ecuestres. El fondo es una admirable vista de la sierra del Guadarrama.

En el retrato de Isabel de Borbón, la intervención ajena se reduce principalmente a las telas bordadas. El de Felipe III está trazado y, en buena parte, ejecutado por él mientras en el de Doña Margarita su intervención es más reducida. Solo suyo, y una de sus pinturas más encantadoras, es el retrato ecuestre del príncipe Baltasar Carlos, visto en violento escorzo y concebido para ser dispuesto entre los de sus padres, sobre los de la puerta del testero. Aunque no forma parte de este conjunto, debemos citar el gran retrato, también ecuestre, del Conde Duque de Olivares, en el que el valido aparece con bengala de general en la mano y ante un fondo de batalla. Las tintas plateadas de todas estas obras y la maestría de la perspectiva aérea en los fondos dejan claro el largo camino recorrido por el pintor.

A esta misma cuarta década, y a la siguiente, corresponden sus pinturas dedicadas a bufones de la corte; antes había pintado, en sus primeros años madrileños, a Calabacillas de pie y, poco después de su primer viaje italiano, a Pablo de Valladolid. En los más tardíos, como El niño de Vallecas o Sebastián Morra, prefirió el tamaño pequeño y los mostró sentados.

Velázquez. La rendición de Breda, 1634. Madrid, Museo Nacional del Prado
Velázquez. La rendición de Breda, 1634. Madrid, Museo Nacional del Prado
Velázquez. Las Meninas, 1656-1657. Madrid, Museo Nacional del Prado
Velázquez. Las Meninas (fragmento), 1656-1657. Madrid, Museo Nacional del Prado

Continuó Velázquez retratando (Felipe IV, Conde de Benavente, Dama del abanico) y también cultivando temas mitológicos (Mercurio y Argos, Venus del espejo), pero son los retratos reales los que consumen la mayor parte de su tiempo. Poco antes de morir, en 1656-1657, llevó a cabo Las Meninas, el retrato de la infanta Margarita atendida por doña Agustina Sarmiento y doña Isabel de Velasco. Completan el grupo, en segundo término, doña Marcela de Ulloa y un guardadamas y, en primer término, María Bárbola y Nicolasito Pertusato. Al fondo, en la puerta, aparece el aposentador José Nieto, mientras en el espejo vemos a los reyes, Felipe IV y Mariana de Austria, que posan ante el pintor que trabaja en el caballete. El valor esencial de esta obra, siendo extraordinarios sus retratos, reside en la citada perspectiva aérea.

A estos últimos años corresponden también un retrato de busto de Felipe IV, frisando sus cincuenta, y otro de la infanta Margarita, pero también otras obras capitales. Tras volver de su segundo viaje a Italia, pintó Las hilanderas, donde la perspectiva aérea es tan esencial como en Las Meninas. Durante mucho tiempo se pensó que se trataba de una representación del obrador de tapices de Santa Isabel, con unas damas al fondo contemplando uno de ellos, pero hace décadas sabemos que el tema representado en la sala del fondo es la escena en que Minerva, desafiada por Aracne en el arte de tejer, al ver cómo ha volcado en su tapiz las flaquezas de los dioses (entre ellas el rapto de Europa por Júpiter), va a convertirla en araña que tejerá eternamente.

Las damas que contemplan la escena son las jóvenes que, según Ovidio, acuden a contemplar las admirables labores de Aracne, y las obreras del primer término, las del taller de la tejedora desdichada. La composición pudo inspirarse en dos Ignudi de la bóveda de la Capilla Sixtina, de Miguel Ángel.

Diego Velázquez. Las hilanderas o La fábula de Aracne, 1655-60 . Madrid, Museo Nacional del Prado. Ejemplo de metapintura
Velázquez. Las hilanderas o La fábula de Aracne, 1655-1660 . Madrid, Museo Nacional del Prado

Comentarios