El rebobinador

Chardin y el enigma del cajón abierto

Su obra fue rica y variada, aspecto favorecido por su larga vida para ser un hombre del XVIII: nació en 1699 y murió en 1779. Y su valoración por la historiografía artística contemporánea ha sido progresiva, pero podemos considerarlo una figura fundamental a la hora de anticipar la ruptura de géneros que traería el arte contemporáneo: en relación a su jerarquía, que hasta entonces daba primacía a la pintura de historia y restaba valor al paisaje, el retrato individual, el bodegón o las escenas de costumbres, géneros considerados inferiores por triviales; y en cuanto a su separación, porque unos y otros comienzan a mezclarse.

En vida, Chardin, por practicar esos géneros llamados “menores”, fundamentalmente el bodegón y las escenas costumbristas, fue considerado un artista inferior.

EL BRILLO DE LO MODESTO

Chardin. La raya, 1725
Chardin. La raya, 1725

Vamos a comenzar a repasar su producción por un bodegón: La raya (1725), que, pese a la tradición de este tipo de pinturas, contiene elementos revolucionarios, derivados de esa obsesión de Chardin por conceder una composición muy elaborada a un asunto que tradicionalmente no requería ninguna escenografía particular más allá de la imitación de objetos.

La composición es claramente piramidal, como la dada normalmente a las pinturas de historia: la raya es el elemento central y otros laterales, como el cuchillo, contribuyen a crear diagonales y profundidad en una imagen donde hay poco fondo, dada la aglomeración de objetos cotidianos.

La tridimensionalidad es ordenada y el aspecto de la propia raya, los pescados y los utensilios es humilde; no hay opulencia. Es el aspecto escenográfico dado por Chardin el que da sentido teatral y trascendental al tema.

La raya podría recordarnos a El buey desollado de Rembrandt precisamente en una etapa, la de comienzos del XVIII, en la que el genio holandés no pasaba por su mejor momento en cuanto a fortuna crítica; en realidad no fue bien valorado hasta avanzado el siglo XIX.

De este modo, Chardin contribuye a dotar de genealogía a un género modesto y a darle importancia. Se fija en un artista de los Países Bajos como figura decisiva para modernizar la pintura, y también tiene en cuenta el naturalismo de la pintura holandesa del siglo XVII, destacando además el factor de la intriga a partir de la dramatización y la temporalización. Prestad atención al gato, comedor de pescado, que vive un auténtico éxtasis ante el festín que se le ofrece y está a punto de lanzarse a comer, generando así tensión dramática.

El francés elimina en parte lo anecdótico de la pintura holandesa y flamenca, pero no la estrategia de crear cierto misterio. Subraya “lo natural de la naturaleza” o a “lo material de la materia”: no podemos decir que se trate de una vanitas que contenga reflexiones filosóficas sobre el paso del tiempo, porque la única historia (y no es poco) que cuenta este bodegón es la de sus viandas y objetos en su materialidad. Son valiosos, no por su entidad simbólica, sino por sus calidades matéricas.

Y aunque se incorpore un elemento exótico, típicamente holandés, en forma de ostras, prima la sobriedad, la concentración, la rudeza.

Chardin. La tabaquera, 1737
Chardin. La tabaquera, 1737

La tabaquera (1737) es ya una obra muy refinada, pero también destaca por su naturalismo y sus claroscuros. Supone una renovación: desaparecen los elementos anecdóticos y orgánicos.

Pintó Chardin una tabaquera abierta, un cubilete de plata, una jarra de cerámica y una copa metálica, y la primera crea una diagonal en una composición, como todas las suyas, muy esmerada. La influencia de los interiores holandeses se mantiene en la interpenetración de espacios, y el francés afina más en la idea de generar tactilidad en la materia. Expresa lo que tienen los objetos de preciosos en sí mismos, en su presencia cotidiana.

Después Cézanne definirá el espacio de sus naturalezas muertas dejándose influir por Chardin, pero dándoles un sentido más metafísico, y aún más tarde Morandi, en su despliegue de cacharros domésticos, producirá en el espectador la sensación de que está ante un fenómeno sobrenatural.

HAY QUE DEJARLOS CRECER

Castillo de naipes (1736-1737) es una escena costumbrista, también con claroscuros y carácter naturalista. Su modernidad se basa en que se hace presente la infancia, que tendrá proyección plena desde el siglo XVIII en la pintura. Anteriormente se les sometía a un tratamiento distinto, en lo sociológico y lo artístico: en relación con la concepción antigua de la naturaleza como fuente de pesar, de la que el hombre debía mantenerse alejado por su bien; se intentaba que los críos abandonaran pronto su condición de niños. Los representados, salvo excepciones (Velázquez), solían tener rostro adulto.

Chardin. Castillo de naipes, 1736-1737
Chardin. Castillo de naipes, 1736-1737

El cambio lo trajo Rousseau, que, pese a ser un padre cuestionable, creía en la bondad de la naturaleza y en la maldad de la sociedad, entendiendo que empeoramos cuanto más nos distanciamos de la primera.

Chardin encarna la creencia de que el arte no necesita significar otra cosa que la pura realidad cotidiana, de que no había necesidad de trascender lo que se vive, sino de buscar lo divino entre lo humano.

El niño de los naipes de Chardin es burgués por sus ropas y juega sobre una mesa con un tapete verde, en asociación con la idea del ocio doméstico practicado precisamente por la burguesía. Se muestra pulcro, aludiendo a otro fenómeno moderno, el de la higiene en espacios interiores, y en su modo de entretenerse traslada la convicción de que no debía buscarse la distracción con juegos físicos o violentos, sino apacibles.

Hay que recordar que los niños burgueses de entonces estaban sometidos a la disciplina del estudio: no había aún escuelas públicas, pero sí preceptores privados en lo moral y lo intelectual y, como la construcción de un  castillo de naipes, la atención moral instructiva era un entretenimiento que exigía un estado de absorción, necesario no solo para concentrarse, también para distraerse. Se va fraguando otro mundo, y Chardin es testigo y notario en lo artístico de él.

Además de un completo inventario material (mirad los clavos que engarzan las maderas), el pintor deja abierto el cajón de donde el niño sacó los naipes para redundar en la interpenetración de espacios.

Chardin. Niño con peonza, 1738
Chardin. Niño con peonza, 1738

En Niño con peonza (1738), Chardin vuelve a presentarnos a un infante sorprendido en su intimidad doméstica: retrata a un niño burgués, sin intención heráldica como continuador de una dinastía, sino atendiendo a su carácter individual.

Alude a la dicotomía entretenimiento-estudio de forma prodigiosa: en la mesa hay un tintero, un libro, una pluma y una peonza. Lo que no hay es acción, pero sí un fluído dinámico de información. Del cajón abierto –de nuevo- han salido los elementos de trabajo, pero la peonza es clandestina. Su oscilación dramática bordeando la mesa crea en torno a ella una escena dinámica.

Por último, en Joven estudiante dibujando (1738), Chardin convierte el mundo artístico en una actividad centrada en el estudio. El modelo está de espaldas y sabemos que es joven por encontrarse sentado en el suelo. No nos lo presenta tanto como artista sino como un joven dedicado a una actividad artística que remite a esa obsesión del burgués, que es el aprendizaje.

Su atuendo (un abrigo agujereado) nos habla de la condición social del estudiante: es un aprendiz que dibuja en un lugar frío, porque no se ha quitado ese abrigo. Produce sensación de austeridad y tristeza.

No estábamos acostumbrados, antes de Chardin, a ver estas representaciones descarnadas, sin referencias morales o mitológicas, ni siquiera en la pintura naturalista.

En definitiva, este pintor –entre otros- encarna la creencia de que el arte no necesita significar otra cosa que la pura realidad cotidiana, de que no había necesidad de trascender lo que se vive, sino de buscar lo divino entre lo humano.

Chardin. Joven estudiante dibujando, 1738
Chardin. Joven estudiante dibujando, 1738

 

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