Parmigianino, llamado Girolamo Francesco Maria Mazzola, tomó su nombre de Parma, la ciudad donde nació en 1503, y treinta y siete años de vida le bastaron para verse reclamado como nuevo Rafael. Aunque su padre y dos de sus tíos se dedicaban a la pintura, su influencia mayor no vino de ellos sino de Correggio, y tan precoz fue su vocación que con solo dieciséis años llevó a cabo su primera composición para un altar, un Bautismo de Cristo hoy conservado en Berlín. Algo más tarde se le encargaron frescos en San Juan Evangelista de Parma y en la Rocca de Fontanellato, estos últimos con la historia de Diana y Acteón, proyectos que fueron el paso previo a su salto a Roma en 1524, donde obsequió al papa Clemente VII con tres piezas: La Sagrada Familia con un ángel (en el Museo del Prado), Circuncisión de Jesús (en el Detroit Institute of Arts) y Autorretrato en un espejo convexo (en el Kunsthistorisches Museum de Viena).
De esta última, modesta en su formato (unos veinticinco centímetros de diámetro) y espléndida en sus cualidades, queremos hablaros hoy: el pintor, aún muy joven, cumplidos los veinte, se autorretrató con mirada serena cuando acababa de llegar a la gran Roma buscando encontrar su camino como artista, una Roma entonces envuelta en conflictos de carácter religioso de la que Leonardo da Vinci había marchado algunos años antes, rumbo a Francia, y en la que había fallecido, en 1520, el mencionado Rafael. En este periodo, el clasicismo miguelangelesco daba paulatinamente paso a pinturas más abiertas al dinamismo y la heterodoxia, y Parmigianino ganó reconocimiento con sus trazos delicados pero llenos de personalidad.
Para presentarse ante la corte papal, el autor eligió, por tanto, un trabajo de pequeño formato muy sorprendente: no se valió de un espejo plano a la hora de retratarse, como era más común, sino de uno convexo, que distorsiona aquello que refleja y que suelen contemplarse más bien en el fondo de algunas pinturas; esa es la razón de que el centro de la imagen sugiera armonía, mientras que sus zonas laterales se curven hasta el punto de que no atisbemos en ellas líneas o ángulos rectos. Del mismo modo, las proporciones se alteran conforme el motivo se acerca a la superficie especular: la mano muy juvenil de Parmigianino se amplía hasta ocupar casi todo el primer plano, y el centro de la obra lo invade su rostro, que transmite la misma mocedad, prácticamente un aire infantil. Ya hemos dicho que era muy joven, pero parece como si hubiese decidido el artista restarse años con el fin de subrayar lo adelantado de su talento; las complejidades que, pese a la falta de experiencia, era capaz de abarcar.
No tendrá nada de casual que las áreas más iluminadas en esta pequeña tela sean, por eso, mano y cabeza: con la primera logra la pericia técnica; con la segunda, reflexiona y delimita capacidades y limitaciones. Cuando otros autores han planteado alegorías del arte pictórico lo han hecho a menudo del mismo modo, fusionando la destreza y la inteligencia, lo manual y lo mental, a diferencia de la actividad artesanal que solo necesitaba de virtuosismo técnico.
Sin embargo, la trayectoria de Parmigianino en Roma no sería tan plácida como los comienzos prometieron: tres años después de su llegada tuvo lugar el episodio del Saco de Roma, cuando las tropas de Carlos V invadieron la ciudad, de modo que el pintor, otros también, tuvo que abandonarla; se dirigió buscando trabajo a Bolonia y, a continuación, a Parma, donde había nacido: el retorno se producía sin gloria. Desencantado de lo breve de aquella promesa de éxito, parece que llevó su atención a otros caminos: según Vasari, a la alquimia, donde pudo investigar atajos para sus grabados y pinturas; es probable, sin embargo, que su dedicación a este campo le restara tiempo para cumplir con los encargos que sí recibía: llegó a ser encarcelado, en 1539, por no cumplir la fecha de finalización del contrato para decorar la bóveda de Santa María della Stecatta, pero, también ágil para esto, consiguió escapar para refugiarse en Casalmaggiore, cerca de Cremona. Se libró de la prisión, aunque no de una muerte temprana, en 1540, debida a fiebres veraniegas.
Se ha situado frecuentemente a Parmigianino, y sobre todo a este autorretrato, entre las figuras y obras que se adelantaron al advenimiento del manierismo, por su alejamiento consciente de las proporciones clásicas y la adopción de perspectivas que se distanciaban de la armonía canónica en las primeras décadas del siglo XVI. Hay algún detalle más que admirar, aún, de esta imagen solo mínima en tamaño: en la parte derecha del cuadro puede atisbarse parte del aparente marco de la propia pintura en la que el autor estaba trabajando -salvando todas las distancias, es la misma maniobra que efectúa Velázquez en sus Meninas-; decimos aparente porque esa moldura dorada no corresponde, en realidad, a un marco, sino a la propia estructura del retrato, ejecutado sobre un bloque único de madera de álamo.
Ese no deja de ser un detalle, pero quizá la razón por la que esta pieza atrapa al visitante del Kunsthistorisches fue la intención del pintor: no quería captar el reflejo de un espejo, sino crear él con su lienzo un espejo verdadero; no una representación, sino la materialización de la realidad. Por eso la superficie de la obra es esférica y no plana, curva, como notaremos mejor si nos desplazamos a contemplarla desde un lateral. El trampantojo, la sorpresa, son completos.
BIBLIOGRAFÍA
Antonio de Hoyos. Parmigianino: Ensayo para una bibliografía. Universidad de Murcia, 1992
Óscar Martínez. El eco pintado. Cuadros dentro de cuadros, espejos y reflejos en el arte. Siruela, 2023