¿Qué artista no querría habitar allí donde el órgano central del tiempo y del espacio -no importa si se llama cerebro o corazón- determina todas las funciones? ¿En el seno de la naturaleza, en el fondo primitivo de la creación, donde se halla la clave secreta de todo?
Lo dijo Paul Klee en una conferencia en Jena en 1924, en la que expuso con bastante claridad su idea del arte: afirmó que al artista le interesan más las fuerzas creativas de la naturaleza que los fenómenos generados por ella y que la aspiración de todo autor debía ser integrarse en esas fuerzas de modo que, a través de él, la naturaleza pudiera generar nuevas realidades. Así, debía convertirse en una especie de médium y, del mismo modo que no podemos rechazar los fenómenos que el medio ambiente nos trae, tampoco podremos rechazar los que produce el creador, porque sería como si estuviéramos en contra de la naturaleza misma.
Nacido en una localidad cercana a Berna en 1879, en sus inicios se dejó influir por el Art Nouveau; algunos rasgos de Klimt le ayudaron a configurar su lenguaje y amó la música (fue un buen ejecutante y sus padres se lo inculcaron), pero no podemos decir que esta tenga un peso determinante en su pintura, aunque podamos encontrar en ella el sentido de la forma de Bach o las sugestiones oscuras de Mozart, e incluso pintara fugas. También tuvo una formación literaria sólida, y puede ser que esta sí tenga mayor relevancia en su obra figurativa inicial: le gustaban los poetas griegos, los clásicos, Cervantes o Gogol y, de entre los artistas contemporáneos a él, se fijó en Kubin y su poesía tenebrosa; él fue, además, su primer comprador. Le interesaron igualmente Van Gogh y sobre todo Ensor, especialmente en su vertiente como grabador, de trazo penetrante y minucioso. Conoció igualmente la obra de Delaunay, del que tradujo en 1913 el tratado Sobre la luz, que le ofreció algunos motivos de interés: le convenció su cubismo órfico y el ejercicio nítido de la inteligencia en la creación. Aunque si hubo en la producción de Klee una influencia evidente esa fue la de Oriente, de la que luego hablaremos.
A diferencia de Kandinsky, Klee no quería saber nada de teosofías ni de las lecturas de Rudolf Steiner: no quería nebulosas, sino que buscaba fijar con la mayor agudeza posible presentimientos de verdades. Su estilo buscó lo definido y conciso, la sobriedad nacida del rigor, y hasta el sueño más vago debía mostrarlo con transparencia. Pretendía llegar así donde Kubin no pudo: a un reino claro no manchado por el “fango boscoso del mundo real”.
Sus primeros dibujos y grabados tendieron a una linealidad única y manierista: variaciones muy personales de reminiscencias del simbolismo y el modernismo. Eran satíricos, pero su ironía nacía no del capricho sino de la “aversión ante las cosas más elevadas”; el humor de Klee solía ser ácido. Con el tiempo, fue superando una tendencia clara a la ilustración: realizó las del Cándido de Voltaire pero abandonó progresivamente el medio, en favor primero de las pinturas sobre vidrio y los dibujos en blanco sobre fondo negro, algunos coloreados. Siempre equilibró forma y contenido: no hubo nada no controlado en su arte.
Durante años, la acuarela le sirvió para definir toda la escala de colores con sus transiciones y gradaciones entre el blanco y negro y para explorar la influencia de la luz y el color a la hora de lograr profundidad. Fue un trabajo de laboratorio que le requirió enorme paciencia: realizó pruebas y ensayos casi como un artesano medieval. La llamada del color y de África de la que hablábamos le llegó después, en su treintena; su diario está lleno de notas sobre esa iluminación del arte remoto oriental que a él lo llenó de felicidad. Contemplando esos paisajes entonces exóticos dijo: Todo ello penetra profunda y dulcemente en mi personalidad; lo siento y adquiero algo sin esfuerzo. El color se ha apoderado de mí. No necesito apropiarme de él. Me ha tomado para siempre, lo sé. Este es el significado de esta hora feliz: somos una sola cosa el color y yo. Soy pintor.
De África procedían los antepasados de su madre y quienes lo conocieron dicen que sus rasgos tenían algo árabe. La arquitectura cúbica, austera y fantástica de los pueblos del Mediterráneo, los intensos colores y la luz de Túnez le impresionaron con la fuerza de una revelación, a la que Delaunay había allanado el camino, porque la influencia del orfismo es patente en muchas de sus acuarelas de Kairouan, por ejemplo. Klee, sin embargo, rebajó el rigor cubista introduciendo irregularidades.
Muchos creen que esa localidad tunecina fue el verdadero escenario donde Klee se convirtió en pintor. Le dio el color y la arquitectura pictórica, como de Egipto tomaría la posibilidad de la coexistencia de lo permanente y lo fugaz.
Sus evasiones se desarrollaban siempre, o casi siempre, en la continuidad de la naturaleza. Estaba dotado de una fantasía enorme y sutil, así que creó fábulas encantadoras en las que el reino vegetal, el mineral, el animal, el espacio cósmico y el universo estelar se encontraban: pintó arborescencias lunares, arbustos de coral por encima de lagos de amianto; entre las ramas vemos pájaros de fósforo y estrellas que se confunden con la escarcha. Nos ofreció paisajes de cuarzo, bosques submarinos, diamantes de luz preciosa o selvas de símbolos exóticos o domésticos.
A veces los títulos apuntan a sus fuentes de inspiración: Una paloma que desciende del cielo, Aves acuáticas, El pabellón de las mujeres, Tejado azul, Luna naranja, Flores en la noche… Nada que ver con Kandinsky y su Improvisación con formas frías o su Cuadro con fondo blanco.
Klee miró los sutiles esqueletos de las hojas, el alma de las briznas de hierba, la circulación de la linfa en el tronco de un árbol… quería captar la vida en su estado germinal. Estaba convencido de poder penetrar la corteza del paisaje y de que el arte podía captar el sentido creativo de la naturaleza de modo directo. Rechazó la abstracción absoluta: tendió a expresarse mediante alegorías, símbolos y analogías; llegó incluso a definir al arte como imagen alegórica de la creación y a comparar al artista con un tronco, que recoge lo que viene de las profundidades y lo transmite más lejos. Él no sirve para nada, solo como mediador: Ocupa una posición extremadamente modesta. No reivindica la belleza del follaje, porque ella solo pasó a través de él.
En un viaje a Italia con el escultor Haller, se sintió menos fascinado por el legado de los artistas visuales, salvo Leonardo, que por los principios estructurales de la arquitectura italiana, en la que apreció una continuación de las leyes naturales. Entre ambos polos se encontraban los jardines, presentes en muchas de sus obras más delicadas; también entre los polos de la construcción y la imaginación desarrolló su trabajo.
Ni siquiera en su etapa en la escuela Bauhaus, en la primera mitad de los años veinte, renunció a la supremacía de la inspiración sobre la abstracción fría y geométrica. Introdujo entonces en su obra elementos estructurales, dando fe de la utilidad de la geometría y de la mecánica, pero nunca estuvieron sus pinturas faltas de vida y se mantuvo fiel a sí mismo al recomendar a sus alumnos no seguir las reglas con demasiado rigor para no perderse en campos baldíos: El movimiento libre es casi un deber moral. Siempre se puede representar algo solo interesándose en la norma. Pero con esto el artista no cumple con su deber, pues la finalidad de un cuadro es hacernos felices. Dijo también que el genio es el defecto en el sistema, lo único que no se puede enseñar ni aprender (el motivo por el que sus cuadros, al margen de lo construidos que estén, no pierdan el alma).
Lo que hemos dicho no nos debe hacer pensar en Klee como un pintor-poeta que contara cuentos de hadas con un toque surrealista: eran bien conscientes su misticismo y su lógica, su reunión del día y la noche, de lo metafísico y lo físico, lo visible y lo invisible, de ingenuidad infantil y sofisticación estética. En su última etapa, sus formatos se hicieron más grandes y su imaginería más poderosa y monumental. Es posible que su enfermedad tuviera que ver en ello, y también en sus dibujos lapidarios y más parecidos a la escritura, recordando la caligrafía china y japonesa.
El tema de la muerte pasó con fuerza al primer plano, aunque la naturaleza amenazada de la existencia humana siempre estuviera presente en su obra. La última pintura que realizó fue una naturaleza muerta con floreros, un jarrón, una escultura, una mesa decorada con flores y una luna. Abajo, a la izquierda, se ve a Jacob luchando con el ángel y una cruz, como si el mismo Klee hubiera decidido que había llegado su momento.