El rebobinador

Ruinas románticas: fuimos grandes, seremos caducos

Entre los motivos predilectos de los pintores románticos se encuentran, además de la noche de la que hace semanas hablábamos, las ruinas; hay quien dice que por su atracción por lo anacrónico, otros que a causa de la melancolía inherente al movimiento. Pero, probablemente, la causa última de la atención de estos autores a los restos del pasado tiene que ver, sobre todo, con su fascinación por la potencia creadora de la humanidad y por la capacidad destructora de la naturaleza y del tiempo.

El tratamiento pictórico que les concedieron los artistas románticos, en línea con los versos de los poetas de aquel momento, se alejó de la asepsia con que el neoclasicismo se acercó a las civilizaciones antiguas. Goethe, siguiendo la senda de su maestro Wincklemann, fue uno de los primeros autores en recuperar poéticamente el espíritu clásico, como vemos en Ifigenia, Fausto y Torcuato Tasso, pero quiso separar lo clásico de lo romántico, sobre todo después de su primer viaje a Italia, donde conoció restos de la antigua Roma y obras renacentistas. Entendía que, en el campo del arte, lo clásico era sinónimo de lo sano y vigoroso, mientras lo romántico equivalía a lo enfermizo y subjetivo y formuló que el arte griego, al que debía tomarse como modelo universal, rehuía todo caos, era luminoso y apolíneo.

Sin embargo, la interpretación romántica de la Antigüedad fue más allá: profundizando en la épica homérica y sobre todo en la tragedia ática, estos autores descubrieron el complejo drama de aquel espíritu. Además de orden, grandeza serena y claridad, el romanticismo halló en el arte helénico asimetría, oscuridad y convulsiones; claridad y sombras mutuamente alimentadas. Apolo y Dionisio luchan reconociendo que sus poderes son mutuamente indispensables; de esa tensión brotaría lo espléndido del arte griego.

Cuando Wincklemann escribió su Historia del Arte de la Antigüedad, en 1746, Piranesi había iniciado hace pocos años su labor de arqueólogo y grabador, primero en Venecia y luego en Roma. Si el primero reflexionaba impresionado por la serenidad de las construcciones grecorromanas, el segundo se dejó llevar por un sentimiento trágico de lo perecedero: sus visiones arqueológicas se alejan mucho de la estilizada presentación neoclásica de las ruinas, etéreas y casi suspendidas en un mundo ideal. El autor de las Cárceles reconoce la devastación de las civilizaciones mediterráneas y nunca dejó de asociar los vestigios del pasado al tiempo y a la naturaleza que paulatinamente los vencen.

Giovanni Battista Piranesi. Piramide di Cayo Cestio
Giovanni Battista Piranesi. Piramide di Cayo Cestio, 1756

Tenía algunos precedentes entre los grabadores de capricci (Marco Ricci y sus Experimenta de 1730, Pannini y sus caprichos sobre las ruinas romanas e, incluso, Tiépolo y Canaletto), pero fue Piranesi quien inauguró verdaderamente lo que podríamos llamar arqueología trágica. Entusiasta apasionado de los restos etruscos y romanos y de la Magna Grecia, se imbuyó de la Antigüedad de un modo muy distinto al de los viajeros alemanes y los profesores franceses: sus grabados representan las ruinas desde una perspectiva de terribilità y energía, jamás limpias, sino cubiertas de musgo y maleza, resquebrajadas… conteniendo el espíritu luminoso de Apolo y la fuerza del dionisiaco. La naturaleza invade, en definitiva, los frutos humanos y cuanto mayor es la presunción creadora de la civilización, más voraz es también aquella haciéndole ver lo efímero de sus pretensiones, en forma de bóvedas rotas, columnas partidas, arcos caídos, capiteles embarrados… que proyectan sus sombras como recuerdo material del poder anterior y de los inútiles afanes de nuestros antecesores. Además, la antigua magnificencia, oníricamente imaginada por Piranesi, adquiere un cariz fantasmal y opresivo.

Sus cárceles se encuentran, incluso, más cerca de escenificar el teatro romántico de la muerte; influyeron en el Vathek de William Beckford o en el Castillo de Otranto de Walpole y Théophile Gautier quiso representar Hamlet, en sus palabras, en medio de estos bosques de columnas, a través de las salas bañadas por sombras y luces misteriosas, perdido entre el hormigueo perpetuo de personajes con apariencia de vida que pueblan estas construcciones prodigiosas.

Despreciaba Piranesi normas y medidas, intocables para sus cercanos neoclásicos, transgrediendo en su interpretación del espíritu antiguo la imitación de los modelos grecorromanos: él, como todos los románticos, consideraba que no es la mímesis sino la imaginación el único camino parra acceder a la verdad. Por eso no encontramos en sus obras copias de un mundo muerto, sino recreaciones de un universo más allá del tiempo y de las fronteras entre realidad y sueño.

Füssli. El artista desesperado ante los fragmentos de una ruina clásica, 1770-1780
Füssli. El artista desesperado ante los fragmentos de una ruina clásica, 1770-1780

Otra de las imágenes que nos proporciona también claves de esa sensibilidad romántica es El artista conmovido por la grandeza de los fragmentos antiguos de Heinrich Füssli, en la que un artista, en actitud de desolación, acaricia un antiguo mármol devorado por el silencio y el tiempo. Los románticos reconocen en estas antiguas piedras, hermosas pese a su degradación, las reminiscencias de una belleza esencial que sería en sí misma, como versó John Keats, lo único verdadero.

Como en las arqueologías trágicas de Piranesi, en Füssli no hallamos relaciones realistas entre el artista y la civilización ideal que evoca, sino más bien un sueño, el camino para penetrar en un mundo destruido.

Parecido criterio podemos aplicar a las ruinas nórdicas: los pintores románticos de Centroeuropa y Gran Bretaña también se obsesionaron por los restos de los castillos medievales y las construcciones góticas; encontramos en su producción una misma conciencia de la escisión de sus sociedades contemporáneas respecto a los vestigios de las civilizaciones mediterráneas. El inglés Turner o los alemanes Rottmann, Klengel y Friedrich plasmaron indistintamente las decadencias de sur y norte: Klengel retrató las Ruinas del templo de Minerva conforme a un punto de vista próximo a Piranesi y Friedrich contempló el Templo de Juno en Agrigento desde el mismo claroscuro en que captó los viejos edificios de Pomerania. Más allá de norte y sur, de ciudad o campo, a estos artistas les une la conciencia de lo grande y lo caduco.

Friedrich. Templo de Juno en Agrigento, 1828-1830. Museum für Kunst und Kulturgeschichte, Dortmund
Friedrich. Templo de Juno en Agrigento, 1828-1830. Museum für Kunst und Kulturgeschichte, Dortmund

Las ruinas clásicas de Carl Blechen y las de Oehme, por su parte, sugieren, como las de artistas mediterráneos, la misma fascinación romántica por el derrumbe de las obras hermosas de los hombres. Belleza y muerte se hermanan, como en las novelas góticas de Lord Byron o Ann Radcliffe.

También en Hadleigh Castle, obra tardía de Constable, se hace muy evidente el azote de la naturaleza y el tiempo. Las ruinas del castillo parecen resistir angustiosamente la lenta pero inevitable labor del mar, bajo un cielo pesado y casi opresor.

Sin embargo, es probable que el culto romántico a las ruinas no contenga solo la expresión de la caducidad del hombre y sus empeños, sino también una protesta contra la propia época, por desprovista de ideales heroicos, como formuló Holderlin en el poema El archipiélago, donde quiso deshacerse de “la miseria y el desvarío de los hombres” para zambullirse en el silencio de las profundidades griegas. En la misma línea Carl Rottmann recreó en sus pinturas, por la vía de la imaginación, el paisaje puro de la épica helénica tras viajar a Sicilia y Grecia. No buscó solo contemplar las excavaciones arqueológicas, sino penetrar en ellas para hacer revivir la sensualidad del mar “color de vino” del que hablaba Homero y la serenidad austera del suelo micénico.

Carl Blechen. La torre en ruinas del castillo de Heidelberg, hacia 1830.
Carl Blechen. La torre en ruinas del castillo de Heidelberg, hacia 1830

 

Constable. Hadleigh Castle, The Mouth of the Thames. Morning after a Stormy Night, 1829. Yale Center for British Art
Constable. Hadleigh Castle, The Mouth of the Thames. Morning after a Stormy Night, 1829. Yale Center for British Art

 

BIBLIOGRAFÍA

Rafael Argullol. La atracción del abismo. Un itinerario por el paisaje romántico. Acantilado, 2006

Paolo d´Angelo. La estética del romanticismo. Antonio Machado, 2005

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