Montevideo, Caracas, Buenos Aires, Río de Janeiro o São Paulo, ciudades que experimentaban, a mediados del siglo pasado, un crecimiento rápido, fueron el escenario, en esa misma etapa, de indagaciones artísticas igualmente vigorosas a cargo de artistas que exploraban las fronteras del arte concreto, al que había puesto nombre Theo van Doesburg en 1930 en un manifiesto así llamado. El de Utrecht fallecería al año siguiente, pero su legado lo retomaron, en Europa, Jean Arp o Max Bill, y en Latinoamérica un buen número de artistas fundamentales de la región que mantuvieron viva su defensa de que la creación no había de servir para simular realidades virtuales o ilusorias. La máxima de los impulsores del arte concreto era: Materiales reales, espacio real.
A mediados de la década de los cuarenta, cuando Europa empezaba a salir del infierno, autores argentinos comenzaron a reinterpretar y desarrollar aquel arte concreto que Van Doesburg había iniciado en París. Rechazaron la figuración, argumentando que tendía a amortiguar la energía cognitiva del hombre y a distraerlo de sus propios poderes, y dejaron de buscar la sugestión de espacios tridimensionales en las superficies bidimensionales de los lienzos. Consideraban que todos debíamos rodearnos de objetos reales, no de ilusiones, y entendieron como la gran bondad del arte concreto el acostumbrar al individuo a relacionarse directamente con las cosas, y no con ficciones generadas a partir de ellas. Aspiraban a crear una realidad autónoma usando formas geométricas planas universales y defendían que la pintura no debería simbolizar o significar nada más allá de sí misma y que nada es más concreto o real que las líneas, los colores y las superficies.
Rechazaron la figuración, argumentando que tendía a amortiguar la energía cognitiva del hombre, y a distraerlo de sus propios poderes
A aquellos artistas argentinos que cultivaron esta corriente desde cierta proximidad cronológica con Van Doesburg, les sucedieron artistas brasileños, uruguayos y venezolanos. Especial atención merecen los primeros: a mediados de los cincuenta, Lygia Clark, Lygia Pape y Helió Oiticica desafiaron, en profundidad, el concepto de la obra de arte como un objeto estático y sus incursiones en el arte concreto fueron el punto de partida para el desarrollo de producciones mucho más complejas.
Las similitudes visuales entre los trabajos de unos y otros artistas latinoamericanos vinculados a este movimiento son evidentes, pero también lo son, muchas veces, las contradicciones respecto a sus intenciones originarias. En torno al tronco común del arte concreto se generaron numerosas facciones creativas con trayectorias más o menos largas y fecundas durante cuatro décadas y esos grupos también manifestaron sus ideas, ocasionalmente utópicas, en textos y manifiestos propios que distribuían como panfletos o que publicaban en prensa o en las revistas que ellos mismos editaban.
El Moderna Museet de Estocolmo ha querido revisar unas y otras corrientes a partir de una extensa selección de obras fechadas entre los treinta y los setenta; muchas pertenecientes a la colección de Patricia Phelps de Cisneros. Hay que recordar que parte de sus fondos conformarán próximamente un museo propio en Tabacalera y que recientemente ha donado un buen número de piezas al Museo Reina Sofía, el MoMA, el Museo de Arte de Lima, el de Arte Moderno de Buenos Aires, el Blanton Museum of Art de Texas y el Bronx Museum of the Arts de Nueva York, con el objetivo de favorecer la investigación y difusión del arte latinoamericano.
Junto a los creadores latinoamericanos (Geraldo de Barros, Aluísio Carvão, Willys de Castro, Lygia Clark, Waldemar Cordeiro, Cruz-Díez, Judith Lauand, Raúl Lozza, Tomás Maldonado, Juan Melé, Juan Alberto Molenberg, Hélio Oiticica, Alejandro Otero, Lygia Pape, Rhod Rothfuss, Luiz Sacilotto, Iván Serpa, Jesús Rafael Soto, Torres-García o Rubem Valentim), también están representados en la muestra artistas europeos, de carrera o de origen, como Mira Schendel, Max Bill, Gyula Kosice, Gego o Anatol Wladyslaw.
Unos y otros trabajaron sumidos en una era postbélica de optimismo y cambio social, de crecimiento económico, pero también de autoritarismo político. Era habitual que poetas, músicos, arquitectos y artistas trabajasen unidos en proyectos interdisciplinares y que se inspiraran entre sí, y algunos de los manifiestos a los que nos hemos referido nacieron precisamente de esas interacciones creativas –en Estocolmo se exhiben varios de ellos–. Ciertos creadores trabajaban desde un enfoque político más evidente y crudo que otros, pero todos compartían confianza en el potencial del arte no figurativo a la hora de dar forma, valga la paradoja, a la sociedad moderna.
Más allá de las colaboraciones, hubo también entre ellos influencias en la distancia: el suizo Max Bill, que organizó la primera exposición de arte concreto en Basilea, en 1944, dejó una huella fundamental en el desarrollo del movimiento en América a partir de sus contactos con los argentinos Tomás Maldonado y Juan Melé. Además, en São Paulo pudo verse, en 1951, una retrospectiva suya que sería decisiva en la escena brasileña.
El uruguayo Torres-García, quien entabló amistad con Van Doesburg en París, sí incorporó símbolos a su obra. Ya sabéis que, tras casi cuatro décadas recorriendo Europa y Estados Unidos, regresó a su país natal en 1934 y, al año siguiente, publicó La escuela del sur, un texto en el que enfatizaba que el arte de las naciones que habían entrado rápidamente en la modernidad debía estar lleno de contenido y mantener un enlace continuo con lo popular. Animó a sus colegas a conocer el contexto global sin olvidar el local, y él mismo conjugó el constructivismo europeo con trazos precolombinos. Su compatriota Rhod Rothfuss se trasladó a Buenos Aires en 1942, donde tuvo una considerable influencia en el desarrollo del arte concreto.
En esos inicios de los cuarenta Argentina descubrió las bondades de esta corriente, en parte gracias a Maldonado y Kosice. Rothfuss escribiría en la revista Arturo que, aunque la abstracción había liberado al arte de representar la realidad desde postulados realistas, sí se adhirió a la idea de que la pintura podía ser la ventana ilusoria de acceso a otros mundos. Por eso, si los pintores abstractos manejaron sobre todo formatos rectangulares, las formas irregulares por las que apostaron los concretos fueron otra vía más para la ruptura.
En Venezuela, después de que la Junta Militar tomara en 1948 el poder, muchos artistas, Jesús Rafael Soto entre ellos, partieron hacia París, donde se unieron al colectivo Los Disidentes, que años antes había creado Alejandro Otero.
A diferencia de muchos de sus contemporáneos, Soto no estaba interesado en el movimiento mecánico y sus posibilidades plásticas, sino en el dinamismo humano y ocular. Sus trabajos cambian de apariencia a medida que el espectador se desplaza en torno a ellos. Cruz-Diez también ahondaría en las interacciones entre arte y espectador, a través del color y de proyectos interactivos en los que el público podía alterar la posición de sus elementos.
Por su parte, Gego, que había llegado a Venezuela en 1939 escapando del nazismo, comenzó a utilizar en los sesenta alambre, papel y hierro para crear dibujos tridimensionales. Sus instalaciones de cables crean también nuevos nexos entre líneas, formas y espacios.
Juscelino Kubitschek quiso condensar en Brasil medio siglo de desarrollo en cinco años y Brasilia y Niemeyer fueron, en los sesenta, emblema de esa transformación social radical. Sin embargo, los principales núcleos artísticos del país continuaron siendo São Paulo y Río de Janeiro. En el Museo de Arte de São Paulo, inaugurado en 1947, se expuso a Alexander Calder, Le Corbusier y Max Bill. Cuando el Grupo Ruptura se lanzó en São Paulo en 1952, sus miembros, incluidos Waldemar Cordeiro, Geraldo de Barros, Luíz Sacilotto, Judith Lauand y Anatol Władysław, se dejaron influir decisivamente, de nuevo, por Bill. Rechazaron el naturalismo en pos de un enfoque analítico y teórico del arte, y la lógica y las matemáticas fueron sus herramientas para comprender y representar la realidad objetiva. Las superficies lisas de materiales industriales enfatizaban que la obra de arte era independiente del artista.
1954 fue el año del lanzamiento del Grupo Frente, cuyo gran impulsor fue Iván Serpa, quien propuso un uso más experimental y exploratorio del arte concreto. A este colectivo se ligaron Lygya Clark, Lygia Pape, Aluísio Carvão y Oiticica, y el crítico Mário Pedrosa, amigo personal de muchos de ellos a quien el Reina Sofía dedicó una reciente exposición, teorizó sobre sus creencias en el poder revolucionario y regenerador del arte. Subrayó que este debería enseñar a las personas a “ejercitar plenamente sus sentidos y moldear sus propias emociones”.
A finales de los cincuenta, algunos miembros de Frente se propusieron alcanzar la fusión de arte y vida. Sus ideas se plasmaron en el Manifiesto Neoconcreto de 1959 escrito por Ferreira Gullar y firmado por, entre otros, Clark, Pape, Oiticica y Franz Weissmann. Estos artistas se opusieron a la creciente interpretación racionalista del arte concreto, afirmando que a la teoría se le daba demasiada importancia y el arte se confundía con la ciencia. Fuertemente influenciados por la fenomenología del filósofo Maurice Merleau-Ponty, abogaron por que todos los sentidos, y no solo la vista, fueran necesarios para experimentar la creación. Sus pinturas y esculturas se trasladaron entonces de las paredes y plintos a los suelos y se animó a los espectadores a tocarlas y transformarlas. En algún caso desarrollaron proyectos en el espacio público, convirtiendo a los viandantes en parte del proceso. El ejemplo más claro es el de Hélio Oiticica, que colaboró con una escuela de samba en una favela en Río; sus parangolés son “mantos” que la gente puede usar para bailar y vivir.
El arte concreto también llegó a Suecia. Otto G. Carlsund fue uno de los miembros del grupo fundado por Van Doesburg en París y, en buena medida gracias a él, obras de aquel y de Mondrian formaron parte de la Stockholm Exhibition de 1930. Sin embargo, en este país la corriente no se desarrolló de forma pura, sino con tintes figurativos o abstractos (Lennart Rodhe, Olle Bonniér). Quizá quien se mantuvo más fiel a las esencias fue Olle Bærtling, que en 1959 participó en la Bienal de São Paulo. Algunos trabajos de todos ellos, procedentes de los propios fondos del Moderna Museet, forman parte de la exposición.
Si Estocolmo nos queda lejos, siempre podemos acercarnos a la Fundación Banco Santander. El arte concreto brasileño tiene una presencia importante en la exposición que esta institución dedica a la colección Montenegro.
“Concrete Matters”
Skeppsholmen
Estocolmo
Del 24 de febrero al 13 de mayo de 2018
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