En el paisaje romántico inglés, como en el alemán, tuvieron espacio las naturalezas especiales, desatadas e incontroladas, atendiendo al concepto de lo sublime en el paisaje, pero podemos decir que primó la plasmación de lo pintoresco, un concepto inicialmente utilizado en jardinería.
Si en los jardines clásicos se tendía a aplicar la racionalidad humana a la naturaleza de modo tan estricto que se los geometrizaba (ejemplo evidente son los jardines de Versalles), en Inglaterra, sin embargo, se tendía a acotar aquella en su supuesta “espontaneidad”: a veces se construía artificialmente la “naturalidad” de la naturaleza buscando la irregularidad.
El jardín pintoresco está a un paso del disfrute de la naturaleza al margen de la urbanización e implica una filosofía de amor al paisaje fundamentada en el hecho de entenderse a uno mismo como parte de él. Si hasta el siglo XVIII se vivía bajo el miedo a las tempestades de lo natural, la Revolución Industrial supuso la mecanización del campo, la migración a las ciudades y el anhelo posterior hacia un campo abandonado, convertido a veces en obsesión, sobre todo en el Reino Unido, cuna de la industrialización, donde había una mayor tradición de vida rural, no solo por la importancia numérica del campesinado, también porque la nobleza no había abandonado sus tierras tan drásticamente como en el continente.
Antes del Romanticismo, el paisaje pictórico tradicional venía justificado por una anécdota histórica y cumplía unas normas clásicas, sobre todo derivadas de esa racionalización de la naturaleza: una perspectiva ordenada de estructura matemática y la aparición de elementos arquitectónicos que señalaban la presencia humana. Con el precedente de la pintura holandesa y sus temas “menores”, se opta ahora por abandonar justificaciones históricas trascendentales convirtiendo lo agreste en el eje dramático fundamental del cuadro. Como en Holanda, en Inglaterra la pintura plasmó cielos grises y encapotados en los que, paradójicamente, la luz era lo más importante, y como una luz deslumbrante restaba color, el foco de atracción fueron los paisajes del Norte y sus ricos matices cromáticos.
En sus primeros pasos, Constable se dejó influir por la tradición de los paisajes naturalistas, dándoles no obstante un sentido personal y evolucionando hacia una mayor subjetividad. Su vida no fue romántica: procedía de la burguesía rural y su padre, molinero, le impuso exigencias distintas a las que hubiera conocido siendo hijo de campesino o de noble. Su aprendizaje fue lento y podemos considerar su arte una mezcla de factura torpe y genio innato; parece que su lema personal era que “el pintor debía ser alguien que remacha”, lo que nos da idea de que Constable era un tipo disciplinado, insistente y de progresión lenta.
Su decisión de dedicarse a pintar paisajes fue seguramente muy meditada, aunque fácilmente explicable: nacido en una región inglesa pintoresca y lluviosa, dominada por un gran río y presas, con un paisaje verde de aldeas ribereñas (Suffolk), debió ser sensible a la belleza de ese entorno.
Su producción capta el potencial inmediato del paisaje rural de labor y no lo presenta como una naturaleza odiada, escenario de sudores, sino como un espacio a la vez sublime y cotidiano. Recorrió y atesoró un caudal de escenas rústicas sin aparente importancia y su modernidad residió precisamente en pintarlo todo, también lo anónimo y supuestamente banal.
Su modernidad residió en pintarlo todo, también lo anónimo y supuestamente banal.
El coleccionismo británico que se fraguó en el siglo XVIII estaba lleno de paisajes holandeses que influirían, quizá por esa vía, en Constable, porque él, a diferencia de otros pintores de este género, nunca viajó y solo retrató el paisaje de Suffolk. Del carácter sencillo, paciente y nada dado al exceso del pintor nos habla también algún detalle vital: pasó cinco años enamorado de Maria Bicknell hasta que pudo casarse con ella, que fue cuando murió su padre, opuesto a que la mujer perdiera su solvencia social por contraer matrimonio con el que consideraba un “pintorcillo”. Con ella tuvo después una vida feliz pero corta, porque Bicknell murió joven a causa de la tuberculosis.
En Wivenhoe Park, Essex (1816), presentó una típica granja británica; sabemos que es de un noble por el edificio del fondo, semioculto entre árboles. Prima el campo sobre la huella humana, aunque la disposición irregular y espontánea, pero un tanto artificial, del bosque parezca una creación del dueño. Resalta en el plano visual una esclusa que forma parte de un lago artificial.
Constable presenta también caballos de labor, una barca y un cercado de vacas: el aspecto de labor que antes se ocultaba ahora se resalta, probando un cambio de mentalidad absoluto y logrando que percibamos que puede hallarse poesía en lugares tradicionalmente antipoéticos. Casi podemos hacer el ejercicio de oír los animales de la granja.
Tenía un enorme talento este autor para plasmar la crónica de la luz: la mitad de la obra es cielo, pero en realidad este tiene aún mayor presencia, ya que se refleja en una franja acuática. La modernidad de esta luminosidad es inédita; sabemos que el artista realizaba bocetos (sketches) para mantener vivos los efectos lumínicos, que animan y dramatizan un paisaje estático.
View on the Stour, near Dedham es otro esbozo. En el siglo XIX estas pinturas se convirtieron en obras acabadas, porque se dio más importancia a la frescura de la impresión y se critican las obras demasiado relamidas. Constable se adelanta a la revolución de la fotografía queriendo recordar lo que está viendo, tomando instantáneas pictóricas de forma rápida y mostrándonos paisajes castigados por la labor. La luz, el cielo y las nubes son lo fundamental, y su imagen, la sensación que generan, ha de plasmarse rápido; por eso podemos decir que la fotografía surgió en continuidad natural con la pintura.
Como Monet, Constable pintaba en series visiones de su tierra, porque, desde una enorme modernidad, no le importaba el tema sino la temporalidad de la luz: construía un tejido de repiqueteos luminosos mediante toques de albayalde, enseñándonos las tripas de la pintura.
Bahía de Weymouth (1819) es una de las pocas obras en las que representó el mar, que comenzaron a pintar los preimpresionistas normandos. El cielo ocupa la mayor parte de la composición y las nubes, fruto de una minuciosa observación, son desiguales. Antes estas no se pintaban, o se representaban de forma retórica, pero las de Constable son legibles por los científicos.
El gris asienado de la arena es propio de las playas inglesas y a la derecha queda el acantilado; la playa es un surco en profundidad. El mar no solo transparenta su costa, sino que se relaciona con el cielo.
En El carro de heno (1821), el agua genera una evanescencia sutil y animada, es poco profunda y se colorea con un festival de tonos verdáceos. En realidad, el artista era tan sutil en el agua como en el cielo.
La casa del almirante en Hampstead (1820-1825), por su parte, es un cuadro curioso de formato vertical, porque en él quería Constable subrayar la elevación que imprimían el chopo y la casa blanca. Esta escena rústica tendría influencia en Corot.
El británico obliga al espectador a percibir que, además del contenido temático de la pintura y el placer de su contemplación, el paisaje se construye pictóricamente y podemos notar su composición: la casa blanca relumbra tras la pantalla de sombra que marcan los árboles, y la luz es excusa para descubrir la complementariedad del rojo y el verde y el violeta y el amarillo.
Su luz es temporal, cambiante, de una fuerza expresiva extraordinaria, prácticamente un tema, porque el tema cuando no hay tema es el paisaje, y dentro de él, en Constable, la luminosidad: la luz del amanecer, del mediodía y del crepúsculo tiene un valor simbólico, aunque en el cuadro no pase nada, y está sometida a incidencias múltiples, como la hora del día, el filtro de las nubes, etc. Esas incidencias cambian con la rapidez vertiginosa del viento y Constable fue consciente de la importancia de aplicar un método físico de observación de la luz para un paisajista; de hecho, el llevaba un diario de nubes donde apuntaba datos y dibujaba, como un meteorólogo.
Cuando pintó estas barcazas sobre el Stour con la iglesia de Dedham al fondo, se fijó sobre todo en el foco de luz, que define todo. No buscó representar un encantador paisaje, sino el trabajo cotidiano de la gente en la naturaleza, y no solo definió elementos triviales, también utilizó apuntes de luz convirtiendo el agua en su gran repetidor. La tierra es agua y esta otra vez cielo, en una espectacular refracción luminosa.
Este camino conduciría al Impresionismo, que también captaría la crónica de los efectos lumínicos; de hecho, Constable ejerció su influencia en el Salon sobre Delacroix, Géricault y Courbet.
Una respuesta a “Constable, diario de nubes”
Carlos Gonzalez- Vidal
Todo es naturaleza. Constable es grande, muy grande.