El rebobinador

Nocturnos: los románticos pardos

Seguramente la representación de la noche, lo que equivale a decir de lo oscuro, las tinieblas o las sombras, fue el asunto más cultivado por los pintores románticos a la hora de aludir a la importancia del inconsciente: ya cuando se estaba gestando aquella nueva sensibilidad, Goethe hizo que su Fausto, a través de Mefistófeles, descubriera la riqueza de “la vida secreta de las sombras”. Si el Sturm und Drang había apuntado a la búsqueda de lo menos luminoso de la condición humana, la obra del alemán supuso la consolidación de la noche en el movimiento romántico. Dibujante fecundo además de escritor, en algunos bocetos seguramente destinados a una escenificación de la Noche de Walpurgis buscó ilustrar las muchas sugerencias de la noche y, en El sortilegio de la luna, trató de traducir la magia y los secretos que fluyen entre las personas y el mundo nocturno. Por otro lado, su Escena de la noche de Walpurgis es dominada por una niebla turbulenta.

Una vez amortizadas las luces ilustradas, el médico y naturalista Gotthilf Heinrich von Schubert y los llamados Naturphilosophen pretendieron investigar el lado nocturno de las ciencias naturales: la noche, en definitiva, dejó de ser un tiempo al margen para convertirse en una fuerza cuya presencia, difícil de descifrar, determina vidas. Schelling percibió su energía oculta y Brentano, Eichendorf o Kleist quisieron reflejar la vertiente dionisiaca de nuestra conciencia; en el terreno musical, Mendelssohn, Schumann o Paganini hicieron lo propio.

Cuando se va el sol atisbaban los románticos la locura, el imperio del inconsciente, los misterios de la sexualidad, la libertad, ajena a la moralidad que duerme, o el fondo sin forma. Kant, aún partícipe de la Ilustración, llegó sin embargo a decir: La noche es sublime, el día es bello; una y otro marchaban paralelos sin converger. El sentimiento diurno promovía la armonía y el nocturno conmovía por fecundo y desordenado, pero en el siglo XIX quisieron trascender ese dualismo: buscaron la luz en la sombra y proclamaron la belleza de lo sublime; también hallaron en la noche la posibilidad mágica de retornar a la Madre original. El poeta Novalis, como en pintura Carus y Runge, proyectó en sus Himnos a la noche y en Heinrich von Ofterdingen un viaje ensoñado por una noche cuyo final coincidía con el origen primigenio. Y recopilando aquellos impulsos, en la Canción de la Noche que Nietzsche hizo recitar a Zaratustra, se advierte lo que en la niebla hay de magnífico: Es de noche: ahora hablan más fuerte todos los surtidores (…) En mí hay algo insaciado, insaciable, que quiere hablar.

El buen nombre de la oscuridad es tan acentuado en la pintura romántica como en la poesía, obviamente, no sin raíces pasadas: se trató de una radicalización de corrientes que habían surgido en el Renacimiento. En lo literario, podemos considerar fuentes de inspiración a Torquato Tasso o Ludovico Ariosto, también a Shakespeare, y los grandes paisajes nocturnos del Romanticismo se nutren del chiaroscuro alumbrado poco después de la luminosidad del Quattrocento. En lo sensitivo y en lo intelectual, la noche cautivó a Leonardo da Vinci y Giorgione y casi fue glorificada en algunas obras de Miguel Ángel y Dosso Dossi. Incluso Rafael, clásico entre los clásicos, dejó entrever un pensamiento semejante en La liberación de san Pedro. Fijándonos en Centroeuropa, encontramos tinieblas a celebrar en El Bosco, Brueghel, Grünewald o Altdorfer, y en numerosas manifestaciones del arte alemán y flamenco en los siglos XVI y XVII.

Sin embargo, el gran movimiento introductor de lo nocturno en el arte fue el manierismo. Su asunción de ese chiaroscuro que simboliza el nacimiento de la conciencia trágica del individuo moderno (al igual que el sfumatto, por negar la claridad de los contornos) expresa nuestras contradicciones. Desde fines del siglo XVI, en el centro y el sur de Europa los lienzos se llenaron de sombras de la mano, entre otros, de Caravaggio, Barocci, los tenebristas, El Greco, José Ribera, Francisco Ribalta, Velázquez, Zurbarán, Adam Elsheimer, Rubens o Rembrandt; todos ellos recurrieron a menudo a la noche, o a la oscuridad, para reflejar las tensiones espirituales propias de su tiempo.

Aunque corone esas incursiones pictóricas, hay que reconocer que el romanticismo fue en sus nocturnos más allá: les concedió una complejidad nueva, al poblar lo oscuro de melancolía, sensualidad, terror, monstruos interiores y exteriores… de ensimismamiento, también. La oscuridad gótica de los atrios de las catedrales de Karl Blechen y Ernst Ferdinand Oehme es, en el fondo, inédita: en La Catedral en invierno del último hallamos que el rojizo crepuscular que surca los arcos crea atmósferas tan inquietantes como los escenarios de las novelas de Ann Radclife o Walpole. Antes que él, el imprescindible Friedrich había utilizado aquellos rojos tan característicos con la misma voluntad de suscitar zozobra y misticismo: en La cruz y la Catedral en la montaña, podemos sumirnos en el agobio de la soledad en la noche, en un escenario con algo de irreal.

Ernst Ferdinand Oehme. La Catedral en invierno, 1821. Galerie Neue Meister
Ernst Ferdinand Oehme. La Catedral en invierno, 1821. Galerie Neue Meister

Por semejantes caminos transitó la pintura del británico Samuel Palmer, seguidor de William Blake y admirador de Füssli, que buscó captar el sentimiento dramático de la naturaleza nocturna bajo la influencia de las ideas metafísicas del poeta S.T. Coleridge. Sus noches son misteriosas y trágicas, inmensas y conmovedoras, ríos de flujos invisibles y también… desasosegantes. En su The Bellman, bajo una luna naturalmente misteriosa, desfilan casi indistinguibles cosechadores.

Samuel Palmer. The Bellman, 1879. National Gallery of Art, Washington
Samuel Palmer. The Bellman, 1879. National Gallery of Art, Washington

La luna, de hecho, tiene una vital importancia en la noche romántica. Jean Paul (el escritor alemán Johann Paul Friedrich Richter) la consideraba fuente del inconsciente y el poeta Ludwig Tieck le otorgaba categoría espiritual. Entre los paisajistas, el claro de luna servía para expresar los claroscuros de la vida, el brillo del conocimiento que emana de lo oscuro, y en Costa con luna naciente de Friedrich su misterio, emergiendo en el centro del horizonte, es realzado por lo depurado del paisaje. Un efecto semejante lo cultiva Adalbert Stifter en su Salida de la luna, mientras que Carolsfeld incorpora simbolismo onírico en su Mont Blanc visto desde Chamonix. En este último caso, el hombre que contempla el paisaje majestuoso se encuentra sumergido en una claridad mágica cuyo origen se encuentra en esa misma luna.

Cerramos este repaso con Nocturno en Rügen, de C.G. Carus. Dividido en dos planos separados por el horizonte, muestra, por un lado, la luz crepuscular del cielo y, por otro, el reflejo de dicha luz en un mar agitado. Entre ambos planos, un barco cruza la escena, símbolo del viaje romántico. Partidario del biocentrismo, creía este artista que la naturaleza era un organismo vivo, lleno de fluidos, y que la noche portaba las fuerzas más estimulantes de la vida.

Adalbert Stifter. Salida de la luna, 1855
Adalbert Stifter. Salida de la luna, 1855
C.G. Carus. Nocturno en Rügen, 1819. Gemäldegalerie Alte Meister. Dresde
C.G. Carus. Nocturno en Rügen, 1819. Gemäldegalerie Alte Meister. Dresde

Comentarios