Max Beckmann y todas las metáforas del exilio

El Thyssen presenta su primera monográfica española en veinte años

Madrid,

Hace ya dieciséis años, en 2002, Guillermo Solana y Tomás Llorens viajaron juntos a París para realizar algunas gestiones previas a una muestra del Museo Thyssen, la dedicada a Gauguin y los orígenes del simbolismo, y allí visitaron, en el Centre Pompidou, una gran retrospectiva de Max Beckmann. Con el paso del tiempo, aquella muestra y el deseo de programar en el Thyssen una comparable, si no en dimensiones, sí en pasión, se ha convertido en el germen de la monográfica del artista alemán que hasta enero podemos ver en Madrid. Hay que recordar que el Thyssen es el único museo español con obra suya en sus colecciones, así que esta exhibición, que llega veinte años después de la única individual dedicada en nuestro país a Beckmann (en la Fundación Juan March) era para los responsables de este centro un compromiso anhelado.

Evidentemente, por razones de espacio, “Beckmann. Figuras del exilio” no tiene parangón en amplitud con la antología del Pompidou, pero Llorens y Solana han buscado que, haciendo de la necesidad virtud, sí brille por su intensidad, gracias a sus planteamientos: nos encontramos ante una muestra de autor en la que los criterios temáticos y cronológicos quedan a un lado (salvo en su breve primera sección) en favor de un punto de vista particular del comisario Llorens: la exploración de la noción de exilio en la producción de Beckmann desde diversas vertientes alegóricas. Si su primera parte se centra en sus años de formación y nos enseña cómo llegó a convertirse en artista reconocido, la segunda y fundamental se dedica a las obras que llevó a cabo tras marcharse obligadamente de Alemania, de las que aquella producción temprana era premonitoria.

Max Beckmann. El hijo pródigo, 1949. Sprengel Museum, Hannover
Max Beckmann. El hijo pródigo, 1949. Sprengel Museum, Hannover
Max Beckmann. Max Beckmann. Begin the Beguine, 1946. Colección del University of Michigan Museum of Art, Ann Arbor
Max Beckmann. Begin the Beguine, 1946. Colección del University of Michigan Museum of Art, Ann Arbor

Esa intensidad buscada y lograda en la muestra tiene que ver -lo ha subrayado hoy Solana- con la reducción del grueso de los trabajos expuestos a una época (desde su exilio hasta su muerte); con la selección de obras decisivas, casi todas, además, inéditas en España (están presentes tres de sus diez dípticos, en los que volcó de manera más clara sus preocupaciones metafísicas) y con la voluntad de Llorens de que el público se acerque al artista compartiendo con él, en la medida posible, enfoques vitales y creativos, dándole para ello la guía de lectura de sus propias metáforas.

El resultado es la revelación de una personalidad creativa sobrecogedora, desde sus propias contradicciones: Beckmann era un pintor trágico, conocedor del lado oscuro y de que, en sus palabras, la vida es un juego perdido de antemano, pero no un pesimista convencional, porque también era un enamorado de esa misma vida burlona y en su obra tuvieron cabida la sensualidad, el erotismo, las pasiones altas y bajas y un vitalismo enigmático, apreciable en una de las piezas clave en el Thyssen: el retrato de su esposa Quappi con suéter rosa. Podemos decir que no era un autor cerebral, pero tampoco trabajaba desde la espontaneidad.

Esta lectura animosa de su trabajo, que hoy ha reivindicado en el Thyssen la nieta del pintor, parece sin embargo quedar constantemente tamizada por el peso de la incertidumbre, por un cariz de negro desencanto que flota en su producción realizada tras huir de Berlín. Necesariamente, Beckmann no fue ajeno a la amargura de quienes vivieron de cerca, muy de cerca en su caso, las dos Guerras Mundiales: él participó en la primera, más desde la búsqueda de aventura que desde el compromiso, y no demasiados intelectuales de entonces pudieron escapar al nihilismo.

Un nihilismo que no implicó una caída en la inactividad: Llorens ha explicado hoy que Beckmann trabaja mucho, aunque lentamente, de ahí que su obra sea relatívamente escasa y que los préstamos tampoco hayan sido fáciles. Además de como artífice de alegorías diversas sobre la condición humana y el exilio, de las que luego hablaremos, Llorens lo ha reivindicado como pintor de historia que dio testimonio de sucesos terribles ocurridos entre esas dos guerras mundiales y también después y de la microhistoria urbana de aquellos años. Pocos autores de su tiempo pudieron penetrar con la profundidad con la que él lo hizo en el clima europeo de entonces y puede que por no encontrar con quien compartir sus preocupaciones más íntimas, o por su gran individualismo y su odio de lo sectario, esquivara las etiquetas y la participación en movimientos de vanguardia, aunque hoy lo consideremos influido por el expresionismo en sus inicios y pionero de la Nueva Objetividad después.

Llorens ha explicado que el tratamiento, multiforme, de la idea de exilio en la obra del de Leipzig se debe a dos razones fundamentales. La primera es su propia experiencia: primero padeció un exilio interior, al no poder exponer ni vender obra cuando ya era un pintor reconocido y una figura pública importante en su país, debido al hostigamiento nazi, y después un exilio en su sentido literal, cuando su pintura fue señalada como arte degenerado en la exposición de Múnich de 1937 y él abandonó Alemania para no regresar. Aunque se refiriera a sí mismo como pintor fundamentalmente europeo y no alemán, es fácil imaginar su desarraigo teniendo en cuenta su conocimiento íntimo de la cultura germana y su querencia por la poesía romántica y la cultura alemana posterior a la Ilustración, que según Llorens asumió de forma radical y profunda y que determinó su forma de ver el mundo.

Sin embargo, al margen del peso en su obra de esas referencias cercanas, de Max Liebermann, del Renacimiento germano y de la tradición del grabado en madera, fueron también sus figuras de influencia Cézanne en los volúmenes, Van Gogh en la atención a los grupos sociales deprimidos y Picasso y cierta tradición naturalista española en su mirada hacia ellos, entre respetuosa y oscura; no es difícil acordarse tampoco de Solana. Además, él mismo declaró haber desarrollado su trabajo sobre los hombros de Goya y los pintores italianos.

Max Beckmann. Gaviotas en la tormenta, 1942. Colección del Dr. Harald Binder
Max Beckmann. Gaviotas en la tormenta, 1942. Colección del Dr. Harald Binder

La primera sección de la exposición es la única en la que las piezas se presentan en orden cronológico, y su colorido suave y la amabilidad en los retratos nos muestra a un Beckmann aún joven. Solo dos obras de la muestra son anteriores a la I Guerra Mundial, el resto de las presentes en este apartado corresponden a sus años de triunfo en la República de Weimar. Su prestigio llegó a París, pero la crisis económica de los treinta y el retraimiento de los gustos en la capital francesa terminó cerrándole esa puerta. Y cuando su arte no respondió tampoco a los gustos del régimen nazi, el exilio, como decíamos, terminó por marcar su vida personal y su arte, no solo como clave histórica de interpretación, también como reflejo del concepto del artista sobre la modernidad y la misma vida humana.

Lector de Schopenhauer, para Beckmann lo moderno era sinónimo de ruptura, de vaciamiento del campo en favor del crecimiento de las ciudades y de la consiguiente pérdida del cálido hogar, siendo la vida del alma, de cualquier alma, incompatible con el nuevo mundo material (y materialista) en el que él y sus contemporáneos empezaron a verse obligados a caminar. Por eso optó por pintar lo visible como representación de lo invisible, por enfrentarse a la visualidad desde un sentimiento íntimo, desde lo alegórico y desde la búsqueda de trascendencia. Aunque realizara retratos, paisajes y naturalezas muertas, fue sobre todo -así lo cree Llorens- un pintor de alegorías relacionadas con esa huida obligada del terreno conocido que fue su pan de cada día vital e histórico (primero en Holanda y luego en Estados Unidos), con el exilio como modo de definir la modernidad y la misma existencia.

Por eso las metáforas estructuran esa segunda sección de la exhibición: una nos la brindan las máscaras, que acompañan a distintos artistas ambulantes (actores, artistas de circo, cabareteras) como seres exiliados de su identidad natural; otra se refiere a las grandes ciudades modernas como escenarios propicios a esos exilios interiores, del mismo modo en que la Biblia se refería a Babilonia como caos donde se adoran dioses falsos y se diluye la verdadera unión con lo divino (tampoco en las urbes nuevas se distingue el día y la noche merced a la luz constante, a diferencia del campo); la tercera vincula muerte y exilio, porque no hay mayor ida que el largo adiós, como recordaron Schiller y Novalis, y porque morimos como los que viajan, sin saber qué nos ocurrirá -no hay que olvidar, en este sentido, que Beckmann manejó una concepción cíclica del tiempo-. Y la última se refiere al mar, uno de los motivos más presentes en la producción de Beckmann. Lo aborda como masa inabarcable donde no hay lugar, en la que nada está nunca quieto y de la que no se sabe regresar. Sus aguas simbolizan lo desconocido.

Una de las grandes obras que cierran la muestra es precisamente la última que Beckmann finalizó el mismo día de su muerte, a causa de un infarto, en Central Park: el trípico de Los argonautas, en el que se presenta como tales a pintores, músicos y poetas que defienden sus artes.

Si queréis saber más de él, sabed que esta exposición se acompañará desde noviembre de un simposio y un ciclo de cine, de los que pronto os hablaremos en Convocatorias.

 

“Beckmann. Figuras del exilio”

MUSEO THYSSEN-BORNEMISZA

Paseo del Prado, 8 

Madrid

Del 25 de octubre de 2018 al 27 de enero de 2019

 

 

 

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