El rebobinador

Arte neoclásico: mirar atrás frente a la exuberancia barroca

Como en tantas ocasiones hablando de denominaciones de movimientos artísticos, la de neoclasicismo, surgida a principios del siglo XIX, fue en un inicio peyorativa: se utilizó para referirse a una etapa temprana del conjunto de esta corriente a la que se atribuyó una imitación fría de los modelos griegos y latinos, derivando en creaciones teóricamente impersonales y asépticas.

En su desarrollo, estas tendencias coexistieron con aquellas que prefiguraron el romanticismo y con los últimos coletazos del barroco y el rococó, cuyos rasgos perviven aún en obras, por lo demás, de planteamiento clásico. No podemos decir, por tanto, que ningún periodo cronológico pueda identificarse de manera plena con el neoclasicismo: en la segunda mitad del siglo XVIII y las primeras décadas del XIX confluyó una pluralidad de estilos y, en todo caso, el tenido por neoclásico fue mucho más que una simple replica distanciada del arte antiguo.

Sí se puede afirmar, de cualquier modo, que en esta etapa encontramos una observación atenta de los modelos grecolatinos, la coexistencia de diferentes tendencias artísticas y, en general, el menosprecio de los elementos formales barrocos y rococós, tal y como señalan casi todos los teóricos, desde Wölfflin y Frankl. Se trata de una fase en la que convivieron diferentes corrientes, pero en la que tuvo especial peso el retorno a los ejemplos proporcionados por el mundo clásico, que implicaba una ruptura con la anterior exuberancia barroca y con la sensualidad y el amaneramiento del rococó.

Entre las distintas artes, las que más cercanía mantuvo con la tendencia clásica fue la arquitectura, seguida de la escultura y la pintura, y los núcleos esenciales del retorno al arte clásico fueron Roma y París.

A la capital italiana acudieron, precisamente buscando clasicismo, Winckelmann y Mengs; el primero, en Pensamientos sobre la imitación de las obras griegas (1755), postuló muy tempranamente la “noble sencillez” y la “serena grandeza” del mundo antiguo. Su Historia del arte de la antigüedad (1764) se considera hoy piedra angular del neoclasicismo.

En París, los tratados de Charles Etienne Brisseux y Jacques François Blondel concedieron importancia al arte clásico y, tras viajar a Italia, Marigny y Soufflot lo defendieron en sus textos como expresión de una equilibrada sensibilidad y actitud vital.

Esos contactos entre Francia e Italia quedaron reforzados por los lazos de los artistas galos con la Academia de Roma; la transformación del gusto francés fue paralela al hallazgo de nuevas soluciones en la ciudad eterna, aunque en Francia el neoclasicismo se desarrolló de forma autónoma y muy característica.

En el resto de los países europeos, los rumbos artísticos siguieron las sendas marcadas por esos dos núcleos. Las pautas neoclásicas se fueron desarrollando en unos u otros con mayor o menor fuerza, según los condicionamientos impuestos por sus circunstancias sociales y culturales, pero los filósofos, moralistas, pensadores y artistas de la Ilustración en unas y otras geografías mantuvieron una actitud análoga de innovación frente a la tradición: coincidían en la necesidad de fundamentar su pensamiento en la razón, en una fe ciega en la experimentación y una oposición, de principio, al absolutismo monárquico.

Antón Rafael Mengs. Autorretrato, 1761 – 1769 . Museo Nacional del Prado
Antón Rafael Mengs. Autorretrato, 1761 – 1769 . Museo Nacional del Prado
Antonio Canova. Las Tres Gracias, 1815-1817
Antonio Canova. Las Tres Gracias, 1815-1817. Museo del Hermitage

La planificación de la educación y los programas de reforma social tuvieron su repercusión en el campo del arte, mediante la creación de un buen número de academias destinadas a posibilitar la formación del artista. Éste, como todo intelectual, aspiraba a que el valor de su obra no fuese solo formal: se proponía contribuir, a través de ella, a cambiar el mundo. Conforme a la fórmula de D´Alembert Libertad, verdad y pobreza, el artista de la segunda mitad del XVIII reivindicó su independencia intelectual y económica y despreció, en general y en lo posible, ayudas y mecenazgos.

Criticaron los ilustrados a los artistas que, conforme a las tendencias rococó, producían obras sensuales y frívolas (Diderot censuró a Boucher) y alababan a quienes, como Chardin y Greuze, revelaban en su pintura aprobación a la nueva concepción del arte, esto es, a los que lo abordaban desde una finalidad didáctica y moral.

Jean-Baptiste Greuze. La Dama de caridad, 1772-1775
Jean-Baptiste Greuze. La Dama de caridad, 1772-1775. Musée des Beaux-Arts, Lyon

El interés por el mundo clásico no era, en realidad, nuevo: a principios del siglo XVIII, Shaftesbury abogó por la revalorización del mundo griego en la confianza de encontrar en él soluciones para problemas estéticos de su tiempo. Esas teorías serían el punto de partida de las del mencionado Wincklemann, estudioso del sentido de la belleza en el arte griego y convencido de la posibilidad de acceder, a través de la estética, a la vida espiritual.

Preconizó el alemán (nacido, curiosamente, en una ciudad llamada Stendal) un nuevo ideal de belleza fundamentado en las obras helenas. Mengs fue seguidor y amigo suyo y se dejó influir por él en cuanto a su interés por la epopeya y la mitología mediterráneas.

El interés por el pasado grecolatino no se limitó a la teorización: la convicción de que las enseñanzas de la Antigüedad sólo podían encontrarse en los territorios donde se habían producido sus mayores logros determinó la realización de numerosos viajes, que a su vez se materializaron en libros y artículos, ampliándose el conocimiento del mundo clásico. En Las ruinas de los mejores monumentos de Grecia (1758), Julien David Leroy dio a conocer obras clásicas que facilitaron la realización de diferentes proyectos arquitectónicos.

En Grecia e Italia recalaron viajeros muy distintos: hedonistas, estetas y quienes se trasladaban allí con un interés arqueológico. En este periodo fueron vitales las excavaciones de Herculano y Pompeya, en 1738 y 1748 respectivamente, con el patrocinio de Carlos III.

Mitologías e historias de héroes griegos y romanos se difundieron extensamente por las academias, que así contribuían a mantener viva la relación creada con la Antigüedad, pero estos centros no siempre despertaron simpatías: Voltaire afirmaba que fomentaban la vulgaridad en lugar del genio, y Diderot que ahogaban el espíritu artístico. Muchos señalaban que en ellos se favorecía más el comercio que el arte.

Y en esas opiniones, si nos fijamos, late ya la idea romántica de que la capacidad creadora del individuo y los sentimientos humanos deben gozar de plena libertad. Hay que señalar que, en la época neoclásica, el arte fue considerado, además de un problema formal, un problema de sentimiento, ligado, además de a los cánones normativos, a los valores de la imaginación, la sensibilidad y el gusto.

En este terreno, en el que impera la subjetividad, no está de más recordar las categorías de belleza propuestas por Edmund Burke: una delicada, sutil y atrayente, bella por sí misma; y otra belleza de lo sublime, asociada al misterio y lo ininteligible para la mente humana. En las ruinas clásicas, claro, va implícito lo sublime: a través de ellas se perciben las dimensiones del tiempo, su efecto destructor, la existencia breve del hombre.

José de Madrazo. Modellino para La muerte de Lucrecia y el juramento de Bruto, hacia 1804. Museo Nacional del Prado
José de Madrazo. Modellino para La muerte de Lucrecia y el juramento de Bruto, hacia 1804. Museo Nacional del Prado

 

 

BIBLIOGRAFÍA

Isabel Coll Mirabent. Las claves del arte neoclásico. Cómo identificarlo. Arín, 1987

Mario Praz. Gusto neoclásico. Gustavo Gili, 1982

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