Hace 120 años, el que entonces era un joven artista rumano cruzó Europa a pie para instalarse en París. Allí, en una etapa de efervescencia cultural plena de la capital francesa, sentaría Constantin Brancusi las bases de una nueva forma de esculpir, un lenguaje basado en la talla directa y las formas simples que suscitó pronto el interés de muchos: artistas y admiradores acudían masivamente al taller donde vivía y trabajaba, en Impasse Ronsin (distrito XV), que él mismo concibió como otra obra de arte y que donaría al Estado francés en su conjunto en 1957.
Justamente las piezas legadas a Francia por este autor constituyen la matriz de la gran muestra que ahora le dedica el Centre Pompidou, completándolas con préstamos de instituciones internacionales: se repasan sus fuentes y grandes temas y también se subraya que su labor fue más allá de la escultura, adentrándose en la fotografía, el dibujo e incluso el cine. Era Brancusi un artista profundamente apegado a su tiempo, que animaba al público a no reverenciar sus piezas, sino a amarlas y jugar con ellas. La última retrospectiva que se le brindó en el país vecino también tuvo lugar en este museo, en 1995, y con motivo de sus obras de renovación y el necesario traslado completo del Atelier Brancusi -en las salas del Pompidou, tras su paso inicial por el Palais de Tokyo- se ha considerado oportuno confrontar los yesos que custodiaba con originales en piedra o bronce llegados de la Tate Modern, el MoMA, el Art Institute of Chicago o el Museo Nacional rumano.
Una reconstrucción parcial de su taller, invadido por la claridad y los tonos blancos, nos permitirá acercarnos a la dimensión material y procesual de su creación (materiales, herramientas, técnicas); conviene tener en cuenta que casi toda pieza en él había salido de la mano del artista: desde la chimenea de piedra caliza a los taburetes de madera o la mesa de yeso que empleaba a la vez como mueble y como base de sus creaciones. Tras la II Guerra Mundial prácticamente dejó de esculpir y se mudó, pero en su atelier continuó agrupando y recombinando trabajos y, para mantener la unidad del conjunto, cuando vendía alguno lo sustituía por su versión en yeso o bronce.
El centro de la muestra repasa sus fuentes (Auguste Rodin, Paul Gauguin, la arquitectura vernácula rumana, el arte africano, el cicládico, el asiático…), al tiempo que profundiza en claves estéticas de sus composiciones, como su querencia por el fragmento, la serialidad o el trabajo de sublimación de las formas. Para contextualizar la vida y obra de Brancusi, se ha reunido igualmente abundante documentación (cartas, artículos de prensa, diarios, registros), que él guardaba meticulosamente y que darán cuenta de su amistad con creadores de intereses tan diversos como Duchamp, Léger o Modigliani. Este archivo fue adquirido por el Pompidou en 2001, se conserva en su Biblioteca Kandinsky y supone una mina de oro informativa para adentrarse en su vida, relaciones y gustos; también para comprender la fascinación que ejerció sobre sus contemporáneos. Diversas fotografías nos lo presentarán cortando, aserrando o tallando.
Se ha organizado el recorrido temáticamente, en torno a sus series fundamentales y en media docena de secciones dedicadas a la ambigüedad de la forma, el retrato, la relación con el espacio, el rol de las peanas o soportes, los juegos de movimientos y reflejos, la representación de animales y su tratamiento de la monumentalidad; de este último apartado forman parte El beso y La columna sin fin, que se instaló en el jardín de Edward Steichen en Voulangis y propone, a partir de una modesta base de madera, la repetición de un mismo módulo en ascensión vertical, en referencia a los pilares funerarios del sur de Rumanía.
Cuando llegó a Francia, ya contaba el artista con formación académica; tenía 28 años. Rodin apreció pronto su talento y en 1907 le ofreció trabajo como asistente; junto a él permaneció un tiempo breve pero decisivo (Brancusi justificó su marcha diciendo que nada crece a la sombra de un gran árbol). Tres trabajos fechados entre ese año y 1908 (El beso, La sabiduría de la tierra y La oración) dejan patente su voluntad de encontrar un camino propio, que como dijimos no estaría ligado al modelado sino a la talla directa. Abandonó, además, la observación minuciosa de modelos para reinventar las figuras desde su memoria.
En el fondo, podemos apreciar en sus piezas una suerte de crisol del arte que podía contemplar entonces: las obras antiguas o no europeas del Louvre o el Musée Guimet, la pintura apegada a lo primigenio de Gauguin o las investigaciones cubistas de André Derain. Su serie basada en el motivo de la cabeza de un niño anticipa su posterior senda de fragmentación y simplificación de formas destinada a expresar, en sus palabras, la esencia de las cosas.
Sin embargo, paradójicamente, esa simplificación y la eliminación de detalles deviene, en su caso, fuente de antigüedad. Lo vemos en sus torsos femeninos, motivo que comenzó a cultivar en 1909: en su Mujer mirándose a un espejo, pieza que aún podemos considerar clásica, solo identificamos claramente la curva que une la forma redondeada de la cabeza con el pecho, y más ambivalente aún resulta la célebre Princesse X, posible representación tanto de un ideal femenino como de un falo. Esa indefinición causó escándalo y el rechazo de esta escultura en el Salón de los independientes de 1920; en el fondo, Brancusi estaba jugando con las metamorfosis y con la fusión de lo masculino y lo femenino en una misma obra, como vemos igualmente en El beso. Su Torso de hombre joven, título al margen, presenta también género incierto: su alteración del orden simbólico de la división entre los sexos podría relacionarse con el espíritu contestatario que paralelamente impulsaba a los dadaístas; además de Duchamp, se encontraron entre sus amistades Man Ray y Tristán Tzara.
Resulta difícil entender, llegado este punto de alejamiento de lo visible para alcanzar lo esencial, la importancia del retrato en la producción de Brancusi, pero la tuvo. Aunque los títulos de estas esculturas conservan los nombres de quienes las inspiraron nunca explícitamente (Margit Pogany, la baronesa Frachon, Eileen Lane, Nancy Cunard, Agnes Meyer…), sus efigies parecen mezclarse y, nuevamente, fusionarse, en un rostro estilizado, ovalado y terso. No son del todo iguales ni del todo distintas; cada una se distingue por unos rasgos básicos: ojos almendrados, moño, rizos…
Al trabajar de memoria, podemos reflexionar a partir de estas obras sobre las múltiples dificultades de la representación de una realidad fiel o de una idea. En los dibujos, por su parte, solía descomponer las figuras en relieves y siluetas.
Otro motivo recurrente en Brancusi fue el del vuelo: más de treinta variantes, en yeso, bronce y mármol, dedicó a los pájaros durante treinta años. Comenzó en 1910, con Maïastras de cuerpos redondeados, cuellos alargados y picos abiertos que remiten a un ave popular en los cuentos rumanos; ya en los veinte, adelgazó sus formas y las estiró verticalmente en la serie Oiseaux dans l’espace. Es muy probable que este asunto del vuelo simbolizara para el artista el sueño del hombre de escapar de su condición terrena para elevarse espiritualmente; aunque el proyecto quedó en un borrador, el maharajá de Indore le encargó dos para un templo indio, en 1930, y el subtítulo de otro que expuso en Nueva York en 1933 era Projet d’Oiseau qui, agrandi, emplira le ciel (Proyecto de pájaro que, ampliado, llenará el cielo).
No fueron los únicos animales que esculpió: en los treinta y cuarenta, y valiéndose de formas oblicuas y horizontales, creó tanto gallos y cisnes como ejemplares acuáticos (peces, focas, tortugas…), en muchos materiales y formatos y procurando una sensación de dinamismo.
Es importante hablar de las texturas de los trabajos de Brancusi: incluso en las fotografías de su estudio, podemos apreciar el contraste entre las piezas de superficies muy pulidas, en las que desaparece todo rastro del gesto del escultor, y las crudas o apenas tratadas. Este juego de materiales es tan táctil como visual, como él mismo subrayó al escoger títulos como Sculpture pour aveugles (Escultura para ciegos). Otro aspecto al que prestó mucha atención fue a sus bases, a veces compuestas por elementos superpuestos de formas geométricas simples; esos soportes dan lugar a un ritmo ascendente dinámico y a juegos combinatorios, en ningún caso se trata de peanas convencionales. Podemos contemplarlas, incluso, como esculturas autónomas, una prueba de su desafío a anteriores jerarquías.
Brancusi
Place Georges-Pompidou
París
Del 27 de marzo al 1 de julio de 2024
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