El rebobinador

Runge, el retratista revolucionario

Philipp Otto Runge vivió entre 1777 y 1810, pero pese a que murió joven tanto su figura como su obra destacan por su hondura intelectual y fue modelo de artista-filósofo. Como Friedrich, a quien conoció personalmente, nació en la región después llamada Prusia, estudió arte en Copenhague y Dresde y estuvo muy interesado en la idea de dar un nuevo contenido simbolista al arte contemporáneo, incorporándolo, no a asuntos religiosos, sino a nuevos temas y géneros menores, causando cierta polémica.

Hoy lo consideramos una figura fundamental del Romanticismo alemán, y su obra, escasa e intensa como su vida, se centró en el retrato.

Philipp Otto Runge. Autorretrato, 1802
Philipp Otto Runge. Autorretrato, 1802

Su autorretrato de 1802 responde a una concepción justamente romántica de este género; lo vemos en la intención de atosigar al espectador con el paisaje del rostro, pero no con intención narcisista, sino desde la creencia de que la definición espiritual de la vida humana está en la cara, a la que el artista se aproxima de manera agobiante, centrándose en la mirada. No importan las características físicas, sino el reflejo del alma a través de las mismas, la presencia en ellas de lo genuino e irrepetible de una personalidad.

En el primer plano, la faz del pintor ocupa casi toda la pintura y no hay ningún otro elemento más, subrayando que el artista es únicamente su dimensión espiritual e individual.

A su vez reivindica Runge la tradición germánica del dibujo remarcado con cierta dureza, simple, que parece tallado. Esa deliberada tosquedad encaja con la tradición germánica desde los grabadores del siglo XV y Durero.

Esta obra genera sensación de autoanálisis, trata de impresionar al espectador a través del mundo interior del artista. En la cultura protestante tiene una enorme importancia lo subjetivo.

Ese mismo año, en 1802, Runge volvió a autorretratarse pero dibujando, y en un busto; lleva un lápiz en la mano derecha y de nuevo mantiene los elementos propios del dibujo germánico, intenso y duro. Practicaba un Romanticismo fervoroso: su mirada tiene un toque melancólico y la obra en conjunto produce sensación de sobriedad.

En su vestimenta no se homologa a la aristocracia o a la burguesía y ofrece una visión fuertemente naturalista: está descamisado y sin corbata. El claroscuro destaca los distintos elementos presentes en el retrato, pero neutraliza el fondo, emborronado aunque no tapado.

Runge subraya que el artista es únicamente su dimensión espiritual e individual.

La obra en su conjunto resulta extraña por el énfasis puesto en la intimidad anímica. Se trata de una imagen que resulta irreal de puro real.

Philipp Otto Runge. Autorretrato, 1804
Philipp Otto Runge. Autorretrato, 1804

Dos años después, en 1804, Runge volvió a realizar otro autorretrato importante. Esa abundancia de este tipo de obras debe entenderse como fruto de una exploración individual; hay que recordar a Rembrandt, y esta es también una obsesión común de muchos artistas contemporáneos, como Picasso. Se trata de un intento de comunicar la propia intimidad, convirtiéndola en un modelo de existencia.

Runge aparece en tres cuartos, con levita, y apoyando la cabeza en un brazo, un gesto típicamente melancólico, de meditación o reflexión. Gira el rostro hacia el espectador, un rostro que no presenta la jovialidad propia de la juventud, sino que se nos muestra desilusionado, como si el artista estuviera de vuelta de todo.

Del mismo año data Nocturno, cuyo título y escena indican ya su Romanticismo. Si el racionalismo tenía como emblemas el sol, el mediodía, que permitían a la razón discernir con claridad, por el contrario el Romanticismo rendía culto a la noche, incidiendo en que el hombre no es solo razón, sino también instinto, misterio e inconsciente. En esa línea, compuso Chopin también sus Nocturnos. La noche romántica es convertida en el territorio del misterio, la intimidad, la exploración de lo desconocido.

En sus alegorías y simbolismos, Runge elige por eso ese momento. Aclara las características del retrato, entendiendo la figura con un realismo casi expresionista por su tosquedad. Lo notamos en el hada nocturna, presentada no como ser estrictamente real sino como símbolo del alma y el amor; el dibujo, en su pureza, mezcla fantasía e hiperrealismo. Eros y los putti parecen salir de la naturaleza, un mundo de ilusión trazado con crudo realismo.

La obra tiene formato oval, que en sí ya da importancia al carácter simbólico de la pintura.

Heidegger destacó la importancia de la tradición romántica alemana en sus reflexiones estéticas en “Claro del bosque” e hizo referencia a la noche de la naturaleza.

Philipp Otto Runge. Retrato de su hijo
Philipp Otto Runge. Retrato de su hijo, 1805

En el retrato de su hijo Otto Segismundo Runge (1805) apreciamos cómo iban cambiando en el arte las representaciones infantiles ya en el siglo XIX. La infancia era, a nivel no solo artístico sino vital, tremendamente impopular desde siempre; se consideraba absurda por su falta de vivencias, porque los niños solo tienen porvenir, son pura potencia, están en el estado del ser…

El pequeño Otto está pintado como su padre: el pintor le dio el mismo tratamiento, en cuanto a importancia, que se da a sí mismo. Se encuentra en una postura pensativa y su mirada es muy intensa, evidentemente falsa. Runge quería subrayar violentamente la idea de la riqueza excepcional que constituye la identidad humana desde su concepción, porque las personas tenemos sustancia anímica, subjetividad y personalidad desde que nacemos.

El niño, en una infancia en la que aún no tiene experiencias, tiene personalidad y eso le hace inquietante y hasta peligroso. No existía en la pintura clásica una tradición de retratos infantiles, salvo excepciones, porque solía pintarse a los infantes con rostro de adultos y solo si eran hijos de reyes y aristócratas, a los que se representaba como herederos más que como niños.

Otto va vestido como bebé, con sus brazos gordezuelos al descubierto y arrugas en el cuello dada su falta de desarrollo muscular. Su cabeza es vacilante por su dificultad de sostenerla. Lo capta con crudo realismo, pero desde el punto de vista físico, su mirada y capacidad de atención son las propias de un adulto.

Una de las obras más sobrecogedoras de Runge es la máscara mortuoria de su madre (1806). Desde el siglo XVIII, y sobre todo en el XIX, se democratizan y extienden las típicas y tradicionales máscaras mortuorias, antes solo propias de gente pudiente; después podían realizarse esculturas a partir de ellas. Tienen raíces antiguas: se han conocido armarios romanos donde se guardaban máscaras de los antepasados.

Estas máscaras desaparecieron con la invención de la fotografía, que puede entenderse como máscara mortuoria hecha en vida. No suelen tener ojos, aunque esta sí los tiene, porque Runge los consideraba ventanas del alma.

Philippe Otto Runge. Niños Hülsenbeck
Philippe Otto Runge. Niños Hülsenbeck, 1805-1806

A los niños Hülsenberk (1805-1806) los representó en un interior burgués, con una decoración exageradamente kitsch y cuadritos familiares intrascendentes. No ofrece una imagen dulce, sino cargada de intensidad; los girasoles, por la rudeza del dibujo, parecen metálicos o vistos con la mirada dura de un dibujante mecánico.

Hablamos de un dibujo preciso y duro y el punto de fuga vertiginoso queda a la derecha, inquietante.

Más que una inocente pintura de niños, esta obra parece mostrar el mundo fantástico y temible de Alicia, en el que la lógica se quiebra. Dos pequeños tiran del carro y el mayor maneja un látigo en actitud amenazante; se trata de una alegoría de la vida: dos hermanos mayores quedan al mando, encapsulando el funcionamiento del mundo, y su existencia con toda su intensidad es un juego infantil.

Las formas de los niños son rotundas y su gesto, adulto, porque hasta entonces la posesión de un gesto, de hecho, era privativa de los mayores. Todos tienen los ojos desorbitados y la animación, la condensación y la intensidad son sobrecogedoras. La perspectiva es tosca, y los trazos, duros.

En 1807 Runge volvió a retratar a su hijo, junto a su mujer, a quien pintó al modo de una Madonna italiana, mezclando la sacralización de lo íntimo y lo familiar con el carácter germánico de la obra, por su fuerza y tosquedad.

Como precursor de los simbolistas y el Art Nouveau, Runge consideraba que la labor del pintor romántico era desvelar la presencia de Dios en la creación. Esta concepción, también propia de Friedrich, le llevó a reflexionar simbólicamente sobre los ciclos naturales y a crear una serie de dibujos y pinturas sobre las horas del día, sintetizando cristianismo y paganismo desde una concepción panteísta. El color y las relaciones cromáticas tienen un papel decisivo.

En La mañana (1809) representó el amanecer, cuyo colorido impregna el paisaje. En la parte superior, sobre un lirio (símbolo de pureza), un grupo de ángeles rodea al lucero del alba (Venus) y el centro de la composición lo ocupa Aurora, Venus o María, cuya cabeza está justamente en el centro geométrico. Sobre ella, cuatro ángeles tocan instrumentos.

En la parte inferior, cuatro querubines rodean a un recién nacido (Cristo Niño), que se relaciona con el amanecer del mundo y el renacimiento de la humanidad.

 

Philipp Otto Runge. La mañana
Philipp Otto Runge. La mañana, 1809

 

 

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