Como los términos de gótico y Renacimiento, podemos considerar que el de manierismo, que sigue siendo habitual para referirnos al arte del Renacimiento tardío, se debe a las Vidas de artistas italianos, desde Cimabue a sus contemporáneos, que Vasari publicó por primera vez en 1550 (y en 1568 en edición ampliada). Se refirió el de Arezzo a la maniera de Miguel Ángel, empleando ese concepto únicamente en relación al de estilo.
En realidad, esa maniera miguelangelesca ejercería una influencia decisiva en el siglo XVI y en buena parte del Barroco, aunque en la última etapa de esta corriente, en la transición al neoclasicismo, adquirió, sobre todo en Francia, un matiz peyorativo: se asoció a comportamientos afectados y extravagantes. A finales ya del XIX, la historia del arte adoptó el término para designar uno de los principales rasgos del arte entre 1520 y 1600, bajo la influencia de una estética clásica, con una connotación negativa en el sentido de degeneración respecto al Alto Renacimiento, pero en el siglo XX se reconocerían ya las innovaciones creativas de este periodo.
Aún así, el concepto de manierismo sigue siendo problemático para designar un estilo europeo: en la creación del siglo XVI, el Alto Renacimiento siguió siendo modelo de referencia, aunque sus ideales y normas se exageraron o destruyeron a veces; se trata de una época que (como tantas) tiene por principio la contradicción. Es difícil definir los fenómenos del manierismo con un denominador común; quizá podríamos hablar de manierismos europeos entre 1520 y 1600, sin olvidar que el centro de la pintura en el continente entonces era Venecia y su mayor representante, Tiziano, escapa a esa definición.
Por primera vez en el arte occidental, pintura y escultura elevan en el siglo XVI la sugestión óptica del movimiento a la categoría de problema central. En la pintura, esto afecta sobre todo a los temas que implican un arco temporal, como la Ascensión de Cristo o la Asunción de María, el descendimiento de la Cruz… Aquella evolución comenzó a darse, significativamente, en un momento considerado aún Alto Renacimiento: podemos encontrar el germen de muchos desarrollos posteriores, simultáneamente, en la Asunción de la Virgen de Tiziano (1516-1518) y la Transfiguración de Rafael (1518-1520).
El deseo de representar el movimiento en la pintura del siglo XVI se manifiesta claramente en el hecho de que incluso los temas predestinados al estatismo se trasponen a los términos de una sucesión temporal; lo mismo puede aplicarse a Sacras Conversaciones de Andrea del Sarto o Correggio (su Madonna de San Jerónimo, exagerada hasta lo excéntrico, inició una evolución que imprimirá movimientos circulares o ascendentes a figuras tradicionalmente representadas como contemplativas o en recogimiento).
Tras liberarse de la tendencia al equilibrio clásico, Florencia volvió a asumir preponderancia. El llamado Premanierismo florentino, de la mano de Pontormo o Rosso Fiorentino, influyó más allá de Toscana; en su Visitación, el primero transformó ese asunto, que la tradición iconográfica predisponía al inmovilismo, en un círculo en continuo movimiento que evoca el Cristo coronado de espinas de Tiziano.
En el fondo, el nuevo concepto de espacio en el arte del siglo XVI ha de relacionarse con la visualización del movimiento: si el Alto Renacimiento había creado, en pintura y arquitectura, escenarios definidos y limitados, finitos, esa posición se invierte del todo en el curso del siglo XVI; la Última Cena de Leonardo, y su mismo tema tratado por Tintoretto un siglo después, son polos opuestos de esa evolución. Pese a dominar la perspectiva, Da Vinci es consciente de las condiciones de la superficie bidimensional mientras Tintoretto abre el espacio a una profundidad indefinible para la mirada, aboliendo los límites laterales: el espacio pierde toda dimensión racionalmente tangible.
Esa evolución se puede subdividir en etapas sucesivas: primero se suprime el equilibrio entre superficie y espacio, en beneficio del segundo; después los espacios pictóricos se amplían aparentemente hasta el infinito: frecuentemente se encuentra una perspectiva que, desde el centro de la imagen, conduce la mirada hacia la profundidad, pero no hacia un punto único, sino llevándola hacia espacios inconmensurables. La estrecha relación entre la arquitectura y la pintura se aprecia al comparar los Uffizi florentinos, iniciados en 1560 por Vasari, y las representaciones de los milagros de san Marcos de Tintoretto en Venecia. Finalmente, el espacio no solo representa una profundidad ilimitada, sino también permeable en sus límites laterales.
Igual que la reproducción del movimiento y la infinidad aparecen en dependencia mutua, la nueva concepción del espacio se debe al intento de abolir las fronteras entre arte y realidad y entre los distintos géneros del primero. El espacio real podía prolongarse aparentemente en el espacio pictórico, como se intuye en las representaciones de La última cena de Ghirlandaio en Florencia, o elementos o figuras de la pintura parecen entrar en el espacio del espectador, como en los frescos de Mantegna en la Cámara de los esposos de Mantua. Si el Alto Renacimiento evitó esas difuminaciones de fronteras, a lo largo del siglo XVI se sublima la fusión entre el espacio artístico y el real.
Peruzzi decoró en 1508-1511 la Sala delle Prospettive en la Villa Farnesina romana: una arquitectura pintada parece abrir la vista al Trastevere. En la Sala de los Cien Días, la principal del Palazzo della Cancelleria, Vasari desplegó un juego desconcertante con los límites del espacio: los muros parecen abrirse y las escaleras y figuras simulan penetrar en el espacio del espectador. El culmen de aquella evolución llegaría con la decoración de la Villa Barbaro, cercana a Treviso, por Veronés, sugiriendo a la vez vistas al paisaje y creando efectos de ilusión espacial.
Su ejemplo ilustra otra forma de confusión de los límites: la abolición de las condiciones propias de cada género artístico, la permeabilidad entre ellos. En la Camera di San Paolo de ese convento de Parma, Correggio llega a abolir el límite del techo para la mirada y sugiere la presencia de esculturas y elementos arquitectónicos. Y en el Giardino delle Monstre en Bomarzo vemos arquitecturas en forma de figuras escultóricas, es decir, las esculturas son practicables.
La representación del movimiento y de la infinitud, la abolición de los límites entre obra y espectador y entre géneros, son distintas posibilidades de rechazar la representación imitadora de lo real. Ahora, como dijo Frey, el más allá irrumpe en el más acá y los elementos pictóricos se liberan de su tangibilidad: la línea se dirige sobre todo a la razón y el color se relaciona con la experiencia sensible.
Se deforma la imagen ideal del hombre, intensificando la expresión y, especialmente en la pintura florentina, las figuras se alargan y las cabezas se reducen desproporcionadamente (recordemos el Autorretrato con espejo convexo de Parmigianino o las cabezas, vegetales y oníricas, de Arcimboldo).
Generalizando, podemos decir que si en el Prerrenacimiento trató de representarse al hombre en su esencia natural, en el Alto Renacimiento esta se idealizó y el Manierismo buscará superar ese modelo natural y deformarlo para intensificar la expresión.