La última gran exposición que se le dedicó a Guido Reni tuvo lugar en 1988 y se presentó primero en la Pinacoteca y el Museo Arqueológico de Bolonia, ciudad natal del artista, y después en varios centros de Estados Unidos, despertando una enorme expectación. No siempre ha sido así: este artista fue reverenciado en vida, pero cayó en una suerte de ostracismo crítico en el siglo XIX del que solo se recuperó bien entrado el XX, como ha recordado hoy Miguel Falomir al rememorar que Hipómenes y Atalanta, una de sus obras en la colección del Prado recientemente restaurada, fue enviada en depósito a Granada por considerarse menor, no regresando a Madrid hasta 1964.
La exhibición que hoy ha abierto sus puertas en el Museo madrileño, organizada junto al Städel Museum alemán y comisariada por David García Cueto, jefe del Departamento de Pintura Italiana y Francesa hasta 1800 de la pinacoteca, cuenta con una decena más de piezas que las que se reunieron en aquella muestra hace treinta y cinco años (un centenar) y hace hincapié, además de en su trabajo fundamental con el cuerpo humano a la hora de plasmar, a través de él, ideales de belleza física y también espiritual, en su inserción en el universo estético del barroco europeo, del que se nutrió y al que realizó aportaciones relevantes que alcanzaron difusión a través de las copias, sin ir más lejos decisivamente en España.
En las salas A y B del Prado podemos contemplar pinturas y dibujos (en su mayoría de Reni, pero también pertenecientes a autores contemporáneos) y once esculturas: como otros artistas renacentistas y barrocos, trabajó en su aprendizaje a partir de ellas y además sus composiciones inspiraron a escultores de generaciones más jóvenes. Once secciones articulan el recorrido, entrelazándose en ellas cuatro líneas argumentales, como ha explicado García Cueto: el recorrido biográfico, los desarrollos temáticos en torno a la belleza del cuerpo, el mencionado diálogo con la escultura y, por último, el coleccionismo y la influencia del italiano en nuestro país durante el Siglo de Oro.
Se inicia la exposición de la mano de un autorretrato juvenil y de una preciosa obra alegórica que da cuenta de su concepción de la pintura: se trata de La unión del Dibujo y el Color, llegada del Louvre, en el que el primero, encarnado en un varón, rodea por los hombros a la mujer que simboliza la paleta cromática, aunque concedió más atenciones al primero. También recordando que la Bolonia en la que nació el pintor en 1575 pertenecía a los Estados Pontificios y era entonces uno de los mayores centros culturales europeos: se desplegaba allí una pintura ligada al espíritu de la Contrarreforma que, de la mano de los Carracci, avanzaba en la superación del manierismo, dando pasos en el estudio del natural y conjugando la belleza y novedad con la transmisión de la fe. Veronés, Rafael, Tiziano y Correggio eran figuras de referencia y fue iniciándose en esta ciudad desde donde la maestría del artista en la representación de lo divino pudo proyectar su prestigio sobre Roma y Europa.
Aprendería de Denys Calvaert (del que el Prado posee un estupendo Abraham y los tres ángeles, en la exposición): se trataba de un maestro flamenco asentado en Italia que cultivaba un manierismo tardío con ecos nórdicos; junto a él, Reni consolidó un dibujo limpio y un cromatismo sensual y comenzó a introducir en el mercado pequeños óleos sobre cobre. Deseoso de abrirse caminos y fortuna, sin embargo, se acercó a los Carracci, quienes habían estrenado tiempo antes una academia de formación teórica y práctica, la Accademia degli Incamminati, en la que, además de aprender grabado y modelado en terracota, elaboró sus primeras piezas autónomas, algunas atendiendo a encargos oficiales.
Esa búsqueda de perfección (y quizá algunos roces con Ludovico Carracci) lo llevarían a Roma, donde descubriría el legado de la Antigüedad y también la obra de Rafael y Caravaggio; este último lo marcó: quiso emularlo para después superarlo, interés en el que pudo coincidir con Ribera -y de ambos nos deleitarán sus visiones de San Sebastián-. Así se hace especialmente patente en sus composiciones muy contundentes de David venciendo a Goliat, aunque esa senda, por la que se le conoció como antiCaravaggio, fue una fase transitoria hacia la consagración de un estilo propio, cuyas individualidades se hacen ya muy claras en La matanza de los inocentes, monumental lienzo llegado de la Pinacoteca boloñesa y símbolo de esa ciudad.
CUERPOS CELESTIALES
Las primeras incursiones de Reni en la belleza del cuerpo humano llegaron de la mano de figuras religiosas y especialmente de Cristo, como modo de encauzar la atención del espectador hacia lo trascendente; así se le reconoció en su tiempo, y el que fue su biógrafo, Carlo Cesare Malvasia, llegó a decir de él que volaba a las esferas para traer a la tierra las ideas celestiales, convirtiéndolas en divinidad humanizada. Cuando se ocupó de la vida y pasión de Jesús, lo presentó desde una gran belleza física, indisociable a la divinidad de su alma, y en aquellas imágenes protagonizadas por san Juan Bautista procuró estudiar la evolución de los rasgos físicos en la transición de la adolescencia a la edad adulta: veremos tres potentes versiones del santo en el desierto realizadas a mediados de la década de 1630 en las que podremos apreciar su progresión en la definición del dibujo; proceden del Convento de la Purísima de Salamanca, la Dulwich Picture Gallery de Londres y el Palazzo Bentivoglio de Bolonia y la española es la más tardía. Sus Ecce Homo se han confrontado, además, al de Tiziano.
Poderosos despliegues corporales los encontramos, asimismo, en sus trabajos de tema mitológico, en los que hizo suya la tradición de representar anatomías sobredimensionadas a partir de los frescos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina y también de referentes clásicos (sobre todo del Torso Belvedere). Se trata de cuerpos que, resultándonos verosímiles, no es inapropiado considerar casi sobrenaturales: apabulla La caída de los gigantes llegada de Pésaro. La aristocracia coleccionó a menudo este tipo de trabajos, buscando ensalzar la grandeza de sus sagas, razón que también explica las obras mitológicas de Zurbarán que atesoró la monarquía hispánica o sus encargos escultóricos a Alessandro Algardi, al que se llamó Guido en mármol y que encontraremos a menudo en el recorrido.
Una suerte de contrapunto nos aguarda en sus pinturas de santos, representados individualmente o en composiciones complejas de múltiples figuras, subrayando la belleza en la vejez de los protectores e intercesores de los creyentes. De Notre-Dame, donde pudo salvarse también de un incendio como podía ser de esperar, ha llegado El triunfo de Job, impresionante composición hagiográfica, recientemente restaurada en Francia, de cuatro metros de altura, en la que el paciente recibe dádivas tras superar las pruebas divinas, y se mimaron los elementos secundarios sin restar relevancia al protagonista. Contemplaremos, asimismo, rostros de diversos santos en los que supo captar plenitud serena al margen de la edad, indisoluble de la noción cristiana de lo hermoso del alma más allá de la carne.
Lienzos de gran formato también brindó a la Virgen María, presentándola en ocasiones más humana y en otras plenamente trascendente. Uno de ellos fue una Inmaculada Concepción que le encargó la corona española para María de Austria, hermana de Felipe IV, y que fue donada a la Catedral sevillana, donde permaneció hasta la Guerra de la Independencia y donde probablemente la conocería Murillo. Actualmente en los fondos del Metropolitan de Nueva York, esta imagen plenamente idealizada ha viajado al Prado, donde podemos verla junto a la Inmaculada de El Escorial del andaluz o junto a la delicada Virgen de la Nieve, que anuncia la construcción de la Basílica de Santa María la Mayor romana y que procede de los Uffizi.
Un capítulo dedicado a la exaltación de la magnificencia del cuerpo desnudo y su sensualidad reúne sus dos versiones de Hipómenes y Atalanta, en los fondos del Prado y del Museo de Capodimonte de Nápoles; se desconoce cuál es anterior y la muestra podría dar lugar a que los expertos expusieran sus teorías sobre la cuestión: García Cueto encuentra una mayor perfección en la que se custodia en Madrid, atendiendo a rasgos en las manos y los rostros. En todo caso se datan entre 1618 y los primeros años de la década de los veinte.
También sensual, pero más plácida, resulta la obra Baco y Ariadna, algo anterior e inédita hasta ahora, pues se le había perdido la pista; pertenece a una colección particular suiza. En Apolo y Marsias, por su parte, el cuerpo fino del primero contrasta con la rudeza del físico del sátiro desollado; unos y otros dialogan con mármoles antiguos del Prado, un Hymnos y una Afrodita agachada, para subrayar la importancia del pasado grecolatino en Reni.
Las obras de temática amorosa, con Cupido, putti o amorcillos, le permitían atender a la representación del cuerpo infantil, en línea, una vez más, con la escultura de su tiempo: veremos ejemplos del mencionado Algardi y de Morelli, estuquista que adquirió renombre en Madrid. Pero también al del femenino: su muy elegante Muchacha con una rosa cuelga aquí junto a la Dama descubriendo un seno de Tintoretto, como ocurriría en el despacho de verano de Felipe IV en el Alcázar madrileño, a modo de dos lecturas diferentes de una misma temática. Recuerda el montaje de este apartado el de un gabinete íntimo.
Contemplaremos, a continuación, imágenes femeninas de santas, diosas o heroínas, de tres cuartos o cuerpo entero al modo de Caravaggio, en las que hacía contrastar la blancura de la piel y la intensidad de los rostros con la riqueza de los paños; Bolonia era, en vida del artista, un gran centro productor de seda. También sus tejidos, lo comprobaremos, desprenden sensualidad, aunque esta es sobre todo manifiesta en sus versiones de Cleopatra, semidesnuda, dejándose morder por un áspid.
Culmina la muestra haciéndose eco de cuestiones menos atractivas y más terrenales: al parecer su afición a los dados y las cartas llevó a Reni a tener que multiplicar su producción en su última etapa para saldar las deudas del juego y esas circunstancias, y el normal cansancio de la edad avanzada, harían que su lenguaje deviniera mucho más depurado y esencial, difuminándose los contornos y apagándose su paleta. Es el periodo del non finito, que no debemos, sin embargo, leer solo en base a aquellas necesidades, sino en el marco de esa continua búsqueda de belleza, que también descubrió en lo inacabado, y de la concepción trascendental del conjunto de su producción.
Esta retrospectiva, que ha aparejado la restauración previa de varias de las obras expuestas, se acompaña de un completo catálogo que podría suponer la piedra de toque para el desarrollo de una bibliografía más amplia sobre Guido Reni en español, dado que hoy es escasa. Y forma parte de un ciclo barroco en el Prado: en tres semanas se inaugurará allí una exhibición sobre Herrera el Mozo y, más adelante, un itinerario en sus fondos dedicado a Calderón de la Barca y las artes visuales.
Guido Reni
Paseo del Prado, s/n
Madrid
Del 28 de marzo al 9 de julio de 2023
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