El rebobinador

Lo inacabado y fragmentario: el camino hacia la pérdida de prestigio del virtuosismo clásico

Como sabéis bien, buena parte del arte de los siglos XIX y XX ya no presenta obras completas y cerradas, como dictaban las tradiciones clasicistas que buscaban la unidad dentro de la variedad. A mediados del siglo XVIII, las ruinas antiguas aparecen fragmentadas en las excavaciones y la llamada cultura de la ruina se convirtió en el centro de un hondo debate estético: las obras antiguas halladas son piezas maestras aunque no se conserven completas. Se realizaron según los cánones de unicidad y armonía, pero el tiempo las ha descompuesto, generando nostalgia hacia lo que una vez fue un todo.

Podemos considerar que esa etapa, la de los años centrales del XVIII, fue un periodo de transición y crisis en el que se pusieron las bases del proyecto moderno. Roma fue el lugar de confrontación, escenario de debates tanto políticos como religiosos y artísticos, y la misma ciudad se constituyó en argumento del conflicto.

Podríamos decir que el Siglo de las Luces es el Siglo de las Columnas: en torno a ellas se establecieron algunas de las polémicas arquitectónicas y lingüísticas más importantes, y la (entonces aún no) capital italiana era también destino de un viaje, el Grand Tour, que nobles, intelectuales, artistas y arquitectos realizaban para completar su formación. La urbe se estudiaba y se coleccionaba en sí misma.

Piranesi. Vista del templo de la Sibila en Tívoli
Piranesi. Vista del templo de la Sibila en Tívoli

Las expediciones arqueológicas proporcionaron la ocasión de iniciar una reflexión estética e histórica sobre la memoria del pasado y su posible eficacia en la renovación del arte, y uno de los ejes de esa reflexión fueron las ruinas, cuya presencia en Roma era a la vez histórica y poética por ser evocadoras de un tiempo y una grandeza antiguos y un testimonio que ponía en evidencia la arbitrariedad del carácter normativo y dogmático de la tradición clasicista moderna, difundida en academias como la de san Luca.

En manos de Piranesi, la ruina se convirtió en excusa para hacer una inquietante y demoledora lectura de la tradición clásica.

Tras encontrar y apreciar la belleza de la ruina, el paso siguiente en el camino hacia la valoración de lo fragmentario fue la creación de obras concebidas desde el principio como fragmentos, lo que ocurrió a fines del siglo XIX y principios del XX.

Rodin. Hombre que camina
Rodin. Hombre que camina

Uno de los primeros artistas en cultivar lo inacabado como sella de identidad fue Rodin (de este tema hablamos más ampliamente aquí). Su Hombre que camina no tiene brazos ni cabeza y supuso un escándalo en el París de 1900, pues esa mutilación parecía un atentado a las máximas de unidad y coherencia, aunque el cuerpo sea verosímil y los datos anecdóticos estén perfectamente captados.

Pero Rodin se sirvió también de otras posibilidades de fragmentación: La Catedral (1908) está formada por unas manos unidas que crean un espacio interior al que el escultor identifica con un templo. Parece una pieza inspirada en un modelo de academia en yeso, pero se trata de una escultura autónoma en piedra concebida con esa intención.

Brancusi, discípulo del francés, en su Torso (1901) muestra una cadera que parece una ruina. La fragmentación es intencionada, como lo fue el non finito de Miguel Ángel: el no acabado era una decisión estética del autor de La musa dormida. Esta es otra forma posible de terminar una obra, dejarla en estado “vulnerable”. Los de Rodin y Brancusi son trabajos bien planteados y resueltos, expresivos.

Otros ejemplos de obras acabadas sin acabarse en la carrera del rumano son Cabeza de niño dormido y la citada Musa dormida. En ella ni siquiera apunta el cuello, solo le interesa la forma ovoide esencial de la cabeza. Rodin le parecía a Brancusi demasiado expresivo: él busca la esencia, es esquemático hasta rozar la abstracción, que alcanzaría más tarde. Los detalles naturalistas están más trabajados en Cabeza de niño dormido; podemos decir que este artista encarna una expresividad serena, matizada y silenciosa y la búsqueda estilizada de la forma. Hay que señalar que el tema de las figuras durmientes es muy frecuente tanto en maestro como en discípulo.

Este último repetía los mismos motivos varias veces con distintos materiales, técnicas y tamaños; no se trata de copias, sino de distintas visiones. Comprendía que el fragmento tenía un potencial plástico en sí mismo.

Un año antes del Niño durmiendo, en 1907, Picasso talló en madera su Cariátide, sin forma escultórica pero con gran coraje y simplificación primitivista, bajo la influencia de su adorado arte africano. Tiene forma de tronco, la estructura original del material utilizado: una viga que el malagueño consiguió en un derribo.  El desbaste es muy inicial, y no lijó para tratar de lograr una superficie tersa; también dedicó más atención en la obtención de volúmenes al cuerpo que al rostro.

Julio López. El fumador, 1975-1976
Julio López. El fumador, 1975-1976

Hacemos un salto en el tiempo. El fumador (1975-1976) de Julio López deriva de las esculturas de Rodin en su mutilación, aplicada desde el enfoque neorrealista de su autor. Se trata de una figura sin cabeza (solo presenta torso) que saca una cerilla para encenderla. López no necesita el rostro para crear una pieza realista y tradicional en el sentido técnico: fijaos en qué trabajadas están las manos.

Baselitz realizó una década después, en 1986, Recuerdo de Oslo, que responde a las mismas tradiciones que inspiraron a Picasso y el grupo expresionista alemán El puente, que imprimían a sus obras un aspecto totémico, no acabado, primitivo. Él aplicó a esta escultura toques de pintura y la dotó de una expresividad directa, desinhibida, en la que el material tiene mucha voz.

Se hizo necesario un soporte metálico, porque las piernas no sujetan la escultura en pie. Por contraste, la Cariátide picassiana funciona perfectamente como escultura sin sujeciones.

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