Decía Hippolyte Taine que la pintura, como la percepción que reproduce, es alucinatoria por naturaleza y que la alucinación, por muy anormal que pueda considerarse, es la esencia de nuestra vida mental. Su afirmación puede ayudarnos mucho a comprender los postulados surrealistas, y no solo los que se volcaron sobre lienzo, sino también los que llegaron a la escultura o el cine.
En el marco de las actividades con que el Círculo de Bellas Artes conmemora el centenario del movimiento y de su Manifiesto, a cargo de André Breton, su sala Picasso acoge desde hoy una muy extensa muestra que profundiza en el devenir (no podemos hablar de evolución) del arte de Max Ernst a lo largo de siete décadas y, sobre todo, en los vínculos de este con la gran pantalla. El propósito implica un desafío importante, porque este autor alemán fue pintor, escultor, grabador, dibujante, poeta y teórico -sobre todo un jugón que no puso límites a su experimentación- y porque se relacionó con dadaístas y surrealistas, pero una parte no menor de su producción tuvo un cariz romántico y otro de sus referentes fue el humanismo renacentista.
Cómodo con su imagen y con su celebridad, posó para numerosos fotógrafos (son muchas las instantáneas en esta antología que nos lo muestran creando, descansando o jugando al ajedrez con Dorothea Tanning) y también participó como actor en no pocas películas y documentales, aunque esa presencia física no fue el único modo en el que se involucró -lo veremos- en el séptimo arte. Su misma noción de la creación ya tenía mucho de escenográfico y de ficticio: los decorados teatrales, la ambientación de sus figuras en escenarios fingidos o el empleo de tarimas de madera remiten a una consideración de la representación muy distante del naturalismo, pero también muy cercana a la infancia, que no está demasiado reflejada de forma directa en sus creaciones, pero sí en espíritu; era Ernst un creyente fervoroso en el poder del juego.
Nacido en la industrial ciudad de Brühl en 1891, ya había estudiado filosofía, historia del arte, literatura y psiquiatría en Bonn, y era buen amigo de Macke, antes de enrolarse en el ejército en la I Guerra Mundial. Tras su fin se instaló en Colonia, donde participó de un movimiento dadaísta en marcha elaborando inéditos collages que aunaban fotografía y xilografía, y ya en 1922 se establecería, aunque ilegalmente, en Francia, donde fue bien acogido por los rasgos surrealistas tempranos que manifestaba su obra, en forma de yuxtaposición de realidades distantes que generaban, se decía, chispas. El propio Breton anticipó, a comienzos de los veinte, esa relación estrecha de Ernst con las cámaras que llegaría más tarde; aseguró de él que proyecta ante nuestros ojos la película más cautivadora del mundo, sin perder la gracia de su sonrisa. Para lograrlo serían sus fuentes, en un primer momento, Muybridge y Marey, fotógrafos pioneros en la captación del movimiento, y quien entonces era tenido casi por un mago: Georges Méliès.
No tardaría mucho el artista en trasladar a la pintura los principios que había aplicado al collage: un ejemplo casi precoz lo encontramos en el Círculo en Edipo Rey (1922), en el que una nuez y una mano atravesada resultan inesperadamente grandes respecto a la casa de la que sobresalen, sin que ello suponga una ruptura de la armonía. Sus primeras incursiones dadaístas parecen converger aquí con inquietudes propias de De Chirico y su pintura metafísica, con su conocimiento de la literatura griega antigua y del contemporáneo psicoanálisis. La referencia a la perforación alude a la liberación de la mirada para dirigirse a mundos interiores y sería la base de la célebre secuencia del ojo cortado de Un perro andaluz, siete años posterior a aquella obra; y no es ese el único elemento en el filme de Buñuel y Dalí que remitirá a Max Ernst. Hablando de Dalí, durante esta Navidad el Círculo expondrá en su Teatro Fernando de Rojas los telones originales que diseñó para su primer ballet paranoico, llamado Bacchanale.
Una de las composiciones más atractivas de Ernst entre las llegadas a Madrid está dedicada, justamente, a sus amigos: podemos decir que Au rendez-vous des amis aúna el retrato con el manifiesto; además, fechado en 1922, capta ya a todas las figuras que darían forma al surrealismo un par de años más tarde, convenientemente numeradas para poder identificarse. Se codean, asimismo, con artistas del pasado, en una imagen próxima al collage en lo formal y a la alegoría en su contenido: nos referimos a Rafael Sanzio y a Dostoievski; y se acompañan de símbolos alquímicos o astrales. Fuentes y autores contemporáneos componen aquí, por tanto, un colectivo inspirado e inspirador.
En realidad París traería a Ernst, también en la segunda mitad de los veinte, un nutrido grupo de lazos, personales y artísticos, y sus métodos poco convencionales tendrían eco en sus cercanos. Fue uno de los primeros en cultivar la escritura automática, desde luego el frottage y, en general, todos los procesos que implican automatismo y la expresión libre de la emoción interior. Recordamos en qué consiste esa técnica del frottage: al frotar un lápiz sobre una hoja de papel dispuesta sobre tablas de madera veteadas, hacía germinar pequeños universos de criaturas biomórficas parecidas a fósiles antiguos. Así creó su Historia natural en 1926, un testimonio de su observación de la naturaleza, pero también de su interés por el libro del Génesis.
Cerca de estos trabajos podremos ver un fragmento del documental Mi vida de vagabundo-Mi desasosiego, apto para repasar todas las inquietudes creativas de Ernst, desde sus etapas dadaísta y surrealista en Colonia y París a su experiencia con los indios Hopi de Arizona y su último regreso a Europa, pasando por sus fases provenzal y neoyorquina.
A lo largo de su vida extensa se relacionó con mujeres intelectuales y cultas; sus desnudos femeninos, por esa u otras razones, alcanzan dimensiones muy globales: reúnen referencias al cosmos y al mito, al reino vegetal y al animal, a los minerales y a las figuras mecánicas. Al Círculo ha llegado parte de su novela-collage La mujer de las cien cabezas, susceptible de ser considerada casi un manifiesto surrealista desde su mismo título ambiguo: en francés, referirse a ese centenar de tétes puede significar literalmente un centenar de cabezas, ninguna, o una sola muy testaruda.
Aquel trabajo, en todo caso, fue punto de partida para un mediometraje que Eric Duvivier grabó en 1997, una adaptación libre. Y regresando al cine, lo encontraremos en la primera parte de La edad de oro de su amigo Buñuel: esa mujer de 100 cabezas pudiera ser la base de una de las escenas clave de la película, en tanto que dos páginas del primer cuadernillo de Une semaine de bonté podrían haber surgido, a su vez, de ese filme (Le lion de Belfort). Cuando la obra de Buñuel se proyectó en 1930 en el cine Studio 28 parisino, acompañaron el acontecimiento, desde el vestíbulo, obras de Max Ernst, Hans Arp, Dalí, Miró, Man Ray y Tanguy (fueron bombardeadas por el escándalo suscitado por ese filme, la del alemán no sufrió daños).
No mucho más tarde, en 1932, el galerista estadounidense Julien Levy, pionero en exponer a los surrealistas en América, dedicó a nuestro artista dos cortos durante un viaje a París, los dos grabados en su casa llamada Le Moulin du Soleil; pueden verse, por primera vez, con motivo de esta exposición y se titulan Film illogique y Weekend at Caresse Crossby´s.
Mencionamos antes Une semaine de bonté: es uno de sus proyectos fundamentales y merece sección propia en este recorrido. Esta novela-collage se estructura en cuadernillos vinculados a los cuatro elementos y a los días de la semana y se basan en recortes de libros y revistas decimonónicos, pero sin texto. En Madrid pudieron verse por vez primera, en 1936 (se salvaron por poco de las bombas), y de nuevo en 2009, en aquella ocasión en la Fundación MAPFRE. También tendrían su película, tardía pero fiel: a cargó de Jean Desvilles, se llamó igualmente Une semaine de bonté y viene a mostrar la obra en pantalla en lugar de en un libro; en una animación recortada fotograma a fotograma, un ejercicio de redefinición del collage.
La II Guerra Mundial afectaría igualmente a Ernst, aunque no se encontrara en su Alemania natal desde casi dos décadas antes: fue recluido en Francia varias veces como extranjero hostil y permaneció en Marsella, junto a otros artistas, a la espera de poder abandonar el país; aquella etapa se recrea, aunque esta vez sin rigor histórico, en la reciente serie de Netflix Transatlántico. Uno de los episodios captados sin fidelidad en esa ficción es la muestra que Ernst dedicó a Peggy Guggenheim en un árbol platanero; de ella formó parte una pintura presente en esta exposición, El vestido de la novia, que a su vez aparecía en el capítulo Desire de la película de Hans Richter Sueños que el dinero puede comprar (1947), que, cerrando el círculo, produjo la propia Guggenheim. Se articula en episodios, cada uno de ellos ideado por un artista: además de Ernst, se sumaron Calder, Duchamp, Léger, Man Ray y el mismo Richter. En la banda sonora participó, entre otros grandes, John Cage.
Sorprenderá a los visitantes la radical contemporaneidad del lenguaje de La tentación de san Antonio, pintura en la que el santo se nos muestra atrapado entre monstruos con garras y picos brutales dignos del manga; esta composición ganaría un concurso para ser incluida en el filme La vida privada de Bel Ami, de David L. Loew, en una convocatoria a la que concurrieron, además, el citado Duchamp, Paul Delvaux, Dalí, Leonora Carrington o Tanning. Los 2.500 dólares que recibió como premio le permitieron hacerse con un terreno en Arizona. Fue Ernst bastante gráfico a la hora de describir la pieza: Gritando por ayuda y luz a través del agua estancada de su oscura y enferma alma, san Antonio recibe como respuesta el eco de su miedo, la risa de los monstruos creados por sus visiones.
En Estados Unidos permanecería una década, un tiempo en el que centró su obra en la investigación del cosmos y el universo y llevó a sus decalcomanías microbios que definió como bacterias que alimentaban su cerebro. Llegó a crear paisajes tan pequeños como una uña del pie para subrayar los nexos entre lo micro y lo macro, e incluso entre el paisaje exterior y el interior. Bob Towers lo filmó trabajando en ellos casi como un miniaturista del medievo.
El recorrido de esta exhibición, que no deja ningún fleco de sus inquietudes por abordar, se cierra con sus diseños de ajedrez (fue Georges Bataille el que se refirió a Ernst como un filósofo que juega, y sería de nuevo rodado en ese quehacer, en la película 8×8: Sonata de ajedrez en 8 movimientos); con su escultura Homme, creada para ser entregada como galardón en el festival de cine de Oberhausen; con los bellísimos grabados de inspiración astronómica de la serie Maximiliana, combinados con poesía; y con su serie litográfica La balada del soldado, diseñada para acompañar versos de Ribemont-Desaignes y de sentido claramente antibelicista.
El conjunto de la producción de Ernst supone una sugestiva invitación a mirar, hacia fuera, pero sobre todo hacia dentro: alumbró un complejo y excitante mundo de imágenes en la que lo humano y lo animal, lo orgánico y lo inmaterial, se entremezclaban sin jerarquías, las que tampoco imprimió a unas y otras técnicas. Esta es una de las exhibiciones más ambiciosas que ha acogido el Círculo en el último lustro.
“Max Ernst. Surrealismo. Arte y cine”
C/ Alcalá, 42
Madrid
Del 5 de diciembre de 2024 al 4 de mayo de 2025
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