María Blanchard nació en 1881, el mismo año que Picasso, en Santander, y cuando se estableció definitivamente en París, en 1916, ya tenía treinta y cinco años; para ubicarnos, pertenecía aproximadamente a la generación de Severini, Lothe, Rivera o Juan Gris, siendo algunos años mayor que todos ellos. Se integró perfectamente en la zona de Montparnasse: participaba en reuniones, recibía en su estudio, viajaba y exponía, y este círculo de artistas la aceptó entre los suyos.
Tras su etapa de formación, su carrera se extendió desde 1913 hasta su muerte en 1932, y su pintura cubista, que desarrolló entre 1915 y 1920, coincidió con una etapa efervescente de ese barrio de Montparnasse, en la orilla izquierda del Sena, donde se había asentado.
Regresando a los inicios, con su primera llegada a la capital francesa dejó atrás estudios en Madrid junto a Emilio Sala, Fernando Álvarez de Sotomayor, quien sería director del Prado, y Manuel Benedito. En París fue alumna de Anglada Camarasa en la Academia Vitti, y la querencia del barcelonés por los empastes se manifestaría en Ninfas encadenando a Sileno (1910), que sería su única pintura mitológica y le valió una medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes (antes había logrado otra por una obra perdida, titulada Los primeros pasos).
En El jardín de las damas curiosas (1911), retrataría a dos mujeres en conversación tranquila, paseando junto al estanque de un jardín poblado. El fondo lo desarrolló de una forma abocetada que remite a los telones teatrales o los de los estudios de fotografía; es posible que Blanchard estuviese recordando aquí sus paseos con la escritora (y prima suya) Matilde de la Torre por el jardín de la casa familiar de Cabezón de la Sal, en Cantabria.
El de Anglada, en todo caso, sería un respaldo importante para María Blanchard, y él facilitó que se renovaran sus becas para formarse en París. Allí pudo regresar, así, en 1911, retomando sus clases en la Academia Vitti, pero esta vez bajo la docencia del fauvista Kees Van Dongen. De él aprendió la artista cómo descomponer el color sobre el lienzo, la riqueza del arte primitivo y quizá la idea de que la pintura podía no partir siempre del referente directo de la naturaleza. Sabemos que, ese mismo año de 1911, ella decía: En una imagen, el arte empieza donde la naturaleza y la razón terminan.
Sabemos que, en 1911, ella decía: En una imagen, el arte empieza donde la naturaleza y la razón terminan.
Mujer con vestido rojo (1912-1914) supondría un cambio evidente en su pintura. En esta tela aplicó el óleo de forma plana y opaca, perfilando con rotundidad el rostro, los cabellos y los adornos de su modelo. Grandes cejas arqueadas, ojos almendrados sin pestañas ni párpados y un óvalo facial estrecho generan aquí una máscara similar a las africanas, que quizá pudo ver en los museos o en las colecciones de sus amigos artistas en este momento. En esta figura hierática, no obstante, sí incorporó concesiones ornamentales en el collar y los pendientes, suavizando su rotundidad; puede que conociera el retrato de Gertrude Stein de Picasso y, con toda probabilidad, las figuras de ojos enormes y perfiles marcados de Van Dongen, que como dijimos fue su maestro. El negro define las formas, acentúa los sombreados y se superpone al rojo intenso del vestido.
Destacan también los volúmenes del traje bulboso de Concepción Blanchard en la obra La maestra (1912-1914), donde la pintora repitió paisaje estereotipado y máscara, ahora en el perfil de la madre y profesora. Es posible que esta composición recoja el encuentro entre Blanchard y el Aduanero Rousseau o el neoprimitivismo ruso.
Al inicio de 1914, María había agotado ya las prórrogas de sus becas, pero estaba integrada en un grupo de vanguardia en el que era bien acogida. Junto a Diego Rivera, Juan Gris y Lipchitz, desarrolló una intensa actividad creativa favorecida por la vida cultural en un París prebélico pero en ebullición. Precisamente con Rivera, Beloff, Lipchitz y otros acudió, en el verano de ese año, a pintar en Mallorca; en esta época estaba sumergiéndose en el cubismo, en el que Rivera ya se había adentrado de lleno.
Al estallar la I Guerra Mundial, Blanchard se desplazó a Madrid, también junto a más creadores: compartió estudio con el muralista mexicano y ambos frecuentaron la tertulia del Café Pombo. Fue para ella una buena etapa, porque, alejada de las penurias que padecía París, pudo recuperar un ambiente familiar. En 1915, en el Salón de Arte Moderno, Gómez de la Serna organizó la exposición “Los pintores íntegros”, en la que ella participó junto a Rivera, Luis Bagaría o Agustín “el Choco”; sería aquella una exhibición variada y no radical, pero destacó, en cualquier caso, en el ambiente conservador madrileño de este momento y el éxito se manifestó en críticas que descalificaban el cubismo.
Merece la pena recordar como describía Gómez de la Serna a Blanchard: Es un ser tan lleno de cosas, tan reservado, tan pleno de ahorros, que nos tiene sobrecogidos. Ella no es femenina, sino varonilmente maligna, asombrosa y maravillosamente maligna, quimérica y secreta, nigromántica, ingenua como la voz de una niña, y embaraza como viajera que acaba de llegar de vuelta del país de las oscuras cavernas y del país de las cumbres radiantes.
María se adentraba, en definitiva, en las corrientes artísticas modernas, pero las becas no llegaban, la guerra tampoco finalizaba y su familia quería un trabajo estable para ella. Por eso estuvo de acuerdo en emplearse como profesora de dibujo y obtuvo plaza en las Escuelas Normales de Magisterio en Salamanca, donde, sin embargo, no fue bien recibida; renunció y regresó a París a pesar de la incertidumbre. Comenzó entonces allí su relación con el galerista Léonce Rosenberg y no retornaría más a España.
Se llevó con ella, para esa estancia francesa última, La comulgante (1914-1920), que expuso en el Salón de los Independientes de 1921. Su éxito fue señalado y André Salmon halló en esta obra las huellas de José de Ribera y de Chagall, una especie de alianza de eslavismo e hispanismo. Se trata de una niña con traje y velo blancos ante un reclinatorio y con un altar al fondo y ángeles en lo alto, a modo de rompimiento de gloria. La cortina y el reclinatorio introducen de nuevo el rojo oscurecido por el negro y, por su rotundidad e ingravidez, esta parece una estampa devocional o un icono; su estatismo la aleja de las comulgantes de Picasso, Josep Llimona o Eugène Carrière.
El periodo cubista de Blanchard culminaría con una exhibición individual en L´Effort Moderne en 1919, poco antes de que Rosenberg terminara su relación comercial con ella; le dijo que se debía a cuestiones económicas, pero otros testimonios apuntan a que consideraba a la santanderina y a Rivera cubistas “superficiales”. Aquella separación supuso para la autora, a la vez, un disgusto económico y una liberación, porque parece que Rosenberg se tomaba bastante en serio la cuestión de la exclusividad.
En 1920, figuró María entre los artistas franceses en la Exposición de Arte Francés de Vanguardia en las Galerías Dalmau de Barcelona. En aquel tiempo, ya fallecido Renoir y reabierto el Louvre tras la guerra, inició ella su segunda etapa figurativa, que alcanzaría plenitud entre 1921 y 1927. No tuvo lazos con el surrealismo y tampoco podemos vincularla con el art decó: reinventó su obra en el espíritu del momento, en un entorno cultural nuevo, distanciándose de Gris y Lipchitz; también de Rivera, que regresó a México justamente en 1921.
Lhote sería en ese nuevo tiempo su principal valedor y su economía mejoró gracias al mecenazgo del grupo belga Ceux de Demain y, en los últimos años, del doctor Girardin y el galerista Berger. Se integró en el entorno del citado Lhote y de Jacques Rivière, un círculo de una derecha moderada, ilustrada y católica que quizá favoreció su regreso a la práctica religiosa en 1927, muerto Juan Gris. No fue la única en reacogerse a la religión después de una crisis espiritual: procesos similares experimentaron Max Jacob, Severini o Jean Cocteau.
Cuando volvió a la figuración, la atención a la realidad le concedió una excusa para consolidar un lenguaje pictórico propio. No se valió Blanchard de la idealización clasicista ni de una iconografía surrealista: en Juguetes (1920) mostró su interés por los objetos y por la infancia, condensando tendencias varias: el realismo, el tratamiento formal plástico y volumétrico, la huella clásica y el gusto por lo popular.
Sus figuras, inexpresivas y a su vez introspectivas, son más prototipos que retratos y se repiten, recolocadas en distintas situaciones, narrando pequeños pasajes de historias no contadas. Otras veces surgen de la realización de réplicas, práctica que se intensificó hasta la muerte de la artista debido a necesidades económicas.
Las dos hermanas (1921) es una de sus mejores obras; muestra a dos mujeres jóvenes de expresión nostálgica en sus rostros, de pie en una habitación vacía y ante una mesa con labores de costura. Se abrazan y podemos entender que pertenecen a una tradición de retratos dobles que Blanchard pudo conocer bien en el Louvre. En temática y composición nos resulta similar a Las dos huérfanas, de formas naturalistas y redondeadas, con una geometrización de aire cubista.
La artista se dirigía, por tanto, desde el cubismo a una figuración que remitía a la pintura alemana de la Nueva Objetividad, pero también a Cézanne. Trasciende las tendencias ornamentales, las modas o las referencias locales y temporales; si nos fijamos en El borracho (1920), dejando a un lado su colorido, podríamos fecharlo en el siglo XVI en un primer vistazo. Mientras París se agitaba al ritmo de la ascendente burguesía moderna, Blanchard decidió replegarse y dialogar desde una óptica personal con la historia; su inspiración serían las colecciones de los museos y pintó niños jugando, durmiendo, leyendo o rezando, madres jóvenes, ancianas o sirvientas. Rara vez representó a mujeres modernas, al margen de Las dos amigas y Mujer peinándose; sus modelos habitan estancias atemporales que evocan a Vermeer, De Hooch… y las rodean muebles toscos, techos bajos y velas, en lugar de lámparas.
En la década de los veinte estableció Blanchard su manera de aplicar luz y color conjugando las enseñanzas primeras de Emilio Sala, el modelo de Cézanne y los métodos de iluminación propios del cubismo. Como Jean Metzinger y Albert Gleizes, rechazaba la idea de una luz derivada de un foco y un rayo que ilumina en una dirección, no pretendiendo alcanzar efectos realistas: distribuye los brillos luminosos por conveniencia pictórica y crea variaciones por toda la composición.
Las tonalidades oscuras (pardos y tierras) aportan la base general y sobre ella inciden colores del espectro aplicados con toques breves, dando lugar a contrastes y a una sensación vibrante.
Poco tiempo antes de fallecer, María Blanchard decía que quería pintar flores, es decir, pinturas amables y sin riesgos, que la alejarían de las incertidumbres académicas y le permitirían entregarse al color. Su trayectoria al completo, y de forma cronológica, será repasada, desde el próximo 30 de abril, en el Museo Picasso Málaga, en la muestra “María Blanchard. Pintora a pesar del cubismo”, que incidirá en sus aportaciones a esa corriente (en sus experimentaciones con las perspectivas múltiples y la fragmentación), pero también en la complejidad formal y el cariz simbólico del conjunto de su producción, desarrollada en un tiempo relativamente corto.
Bien acogida por sus colegas en París, pero insuficientemente valorada por la crítica en vida, manifestó en sus escenas domésticas, infantiles o ligadas a la maternidad y a las mujeres trabajadoras, su inquietud por la fragilidad de la condición humana (que ella conoció bien); también procuró la evocación de emociones a la luz de la tradición de la pintura europea.
Serán noventa las obras que reunirá esta retrospectiva, comisariada por José Lebrero Stals, que fue director de este Museo hasta hace unos meses.
“María Blanchard. Pintora a pesar del cubismo”
C/ San Agustín, 8
Málaga
Del 30 de abril al 29 de septiembre de 2024
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