El rebobinador

Murillo: la infancia, la fe y la gracia

La escuela sevillana de la segunda mitad del s. XVII produjo dos personalidades fundamentales: Murillo (el año pasado, ya sabéis, se celebró el cuarto centenario de su nacimiento y en Sevilla aún continúa la conmemoración) y Valdés Leal. Ellos dos brillaron en esa ciudad una vez que Velázquez y Alonso Cano se habían trasladado a Madrid, había muerto Herrera el Viejo y Zurbarán se había ausentado de allí en sus últimos años. No prestaron apenas atención a las novedades del estilo velazqueño y tampoco se beneficiaron del rico colorido de las pinturas venecianas y flamencas presentes en las colecciones reales, pero fueron ambos grandes coloristas de técnica fluida.

Bartolomé Esteban Murillo no lo tuvo fácil en sus inicios, porque quedó huérfano a los catorce, pero pronto contó con una clientela amplia y fiel. Gracias a ella, y también a su carácter afable, trabajador y modesto, contó en Sevilla con holgura económica y pudo entregarse a su arte.

El hecho de que, cumplidos solo los veinticinco, se le encargaran las pinturas del destacado convento de san Francisco prueba que siendo joven la suerte ya le era propicia; y no dejaría de serlo: los encargos se multiplicaron y, cuando murió, trabajaba en un gran retablo.

Sabemos poco de su vida personal, pero parece seguro que tuvo, al menos, nueve hijos –él había tenido trece hermanos– y que dos de ellos siguieron la carrera eclesiástica; que recibió casas de sus padres y que pudo morir a consecuencia de un accidente en un andamio mientras pintaba el retablo de los Capuchinos de Cádiz.

No solo pintó; deseoso de que su arte alcanzara difusión, fundó una academia de dibujo y pintura donde se formarían los principales pintores sevillanos de entonces. También fue su primer presidente.

En el marco del barroco español, fue el principal pintor del género religioso, cultivando un estilo basado en el colorido vivo, sin llegar a la ampulosidad de Rubens o la teatralidad de tantos artistas italianos; trabajó escenarios más humildes y humanos y buscó introducir pormenores y escenas secundarias tomadas de la vida diaria, concediéndoles a veces gran amplitud.

Sus figuras se caracterizan por las expresiones dulces; no le interesaron demasiado los temas trágicos y sí abordó con entusiasmo las visiones celestiales, con grandes espacios de nubes pobladas de graciosos ángeles, conforme al modelo de Roelas. Al comparar su pintura con la de Lucas Jordán, entendemos que Murillo atendía más a la contemplación reposada que al movimiento barroco arrebatado.

Murillo. Los niños de la Concha, hacia 1670. Museo Nacional del Prado
Murillo. Los niños de la Concha, hacia 1670. Museo Nacional del Prado

Su obra responde con claridad al espíritu de la Contrarreforma, al deseo de despertar el fervor del creyente por la contemplación de escenas humanas, tiernas y sentimentales. Él definió más que ningún otro artista el tema de la Inmaculada y nos legó la más bella serie de Vírgenes con Niño de la escuela española. Quizá fue el único pintor del siglo XVII, sevillano, que heredó el sentido de la medida y la ponderación expresiva de Montañés, lejos de los arrebatos místicos de Zurbarán y del realismo de Valdés Leal.

Sus composiciones son equilibradas, sin estridencias y apacibles, y su belleza tiende a lo bonito y lo gracioso contemplado en escenarios cotidianos, más que hacia la grandiosidad y la perfección ideal. Por eso se le considera uno de los grandes pintores españoles de los niños, también de la mujer andaluza. Sus encantadoras pinturas del Divino Pastor, San Juanito con el cordero y Los niños de la Concha explican, en buena medida, su popularidad.

Su técnica no puede compararse con la velazqueña, pero destaca su evolución hacia la perfección. Inició sus estudios con Juan del Castillo, pero se sobrepuso a su influencia estudiando las obras italianas y flamencas presentes en Andalucía. Según Palomino, viajó a Madrid para conocer las colecciones reales, dato que se discutió hasta que quedó probado que estuvo en la Corte en 1658. Al margen de esas influencias, tomó con mayor brío las de Ribera y Van Dyck y su factura se hizo cada vez más suelta, hasta terminar siendo de una ligereza extraordinaria, de ahí que Ceán Bermúdez distinga en su carrera tres etapas: fría, cálida y vaporosa.

Murillo. San Diego dando de comer a los pobres, hacia 1645. Real Academia de Bellas Artes de san Fernando
Murillo. San Diego dando de comer a los pobres, hacia 1645. Real Academia de Bellas Artes de san Fernando

Entre sus pinturas tempranas destaca la Virgen del Rosario del Palacio Arzobispal, en cuyo fondo de gloria es patente la huella de Roelas; pero su primera serie importante fue la realizada para el convento de san Francisco (1645), hoy dispersa en distintas colecciones. En el San Diego dando de comer a los pobres (Academia de San Fernando) y en La cocina de los ángeles (Louvre) apunta rasgos de su personalidad, aunque aún con una técnica dura y poco suelta, pero ese san Diego suspendido en el aire y rodeado por un resplandor celeste, y la Muerte de santa Clara del Museo de Dresde, nos aproximan a sus mejores visiones celestiales. En esta etapa, además de cierta influencia tenebrista, se mantienen huellas de Herrera el Viejo y Zurbarán.

Murillo. Muerte de santa Clara, hacia 1645. Gemäldegalerie, Dresde
Murillo. Muerte de santa Clara, hacia 1645. Gemäldegalerie, Dresde
Murillo. El sueño del patricio, 1665. Museo Nacional del Prado
Murillo. El sueño del patricio, 1665. Museo Nacional del Prado
Murillo. Sagrada Familia del pajarito, hacia 1650. Museo del Prado
Murillo. Sagrada Familia del pajarito, hacia 1650. Museo del Prado

Otras obras tempranas son La Sagrada Familia del Pajarito (Museo del Prado), donde revela plenamente su modo de concebir temas religiosos, La Anunciación y La Adoración de los pastores, todas de potentes claroscuros.

A la década siguiente corresponde el gran San Antonio contemplando al Niño (1656) de la Catedral sevillana, con un rompimiento de gloria de luz deslumbrante, encuadrado por numerosos ángeles y contrapuesto a la zona terrena, donde graduó luces y sombras. Es una obra fundamental de estilo muy nuevo.

Y diez años después pintó para Santa María la Blanca una serie de cuatro lienzos, entre ellos El sueño del patricio y Revelación del sueño al Pontífice, del Prado, en los que figuran escenas de la historia de la fundación de Santa María la Mayor, de Roma. En el fondo de la segunda obra pintó la procesión al monte Esquilino, milagrosamente nevado en agosto. Tanto en ella como en el grupo del primer término vemos que Murillo domina ya plenamente sus facultades pictóricas, y lo mismo ocurre en las pinturas que realiza poco después para la iglesia de los Capuchinos. Santo Tomás dando limosna es uno de sus mejores estudios de luz y expresión.

Estando ya en el culmen de su carrera, decoró la iglesia, entonces recién acabada, del Hospital de la Caridad, pintando entre otros los dos enormes lienzos El milagro de los panes y los peces y Moisés en la peña y los dos menores San Juan de Dios con el pobre y Santa Isabel y los leprosos. En este último es admirable cómo su ponderación evita mostrar los daños de la enfermedad.

Su último encargo religioso, que quedó inacabado tras su muerte, fue, como decíamos, el retablo mayor de la iglesia de los Capuchinos gaditana.

Al margen de los asuntos religiosos, supo Murillo cultivar una pintura de género novedosa fijándose en lo intrascendente, observando lo cotidiano desde la gracia y desde un fino sentido poético que algunos entienden precursores del rococó. Trató estos asuntos desde su juventud y en su edad madura: desde la temprana Joven mendigo (Louvre) hasta la pícara alegría infantil del Niño sonriente (colección Abelló).

Entre sus retratos –hizo alguno propio– destacan los del canónigo Miranda (colección Alba) o el del Caballero del Museo del Prado.

Murillo. Joven mendigo, hacia 1650. Museo del Louvre
Murillo. Joven mendigo, hacia 1650. Museo del Louvre

 

 

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