La inmensa popularidad de Julio Romero de Torres (Córdoba, 1874-1930) ha generado gran distorsión en torno a su pintura, junto al hecho de que, en buena medida, esta responda a una interpretación folclórica de lo español, un costumbrismo pintoresco del gusto del público extranjero y sus estereotipos. Pero decimos en buena medida porque… subyacen en la obra de Romero muchos más matices de los esperados.
Nació en una familia de artistas y le apasionaba el flamenco; de hecho, fue un guitarrista excepcional. Conocía la raíz profunda de los temas que pintaba y con los que se ha solido identificar lo andaluz; su folclorismo, no obstante, es más serio y crítico que la mera postal turística y no ofrece una visión utópica de España, sino otra más trágica. Sus primeros trabajos beben del postimpresionismo y el prerrafaelismo, porque Romero fue, además, culto y viajado, y conoció también a varios miembros de la Generación del 98: lo defendería especialmente Valle-Inclán. Su relación con la crítica oficial fue ambivalente: al principio no lo respaldó, pero se abrió a su trabajo a medida que este ganó cosmopolitismo, sobre todo desde 1905. Sus temas cambiaron entonces, pero se mantuvieron elementos de la etapa anterior, como una destacada presencia de la mujer fatal y las resonancias simbolistas y de carácter narrativo.
Una de sus primeras obras de esa nueva etapa es Nuestra Señora de Andalucía (1907), que incluye, estilísticamente, rasgos peculiares, como la influencia renacentista, sobre todo de Leonardo, en el modo de sombrear; una sutil ambigüedad emocional y la veladura sobre la identidad genérica. En algo más se fijó Romero de Torres de Da Vinci: en el mundo extraño y misterioso que late en sus obras.
Priman en esta imagen la frontalidad y la simetría y se emplaza igualmente en la tradición española: por la coloración manierista verde que remite a El Greco, que le da un aire inquietante y que no procede, como en Zuloaga, del naturalismo manetiano. De la obra puede hacerse una lectura antropológica, ya desde el mismo título: se asocia el nombre de la Virgen a la joven del centro, adorada por otras dos mujeres. Se trata de una “vulgarización” o “paganización” de la figura de María y de una entronización de la mujer fatal en la que se resalta la fascinación y el terror que produce el poder de lo femenino.
Junto a la figura principal, de blanco y con los brazos en jarras, quedan, como decíamos, otras dos mujeres, un hombre cuya actitud delata tanta atracción como miedo y el propio pintor en primer plano.
En un paisaje de campo perfectamente cordobés sitúa el artista un conjunto de figuras que, como en una copla, narran una historia trágica y pasional. Cada detalle, las flores y los frutos, tiene un significado.
La musa gitana (1908) es un desnudo de fuerte erotismo, que suscitó escándalo en su momento pero que hoy encontramos refinado y naturalista, en línea con la cultura de fin de siglo (nos ocurre también con los desnudos de Zuloaga). Remite esta obra a la tradición de Manet, Goya o Tiziano, pero esta es una maja casticista; Goya o Manet convirtieron a estas modelos en prostitutas, no tanto porque ejerzan estrictamente el oficio, sino porque su pose y su gesto implicaba una libertad de costumbres que provocaba pavor.
Lleva la musa un collar de coral y tiene un aspecto desaliñado, mirada descarada, consecuencia de su fuerza, y se solapa sobre un paisaje cordobés. Como en las obras de Tiziano y de El Greco, una figura la acompaña: un músico, más naturalista, en contraste luminoso respecto al desnudo, de aspecto consumido.
De nuevo ofrece esta obra una visión trágica del amor. Perfila Romero el paisaje de forma primitiva, al estilo quattrocentista.
Simetría primitivista y connotaciones morales se repiten en Ángeles y Fuensanta (1909), que también se relaciona con el paganismo popular andaluz y desprende melancolía y sobriedad. Una mujer lleva en una mano una carta; otra, un medallón y, al fondo, vemos un personaje masculino. Se insinúa una tragedia de resonancias inquietantes contada con sobriedad y podemos interpretar la simetría como rivalidad, en torno a un amor frustrado y no correspondido.
Recurre de nuevo Romero a la secularización de iconos religiosos y a la sacralización de lo pagano, aludiendo a todas las ambigüedades del amor.
Flor de santidad (1910) toma su título de Valle-Inclán. La santidad en el pintor es muy ambivalente: presenta a una mujer vestida de negro y con tez pálida que no sugiere serenidad; resulta enigmática e impenetrable y lleva un breviario abierto. Al fondo queda una plaza cordobesa.
No vemos una simple alma dedicada a la devoción, sino un ser mortificado y mortificante que no transmite inocencia, sino todo lo contrario.
En El pecado (1913) aparece una mujer desnuda que remite a la Venus del espejo de Velázquez, casi parodiada. El espejo refleja esta vez sexo y cabeza, cuerpo y espíritu.
Está acompañada la figura por mujeres de negro que hacen cuentas: se trata de celestinas, y una lleva a la joven (que peca, y de ahí el título) un obsequio. Un campo andaluz y el patio de un cortijo sirven de fondo.
Priman los colores negro y morado: profana Romero el color de la penitencia y el martirio, y los zapatos, tirados, son un elemento fetichista.
De 1920 datan Celos y Samaritana. En la primera, una mujer andaluza con el pecho desnudo pela una naranja con una navaja: su rostro augura una tragedia próxima. Al fondo, su amante ronda a otra mujer y en primer término aparece un brasero de cobre, instrumento de arraigo popular en Andalucía. En la segunda, Cristo pide agua a la samaritana, rodeándola, pero más que Él parece un amante y ella, más que la mujer bíblica generosa, una figura coqueta. En el gesto del primero se adivina una advertencia. No debemos entender la paganización de lo cristiano en Romero de Torres como una profanación, sino como un modo de abundar en la mezcla característica en Andalucía entre lo cristiano y lo pagano o atávico, como el culto a lo femenino.
El artista también quedó impactado por el mito de Salomé, y la retrató en 1926, dos/tres décadas después de que escribiera sobre ella Wilde y le dedicara una ópera Richard Strauss. La pintura refleja frustración erótica: quería poseer a san Juan Bautista, cuya cabeza cortada besa salvajemente.
Habla aquí Romero de lo andaluz de una forma distinta a como se hablaba hasta entonces, que conectaba con Bécquer.
Naranjas y limones (1927) generó controversia por su erotismo insólito y también fuera de España impactó su atrevimiento. Esta vez, la mujer no solo se encuentra semidesnuda, sino que desafía la creencia tradicional en el pudor femenino y profana iconos de enorme arraigo. Su modelo es obviamente una mujer andaluza, profundamente apasionada pero sin traje de faralaes, de sentimientos hondos, trágicos, de alma y cuerpo enajenados. Reúne amor y muerte, sensualidad y culpa.
Nuevamente introduce un tono verde grequista y recrea a la Escuela española en el bodegón sombrío del fondo.
En Viva el pelo (1928) se sirvió Romero del cabello como elemento fetichista profundamente arraigado; en el caso de la mujer, tanto en su exhibición como en su ocultamiento. El retrato de espaldas proliferaba desde el romanticismo para invitar a mirar lo que la figura observa, pero aquí no es esa tanto la intención como la búsqueda del erotismo que reside en la fragmentación, bien conocido por los simbolistas, que Romero incorpora a su tradición local.
Ofrenda al arte del toreo (1929) es una obra mórbida y extraña. Una mujer casi completamente desnuda lleva flores en su mano derecha y se cubre las piernas con un capote. Al fondo quedan una cruz y la noche, un ambiente romantizado, sensual y coplero, que parece evocar el de la Carmen de Merimée: pasión, violencia, muerte y fuerza femenina incontrolable.
En La nieta de la Trini, también de 1929, mostró Romero una maja desnuda con una navaja abierta en la mano derecha. Aparecía tumbada en un lecho, junto al elemento fetichista de unos zapatos de raso, y la Trini es su guardiana. Prima de nuevo la densidad de significados, con raíces de carácter antropológico y artístico.
Hablaremos, por último, de Nocturno (1930), donde Romero de Torres abordó el asunto de la prostitución callejera, entonces solo tratado de forma elíptica (Sorolla). Se aleja esta vez de la temática más propiamente andaluza, pues esta escena sería aplicable a cualquier ciudad española de entonces. Aúna realismo (en la falsa sonrisa de las mujeres invitando al que pasa), tragedia y misterio.