El rebobinador

Goethe, Friedrich y la aparición del paisaje moderno

Se suelen fechar a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, y localizar en Roma, los inicios de lo que entendemos por paisaje moderno en la pintura. Philipp Otto Runge, en una carta a su hermano Daniel datada precisamente a principios del XIX, vaticinaba la aparición de ese nuevo género: el del paisaje no vinculado a la pintura de historia ni a la costumbrista. Hasta entonces el arte no había mostrado otra naturaleza que no fuera la ideal y clásica, representada por Giorgione, Tiziano, Poussin o Claudio de Lorena.

Si hacemos memoria, Alberti equiparaba la noción general de pintura a la particular de pintura de historia. A fines del siglo XVII había surgido como especialidad autónoma la del bodegón: los objetos hasta entonces solo se consideraban elementos de relleno en la pintura, y por eso fue casi una revolución que Sánchez Cotán los presentara en alacenas a modo de teatros, dando protagonismo a útiles hasta entonces no historiados.

Y antes, un siglo antes que las naturalezas muertas, había surgido el género del retrato planteado como desafío a la hora de contar la historia o dejar ver la personalidad del modelo a través de su mirada o de sus gestos. Algunos expertos creen que su éxito desde los comienzos se debe, de hecho, a a que podía interpretarse como pintura de historia.

También los paisajes de Lorena y Poussin sirven de ambientación al pasado: el segundo conduce nuestra mirada por caminos serpenteantes llenos de ruinas clásicas y esas  sendas de tierra no dejan de ser símbolos mismos de una narración. Además, Poussin, pintando la simétrica y severa arquitectura antigua, consiguió absorber en ella la irregularidad del paisaje, que es, como en Lorena, escenografía de una historia que transcurre en el centro y en el primer plano de sus obras.

Volviendo a Alberti, cuando este definía las partes de la pintura incluía entre ellas la circunscripcione, es decir, la limitación, lo que encierra el color. Los citados Lorena, Poussin, y también, por ejemplo, Salvatore Rosa, definieron los límites de ese paisaje clásico que a su vez encierra por los cuatro lados a las figuras.

El cambio llegó, como decíamos, a finales del siglo XVIII. P.H. Valenciennes pintaba Roma en distintas épocas y Gainsborough descubría en su obra la campiña en torno a Londres. Tras su último viaje a Italia, el británico dijo “No se puede pintar un paisaje fuera de Roma”, entendiendo que no había otro paisaje que el histórico, el romano, el de Lorena.

Los nuevos artistas comenzaron a ofrecer de la capital italiana imágenes abstractas, vaciando la ciudad y su entorno de historicidad, de las formas clásicas. Al mostrárnosla despojada de contenidos, la arquitectura clásica se nos presentaba de forma totalmente distinta a la de obras pasadas.

Füssli y algunos discípulos de David pintaban mendigos en las iglesias romanas, al natural, revestidos de una dignidad casi escultórica pese a la pobreza de sus ropas. Incluso retrataron pastores semidesnudos en el Foro romano confiriéndoles también un aire clásico, como señalaría Goethe.

Valenciennes. Loggia en Roma: tejado al sol
Valenciennes. Loggia en Roma: tejado al sol, 1782-1784

En Loggia en Roma: tejados al sol y Loggia en Roma: tejados a la sombra (1782-1784), Valenciennes, autor de formación neoclásica convencido de que no hay pintura digna de llamarse así que no sea la de historia, puso en práctica la recomendación que hacía a sus discípulos un siglo antes de que supiéramos del Impresionismo: pintar un mismo lugar en distintos momentos del día.

Lo hizo en los lugares más monumentales de la urbe, los de mayor legado clásico, pero abstrayéndose de su pasado para fijarse en lo más humilde. Reprimiendo su natural mirada clásica, prestó atención a tejados mugrientos sin más (ni menos) historia que la cotidiana. Al regresar a Francia pudo mirar los paisajes en torno al Sena de otra manera, como Corot, que también pintó el paisaje romano y el Tiber en todas sus vertientes, y el Sena, descubriendo las particularidades de la naturaleza francesa.

Justo después de que Valenciennes representara esos tejados, entre 1784 y 1786, Goethe, mentor (no hay que olvidarlo) de Friedrich y Runge, viajó a Roma, donde fue retratado por Tischbein en actitud solemne, majestuosa, como un erudito y sobre las ruinas de la pirámide de Cayo Sexto. El emplazamiento no era casual: el autor de Fausto decía haber hallado en Roma las raíces egipcias de la cultura germánica.

Antes de Friedrich la alta montaña era un espacio impenetrable para la pintura. Cennini recomendaba pintar los montes escarpados tomando como modelo una piedra rugosa

Viajó a Roma buscando poner a prueba su ojo y comprobar si era tan ágil como para apreciar, no solo la arquitectura y la cultura clásicas, también la naturaleza. Los grandes maestros del clasicismo italiano y los colores del paisaje del país educaron su mirada: comprendió que existían los exaltados por Lorena y que por algo Homero llamó a Sicilia “la isla del sol”.

Podríamos decir que Goethe se metamorfoseó durante su estancia en Italia: llegó como viajero ilustre y cultivado y experimentó un cambio espiritual. En el retrato de Tischbein posa, pero no está bien sentado, no parece descansar sereno. Se encontraba ante un viaje de confrontación. En un retrato posterior, el mismo pintor nos muestra una imagen muy distinta (y encantadora) del alemán: en su estudio de la Vía del Corso, desarreglado, con pantuflas y calzón, mirando por la ventana, dando la espalda al espectador – y a la historia –.

Tischbein. Goethe en la campiña romana, 1787
Tischbein. Goethe en la campiña romana, 1787
Tischbein. Goethe en la ventana, 1787
Tischbein. Goethe en la ventana, 1787

En un tercer retrato, Goethe aparece en una silla, leyendo relajadamente en una postura en la que, a diferencia del ejemplo del primero, podría permanecer horas. Y en un cuarto parece divertido, en una actitud moderna. Seguramente lo estaba, porque para él Italia significó la plena libertad; dijo: En los lugares cargados de historia, leyenda y mito, hube de adoptar la mirada del geólogo y del botánico para reprimir la imaginación. La mirada del científico es la que capta las particularidades de las cosas.

Sus compatriotas no entendieron el Viaje a Roma que publicó en 1814: se detenía en detalles que sólo podrían interesar – pensaban – a curiosos, precisamente científicos y poetas. En quienes sí suscitó admiración fue en algunos pintores nazarenos; describía incluso minerales y piedras o la formación de las nubes.

Apenas se detuvo tres horas en Florencia, pero no vio pintura sino solo el paisaje toscano. Tampoco en Asís visitó el templo de san Francisco, se perdió a Giotto y solo contempló el paisaje. Haciendo de su viaje un tránsito espiritual, rompió con la idea de Roma como paradigma histórico y artístico en un momento en el que eclosionaban los géneros paisajísticos propios de varias naciones europeas gracias a artistas que, como él, habían adoptado una mirada nueva que sublimaba la naturaleza.

La obra de Friedrich resume ese panorama de nuevos sentimientos que podrían tener como antecedentes las aportaciones de Addison y Burger sobre lo que excede los límites del paradigma clásico. Hasta entonces en el arte europeo apenas habían sido representados los bosques de apariencia impenetrable, las altas montañas, aquello que parecía inasible y que, a la larga, resultó fundamental para la irrupción del paisaje moderno.

Aunque, para ser justos, tenemos que acordarnos de Petrarca y su subida al monte Ventoux. Sintió placer al llegar a la cima por el panorama que se extendía a sus pies: Italia a un lado, Francia al otro. Tuvo la sensación, incluso, de que tanto placer no podía ser bueno, porque invitaba a quien lo disfrutaba a volcarse en la naturaleza exterior en lugar de preocuparse por las interioridades de su alma.

Nos da la razón: antes de Friedrich la alta montaña era un espacio impenetrable para la pintura. Si leéis a Cennini, veréis que recomendaba pintar los montes escarpados tomando como modelo una piedra rugosa. En el medievo, lo que estaba fuera de las murallas de la ciudad (montaña y bosques) era peligroso, escenario de todos los horrores.

Friedrich. Altar de Teschen
Friedrich. Altar de Teschen

En ese pintor, y en algunos coetáneos, podemos observar también que la ruina gótica, desde la aparición de la categoría de lo clásico, sustituyó paulatinamente a la antigua. Se dice precisamente que los pintores británicos y alemanes inventaron la categoría de lo sublime para dar cobertura a sus paisajes, plagados de restos de templos medievales tras sus conflictos religiosos: si Friedrich pretendía encarar los paisajes alemanes, tenía que enfrentarse a ruinas de arcos apuntados, montañas, bosques y crucifijos.

¿Sabíais que el Viajero frente al mar de niebla que nos da la espalda es un autorretrato? Invita al espectador, más que a entrar en la pintura, a participar de su universo, de su incertidumbre, y debió resultar chocante. El joven Werther de Goethe, antes de su suicidio y con su alma doliente tras el rechazo de su amada, necesitó salir fuera porque su espacio interior le comprimía: algo así parece sucederle al viajero. El paisaje exterior exterioriza (valga la redundancia) dramas interiores, la gravedad del sufrimiento.

Aunque este pintor fue denostado al final de su vida por su carácter huraño, tosco, en el siglo XX volvió a conquistar el interés del público y también de los artistas, sobre todo de los expresionistas alemanes. Una sugerencia: no está de más contemplar sus obras tras haber leído a Schiller, Novalis o “Lo superfluo y otras historias” de Ludwig Tieck, que fue amigo suyo y de Goethe. Y como banda sonora podrían acompañarlo Schumann o Wagner, cómo no.

Kersting retrató a Friedrich dos veces en su estudio, en 1811 y 1812, y nos mostró de dos formas diferentes el taller-santuario donde pintaba, un lugar vacío y austero. En él no había, como tampoco en su pintura, elementos superfluos.

En el primero de los retratos, el artista trabaja concentrado; en el segundo, pensativo; se dice que miraba con “dos ojos”: primero al interior, para ver la esencia; después al exterior, para atender a los accidentes. Pintaba con meticulosidad, detenimiento y en soledad lo que veía dentro (sus íntimas convicciones) y fuera de sí. Lo uno y lo otro eran igualmente necesarios.

Pese al detalle de sus paisajes, no los realizaba al aire libre, sino de memoria, extrayendo de su mente y de sus sensaciones lo que había contemplado. Sería aplicable para él la cita de Kant: Me producen profundo respeto el cielo estrellado sobre mi cabeza y la ley moral que hay en mi alma.

Kersting. Friedrich en su estudio, 1819
Kersting. Friedrich en su estudio, 1819
Kersting. Friedrich en su estudio, 1811
Kersting. Friedrich en su estudio, 1811

En Monje junto al mar presentó también un paisaje abierto, más allá de los límites del tiempo del cuadro. Aquí, a diferencia del caso del paisaje clásico, no hay elementos de cerramiento a los lados que pongan barreras a la experiencia insondable del espacio. Los paisajes de Lorena o Poussin no tenían esa proyección al infinito.

Friedrich. Monje junto al mar
Friedrich. Monje junto al mar, 1808-1810

 

 

2 respuestas a “Goethe, Friedrich y la aparición del paisaje moderno”

  1. Juan Carlos Rueda Chimeno

    Tengo una pregunta tras leer Afinidades electivas de Goethe con Ilustraciones de Caspar David Friedrich: ¿Se conocieron ambos artistas? Y si fue así, ¿Cuándo, dónde y por qué?
    GRacias

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    • masdearte

      Hola, Juan Carlos. Sí, se conocieron. Sabemos que, en 1805, Friedrich obtuvo un premio compartido en un certamen de pintura organizado por Goethe junto a los Amigos del Arte de Weimar y que después se intercambiaron visitas: el escritor al pintor en 1808, en Dresde; y el pintor al escritor en 1811, en Jena. Esperamos haberte ayudado, saludos.

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