El rebobinador

Reynolds, Gainsborough y Romney, nacer o hacerse elegante

Seguramente uno de los capítulos más brillantes de la pintura inglesa del siglo XVIII –y fue en Gran Bretaña un tiempo afortunado, recordemos a Hogarth– fue el del retrato, que comenzó a tomar especial brío mediado el siglo bajo dos notas fundamentales: la elegancia y la distinción.

En parte venían de serie, y en otra parte no: tenían que ver con la labor en Reino Unido de retratistas como Holbein y Van Dyck, cuyo sentido innato del empaque encontró en los aristócratas ingleses modelos idóneos. Algunos historiadores británicos incluyen al pintor flamenco en la escuela inglesa con cierta razón, por el buen número de sus obras en el país y por su amplio eco allí de la mano de discípulos e imitadores; sin él, en realidad, no podemos entender la labor de los grandes retratistas ingleses del XVIII. De hecho, dicen que Gainsborough despidió a Reynolds en su lecho de muerte diciendo: Adiós, que nos encontremos en la gloria, y Van Dyck en nuestra compañía. Lo recoge Angulo Iñíguez en su célebre manual.

Reynolds conoció desde sus inicios la fortuna y la fama. Procedía de una familia modesta, pero se formó con un pintor que a su vez se había educado en la tradición de Van Dyck y pudo completar sus estudios, gracias a unos amigos, con una estancia en Italia. Ese viaje lo cambió todo: a su regreso, realizó retratos para la corte que conquistaron a la aristocracia, se le concedió el título de Sir y sus ingresos no dejaron de crecer, lo que le permitió establecerse en una vivienda de lujo en Leicester Square y disponer de una carroza dorada. Eso es anecdotario; la cuestión es que su estudio se convirtió en el lugar de reunión de londinenses de espíritu refinado y que, con sus esfuerzos e ingresos, la que hasta entonces era una sociedad de pintores que venía celebrando exposiciones anuales se transformaría, en 1768, en Real Academia. Y Reynolds fue su presidente hasta que falleció.

Para conocer su obra debemos prestar atención a los discursos que pronunció en esta institución cuando se producían entregas de premios: entonces exponía sus teorías sobre la mejor manera de pintar y sobre lo que la belleza era y no era, y lo hacía tras haber estudiado a conciencia las obras de los maestros anteriores.

Joshua Reynolds. Hijas de Sir William Montgomery o Tres mujeres adornando la columa de Himeneo, 1773
Joshua Reynolds. Hijas de Sir William Montgomery o Tres mujeres adornando la columna de Himeneo, 1773
Joshua Reynolds. Georgiana, duquesa de Devonshire, 1775
Joshua Reynolds. Georgiana, duquesa de Devonshire, 1775-1776

Sus retratos, es cierto, carecen de la penetración y la profundidad de los de Rubens o Velázquez, pero trataba de encontrar en sus modelos la actitud adecuada, subrayando con una habilidad rayana en el rebuscamiento la elegancia de sus modelos femeninos y la gracia y la ingenuidad de los niños.

En el retrato de Georgiana (1775-1776) presenta a la duquesa de Devonshire descendiendo por una escalera de mármol hacia un parque. Llena el fondo un suave follaje, pero lo que llama la atención es el eco del retrato femenino francés, pasado por el tamiz de Van Dyck y la sensibilidad inglesa.

En el retrato de las Hijas de Sir William Montgomery (1773) presentó a las mujeres figuradas como las Tres Gracias, decorando una estatua de Himeneo. Evoca nuevamente los gustos franceses: podríamos pensar que nos encontramos ante una elegante versión británica de un original veneciano traducido al francés.

Aunque, como vemos, conocía bien Reynolds qué se hacía en el continente, también en ocasiones podía pintar sin ceñirse a convencionalismos. En el retrato de Nelly O´ Brien (1760) presentó a la cortesana derrochando virtuosismo en el manejo de la luz, el color y las texturas.

Joshua Reynolds. La edad de la inocencia, hacia 1788
Joshua Reynolds. La edad de la inocencia, hacia 1788

En algunos de sus retratos infantiles, como el de Miss Bowles, parece evocar a Veronés y su gusto por destacar a los niños en el primer plano de sus composiciones complejas, pero en muchos casos, quizá en la mayoría, este tipo de retratos están más próximos a los de Gainsborough y Goya. Sin embargo, el aragonés elegía centrarse en el retrato sin más y el británico buscaba subrayar la candidez de la infancia (lo vemos en Edad de la Inocencia o Pequeño Samuel).

Hablando de Gainsborough, él era cuatro años más joven que Reynolds y fue su rival durante buena parte de su carrera. Le costó algo más triunfar, pero cuando lo logró se instaló en una mansión aristocrática en Pall Mall, en el centro de Londres. Tras convencer al rey Jorge III, la alta sociedad le abrió las puertas.

Sin embargo, pese a esas y alguna otra similitud, su vida y su carácter eran bien distintos a los de Reynolds. Gainsborough era menos refinado en el trato social, quizá menos culto y equilibrado, evitó los discursos académicos cuanto pudo… y probablemente fue más genial. No sintió la necesidad de salir de Inglaterra y, más allá de su evidente admiración hacia Van Dyck, no estudió a los maestros del continente muy a fondo.

Su sensibilidad a la hora de plantear paisajes era, por tanto, estrictamente personal y tenía un talento muy peculiar al realzar la personalidad de sus modelos mediante fondos y accesorios. Con tanto ahínco estudió la naturaleza que la cultivó como género independiente y se convirtió en uno de los creadores del paisaje inglés en la pintura.

El espíritu de su obra es poético, amaba lo inconcreto y vago, y sus mejores retratos –volviendo a nuestro terreno– fueron los infantiles y los femeninos, aunque también los hizo masculinos de primer nivel.

Thomas Gainsborough. Mrs. Mary Robinson, "Perdita", 1781
Thomas Gainsborough. Mrs. Mary Robinson, “Perdita”, 1781
Thomas Gainsborough. Paseo matinal, 1785
Thomas Gainsborough. Paseo matinal, 1785

Destaca el de Perdita, actriz que fue amante del Príncipe de Gales y que el público conoció como la heroína que mejor interpretaba en la escena. El paisaje avanza hacia el espectador realzando, en el primer término, la figura esbelta de la mujer acompañada por un perrillo de piel que parece sedosa y con un cuidado perfil.

En Paseo matinal pintó al matrimonio Hallet recorriendo sus propiedades junto a un perrito de Pomerania. La fusión entre figuras y paisaje es, igualmente, admirable, tanto como el contraste entre la mirada fija y escrutadora del marido y la relajada de la joven. Respiran un aire de tranquila felicidad y son absolutamente elegantes, pero Gainsborough capta su ambiente sin el artificio de Reynolds, como una realidad que se limita a copiar.

Sin embargo, como aquel, fue un excelente retratista de niños y jóvenes. En los retratos de Elisa Linley y su hermana y las Hijas del pintor llevó ese género a su cénit en Inglaterra, pero su más célebre retrato infantil es Blue Boy, el que dedicó al hijo del comerciante Buttall, de la colección del Duque de Westminster, llamado así por el color de su traje. Su apostura parece la de los modelos de Van Dyck y su figura se funde de nuevo con el paisaje, que avanza hasta el primer plano. La perfección técnica en el manejo del color es admirable, tanto que hay quien cree que Gainsborough lo pintó para demostrar a Reynolds lo falso de su teoría de que en las masas luminosas no se pueden emplear colores fríos como el azul, el verde o el gris.

No podemos olvidarnos de citar al más desconocido Romney, el tercer gran retratista inglés de este momento. Y haremos un apunte sentimental: si Reynolds vivió una vida de lujo siempre soltero y Gainsborough se casó con una mujer rica y tuvo trabajo abundante, este último pintor abandonó a su esposa y su hijo para abrirse camino y se acabaría topando con Emma Lyon, que ha pasado a la historia como Lady Hamilton, amante de lord Nelson. La retrató en varias ocasiones y dicen que la amó, mas o menos, hasta la locura.

Sobrevivió por poco tiempo a Reynolds y Gainsborough y su estilo se dejó finalmente influir por el neoclasicismo, aunque, fiel a la tradición inglesa, concedió enorme importancia al color.

Thomas Gainsborough. Blue boy, hacia 1770
Thomas Gainsborough. Blue boy, hacia 1770
George Romney. Emma Hamilton, hacia 1785
George Romney. Emma Hamilton, hacia 1785

 

 

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