El rebobinador

Winckelmann, el romano por voluntad

Sus estudios situaron la cúspide del arte occidental en la Atenas del siglo V a.C. y tuvieron mucho que ver en la gestación del contexto que explica el desarrollo del neoclasicismo: la célebre expresión que atribuyó a la creación griega clásica (noble simplicidad y serena grandeza) llevaría a emprender viaje al sur a muchos nórdicos deseosos de encontrar las huellas de ese ideal antiguo. Uno de ellos sería Goethe, que no se separó de los textos de Wincklemann, a quien consideraba su maestro, en su periplo de dos años por Italia.

Nacido en 1717 en la localidad sajona de Stendal, el alemán no se cansó de repetir que su verdadera vida comenzó en 1756, tras irse a vivir a Roma; antes decía que su existencia era la de un superviviente, la de una suerte de muerto caminando. Hijo único de un zapatero, vivió una infancia muy humilde y se salvó de seguir la profesión paterna gracias a la ayuda económica de sucesivos tutores y maestros, conmovidos por sus búsquedas arqueológicas en las colinas de los alrededores de la ciudad y sus largas consultas a la Ritterplatz, una enciclopedia dedicada a monumentos antiguos.

Siendo muy joven, a los diecisiete, fue enviado al Lyceum de Berlín y allí conoció a otro mentor, Christian Tobias Damm, que exaltaba el griego sobre el latín en una época en que el estudio de aquella lengua y su literatura no gozaban del mismo prestigio. Quedó deslumbrado por los conocimientos sobre la Antigüedad clásica de su alumno y puede que intuyera que estaba destinado a dar a conocer esa riqueza, sin embargo, para complacer a sus padres y a otros maestros, Winckelmann cursó teología, estudios necesarios entonces para optar a un puesto en la administración pública. Hacia ellos manifestó aversión y pronto los abandonó para matricularse en la Universidad de Jena, en medicina y ciencias; su formación la compatibilizó con un empleo como tutor en casa de la familia Lamprecht.

Angelica Kauffmann. Retrato de Winckelmann, 1764. Staedel Museum, Frankfurt

Tendría la oportunidad de contemplar en Postdam su primera exposición de estatuas clásicas: se trataba de vaciados en yeso de copias romanas obtenidas de originales griegos, pero su entusiasmo le llevó a calificar a esa ciudad como Atenas del Norte. Más adelante, trabajaría en la pequeña aldea sajona de Seehausen, donde fue maestro de escuela: inició una etapa a la que se referiría como triste, solitaria y pobre. En cualquier caso, en su tiempo libre, pudo continuar estudiando los clásicos.

Cuando cumplió los treinta, sin embargo, su rumbo daría un giro fundamental. El conde Heinrich von Bünau buscaba quien ordenara su biblioteca, una de las más grandes de Europa, y le ayudara a escribir una historia de los estados alemanes: Winckelmann sería el candidato aceptado y se instaló en el castillo de Nöthnitz, próximo a Dresde, en la que era una de las cortes más refinadas del momento. En los siguientes siete años se dedicó, además de a las tareas para las que fue contratado, a aprender lenguas, continuar sus estudios clásicos y a entablar, asimismo, valiosos contactos.

Aquel sí fue un periodo feliz y la ciudad de Dresde (aunque barroca) rebosaba de actividad cultural. Medio oculta en pabellones mal iluminados, pudo el estudioso conocer la colección de estatuas clásicas de Augusto el Fuerte y a partir de su contemplación, que necesariamente no pudo ser completa, y de aquella muestra de estatuaria en Postdam vertebró en sus horas de ocio un opúsculo de cincuenta páginas que revolucionaría la Historia del Arte como disciplina y pondría broche final al barroco: Reflexiones sobre la imitación de las obras griegas en la pintura y la escultura, que ilustró su amigo Adam Friedrich Oeser.

Si Bernini, casi odiado por el alemán, animaba a sus discípulos a imitar la naturaleza, nuestro autor creía que la representación nunca podría estar a la altura del ideal, por tanto, para alcanzar la perfección, era más conveniente copiar a los antiguos griegos. La publicación tuvo éxito, se tradujo al inglés y el francés y por ella recibió de Augusto III, rey de Polonia y elector de Sajonia, una pensión de 200 táleros para continuar sus estudios en Roma. Además, el nuncio papal en la corte de Sajonia, Alberigo Archinto, impresionado por su erudición, le habló de las excavaciones iniciadas en Pompeya y Herculano, de la amplísima biblioteca del Vaticano y de los museos, y le prometió buscarle allí un empleo con la condición de que se convirtiera Winckelmann al catolicismo. Él no lo dudó.

Si Bernini, casi odiado por el alemán, animaba a sus discípulos a imitar la naturaleza, nuestro autor creía que la representación nunca podría estar a la altura del ideal, por tanto, para alcanzar la perfección, era más conveniente copiar a los antiguos griegos.

Entraría a trabajar para el cardenal Domenico Silvio Passionei, director de la Biblioteca Vaticana, y en Roma pudo conocer a Mengs, quien se convertiría en amigo fiel y confidente (se lo consideraba el mejor pintor de aquel momento y era, además, un experto en antigüedades y arte clásico; de su mano se introdujo en un círculo de coleccionistas y conoció a Giacomo Casanova). La inmensa cultura de Winckelmann llegaría a oídos del cardenal Alessandro Albani, quien solicitó que le ayudara a ordenar y catalogar los enormes fondos que guardaba en la Villa Albani; entre ellos se encontraba un exquisito busto de Antinoo con flores de loto, desenterrado en 1734 en Villa Adriana. Estas colecciones seducirían al escritor Henry James.

En esos tiempos felices, Wincklemann visitó Paestum y quedó impresionado por sus templos dóricos bien conservados, que describió en Observaciones sobre la arquitectura de los antiguos. También realizó viajes a Nápoles y a las ruinas citadas de Pompeya y Herculano, a veces espantándose ante los métodos de los exacavadores.

Siete años después de su llegada a Roma, en 1763, y con la intercesión de Albani, para entonces un estrecho amigo, se le nombró anticuario papal y Scriptor Linguae Teutonicae por Clemente XIII, esto es, responsable de catalogar la colección alemana de la Biblioteca Vaticana. Por sus manos pasarían, desde aquel momento, todas las antigüedades que entraban y salían de Roma o que se hallaban en los Estados Vaticanos; transmite entusiasmo genuino su descripción del Apolo de Belvedere en Historia del Arte de la Antigüedad: Imagen de una eterna juventud, ese cuerpo, del cual ninguna vena interrumpe las formas y que no está agitado por ningún nervio, parece animado de un espíritu celeste que circula como un vapor dulce en todos los contornos de esta figura admirable. (…) En los rasgos del Apolo de Belvedere se encuentran las bellezas propias de todas las divinidades reunidas. Fue además, Winckelmann, cicerone en Roma de ilustres visitantes.

Tuvo varias ocasiones de viajar a Grecia, pero parece que, pretendiendo esquivar peligros intuidos, prefirió evitarlas. Y de un traslado a Viena decidió regresar a Roma atropelladamente: aquel no era ya su ambiente. Sin embargo, no pudo librarse de la tragedia final: fue asesinado en Trieste en 1768, por un cocinero toscano que confesó en un juicio contradictorio.

La conmoción fue inmensa en los círculos académicos y eruditos europeos y no era para menos: su influencia pesa sobre la obra de Goethe, Hölderlin, Lessing, Herder, Schiller, Heine, Nietzsche o Rilke; también sobre las odas de Keats. De no ser bajo su aura, seguramente P.B. Shelley no hubiera proclamado aquel Todos somos griegos.

Y, como decíamos, al revivir el interés por la Grecia antigua, Winckelmann no solo estableció un canon estético, sino que ofreció un contexto filosófico e histórico que ensalzaba la belleza en un sentido originario. Aunque esta no fuera, como diría Rilke, sino el inicio de lo terrible.

 

 

BIBLIOGRAFÍA

María Belmonte. Peregrinos de la belleza. Viajeros por Italia y Grecia. Acantilado, 2015

Johann Joachim Winckelmann. Historia del Arte de la Antigüedad. Akal, 2011

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