El rebobinador

La escuela florentina del siglo XV: naturalismo e ingravidez

Ya sabéis que, desde la semana pasada, nos espera en el Museo del Prado una muestra que cuenta con obras fundamentales de Fra Angelico, entre ellas la Virgen de la Granada y la recién restaurada Anunciación, junto a piezas de sus contemporáneos que ponen de relieve las innovaciones pictóricas propias de la pintura del siglo XV en torno a Florencia.

No conviene perdérsela (también conviene ir en horas de poca afluencia), y como anticipo repasamos algunas claves de esa escuela florentina que continuó siendo resorte de la evolución renacentista tras las renovaciones traídas por Giotto. Sus pintores aprendieron a representar cada vez mejor el cuerpo humano, y también a imprimir una mayor variedad a sus rostros: por primera vez se hacen verdaderos retratos en los que es posible encontrar los rasgos de los modelos fielmente plasmados.

Paralelamente a esa inspiración naturalista, la escultura clásica ejerció en los pintores del Quattrocento (también la contemporánea, en la muestra del Prado lo vemos a través de Donatello) una influencia altamente beneficiosa, tanto en las actitudes y la mímica de las figuras como en la representación de sus ropajes. En realidad, la figura humana se transforma siguiendo un proceso análogo al visto en la escultura y, en el mismo sentido, se avanza en la interpretación del paisaje.

Aunque, a principios de siglo, continúan estilizándose los montes conforme a la tradición bizantina, las formas redondeadas, más naturales, terminan por desplazar los cortes convencionales de los montes giottescos y a fines del XV el paisaje se convierte, en algún taller, en elemento capital de los cuadros.

Los ingenuos escenarios arquitectónicos trecentistas, además de trocar sus formas góticas por las renacentistas, gracias a la honda preocupación de los florentinos por la perspectiva concluyen siendo de perfección admirable. La luz interesa ya como elemento de primer orden e, incluso cargada de poesía, constituye una de las principales preocupaciones de maestros como Fra Angelico (en su citada Anunciación, sin ir más lejos).

La Anunciación y la expulsión de Adán y Eva del jardín del Edén (después de la restauración) FRA ANGELICO Temple y oro sobre tabla, 190,3 x 191,5 cm; 162,3 x 191,5 cm c. 1425-26 Madrid, Museo Nacional del Prado
Fra Angelico. Anunciación, 1430-1432. Museo Nacional del Prado

Como en la arquitectura y la escultura, la primera generación sería decisiva en los destinos de la pintura quattrocentista. Es aquella que aún trabaja cuando Cosme de Médicis rige los destinos de Florencia y, gracias a su talento diplomático, la ciudad goza de un largo periodo de paz y prosperidad. Fue el primer gran mecenas del Renacimiento y bajo su mandato construyó Brunelleschi la cúpula de la Catedral y las iglesias de San Lorenzo y del Espíritu Santo; por su encargo labra Michelozzo, para su familia, el Palazzo Medici Riccardi y decora Fra Angelico el convento de San Marcos. Su escultor preferido era Donatello, que le esculpe Judit, símbolo de su triunfo.

De Fra Angelico ya hemos hablado en esta sección. De él se dice, seguramente con razón, que ningún pintor ha interpretado de forma más pura, serena y devota los temas religiosos (en el Prado veréis que sus rostros no se parecen a los de ningún otro). La pintura era para él, en realidad, una especie de oración, una manera de ejercitar su devoción.

Fra Angelico. La Virgen de la granada. Temple y oro sobre tabla, 87 x 59 cm h. 1424 - 1425 Madrid, Museo Nacional del Prado. Adquirido en 2016 con la colaboración de la Fundación Amigos del Museo del Prado
Fra Angelico. Virgen de la Granada, hacia 1426. Museo Nacional del Prado

La influencia del Trecento se manifiesta en su obra en la importancia concedida al oro y en el alargamiento y las curvas de sus figuras, pero su sentido del volumen es típicamente quattrocentista.

Espíritu contemplativo, se trata del pintor por excelencia de la Virgen con el Niño, de visiones celestiales como la Coronación de la Virgen y del Paraíso. Por eso, al representar el Juicio Final, mientras copia con amor franciscano las menudas florecillas de las praderas donde los elegidos se mueven dichosos, acompañados por ángeles, despliega un entusiasmo que falta en sus martirios infernales. Por la misma razón, en su Descendimiento, no se fija tanto en el dolor, sino en los gestos de veneración de los santos varones al tomar las piernas de Jesús.

El tema de la Anunciación lo repitió en varias ocasiones. Tanto en la de Cortona como en la de Madrid, la Virgen, sentada bajo un pórtico de finas columnas renacentistas, acata sin temor ni sorpresa el mensaje divino. En la primera, las manos delicadas y elegantes del ángel indican cómo ese mensaje viene de las alturas; en Madrid, al cruzar los brazos sobre el pecho, parece expresar su homenaje a la que será Madre de Cristo. Además, en esta versión madrileña se concede mayor espacio al paraíso terrenal, por cuya pradera de flores menudas salen acongojados y pudorosamente vestidos los primeros padres.

En el banco se representaron cinco escenas marianas que comienzan en los Desposorios y terminan en el Tránsito de la Virgen. En otra versión, la Anunciación de Montecarlo (en Toscana, no Mónaco), el escenario arquitectónico pierde importancia y el paisaje desaparece.

De la misma generación que Fra Angelico es el pintor (también presente en la exposición del Prado) Masolino da Panicale, que igualmente conserva en su trabajo trazos del trecentismo tardío. Pero son mayores las innovaciones de Masaccio, cuyo estilo es muy semejante al suyo (ambos colaboraron en los frescos del Carmen).

Si Fra Angelico cuenta en forma maravillosa sus visiones místicas (no dejéis de deleitaros con sus rosas y azules), el de San Giovanni Valdarno se siente impulsado hacia un arte dramático como el de Donatello, poco mayor que él y con quien pronto se relacionó. Por desgracia murió a los 26 años, pero le bastaron para crear un estilo lleno de novedad. Hay quien cree que en él se reencarnó el espíritu de Giotto, o al menos, parece que aprendió bien el sentido de la monumentalidad de las grandes masas y su vigoroso arte de componer.

Su obra maestra son los frescos de la capilla Brancacci, de la iglesia del Carmen, escuela para muchos jóvenes pintores. La historia de San Pedro sanando con su sombra destaca por su sentido plástico: en la estrecha calle, de la que solo vemos uno de sus lados, los enfermos se escalonan en diversas actitudes, mientras el santo avanza majestuoso, semejante a una escultura, pero con una expresión que no deja dudas de su don sobrenatural.

Esa fuerza se hace aún más viva en El pago del tributo, escena en un paisaje extenso y de formas sobrias, con edificios igualmente simples. Sus personajes, de vestiduras sencillas, sabiamente iluminados, sorprenden por su volumen y por el aplomo con que están plantados en tierra. También por sus gestos grandiosos, con los que el joven Masaccio casi llegaba a ser predecesor de Miguel Ángel. De gran intensidad dramática es también el grupo de Adán y Eva.

Masaccio. El pago del tributo, 1424-1427. Santa María del Carmen, Florencia
Masaccio. El pago del tributo (fragmento), 1424-1427. Santa María del Carmen, Florencia

Los frescos de la capilla Brancacci no los pudo concluir y tomó el relevo Filippino Lippi. En opinión de algunos, tampoco los había iniciado él, sino su maestro Masolino.

De temple heroico (artísticamente), como Masaccio, era Paolo Uccello. Comenzó su carrera en el arte de la platería, siendo garzone de botega de Ghiberti, y de él aprendió el interés por la perspectiva, que sería su obsesión. Vasari le atribuye la frase: ¡O che dolce cosa e la perspettiva!

Para él no era algo blando e impalpable, una ilusión de espacio sin aristas, como para Ghiberti, sino volúmenes y masa. Si en la historia de San Jorge afirma de cuánto es capaz su fino sentido poético al contraponer, en una llanura, el corcel blanco en violento escorzo y la delicada figura de la princesa, su ansia de volumen y monumentalidad triunfan en el fresco del condottiero inglés Hawkwood, que, colocado a gran altura, produce la deseada ilusión de ser una escultura ecuestre. Es digno precedente del Gattamelata de Donatello.

Paolo Uccello. San Jorge y el dragón, 1456-1460. Museo Jacquemart-André, París
Paolo Uccello. San Jorge y el dragón, 1456-1460. Museo Jacquemart-André, París

Pertenece a la generación siguiente, aunque murió muy joven, Andrea del Castagno. Heredó la plasticidad y el sentido de la grandiosidad de Massacio y Uccello y a él le debemos los Varones ilustres del convento de Santa Apolonia.

Y compartió quinta con Masaccio y Uccello Fra Filippo Lippi, otro de los grandes creadores del Quattrocento. Ingresó de niño en el convento de los carmelitas, pero no sentía vocación religiosa y su vida es el reverso de la de Fra Angelico. Sabemos que en cierta ocasión sufrió culpas por haber falsificado una firma, y poco después raptó del convento del que era capellán a una novicia, Lucrecia Butti, que le serviría de modelo. Su relación con ella derivó en Filippino Lippi.

Lippi sentía con demasiada fuerza el encanto de la naturaleza para dejarse llevar por el estilo de Fra Angelico. Aprendió de Masaccio y Uccello el sentido del volumen y el encanto de la perspectiva, pero el nervio de su estilo es un sentido humano análogo al de Donatello.

Filippo Lippi. Virgen con el Niño Jesús y dos ángeles, hacia 1465. Uffizi
Filippo Lippi. Virgen con el Niño Jesús y dos ángeles, hacia 1465. Uffizi

Aunque sin la pureza de las de Fra Angelico, sus Vírgenes son de un encanto extraordinario. La de los Uffizi, en la que unos ángeles elevan al Niño a la altura de su madre, es una obra maestra por su composición preciosa y por la vida de los rostros, donde la expresividad gana a la corrección.

La Coronación de la Virgen, también en los Uffizi, es otra de sus obras fundamentales. Su composición se inspira en Fra Angelico, su sentido plástico dota de intenso relieve a las figuras y su claro naturalismo convierte en retratados a la mayoría de sus modelos. Hasta ofrece en primer plano su propio rostro, de escaso misticismo, junto al lema Is perfecit opus.

Como buen florentino, también cultivó el fresco y su serie más importante decora la Catedral de Prato. Su escena más movida es El Banquete de Herodias, donde conjuga espíritu profano e inclinaciones naturalistas.

Esas mismas inclinaciones las mantuvo Benozzo Gozzoli, que fue asimismo discípulo de Fra Angelico, de quien heredó, además de modelos y convenciones, el gusto por los paisajes poblados de figurillas y escenas anecdóticas. Él fue el gran narrador del Quattrocento florentino.

Su coetáneo Piero della Francesca es el pintor enamorado de la luz. Le concedía un sentido poético y le sirvió para iluminar el milagro de Constantino en su lecho y para henchir de luz blanca opalina los cuerpos de sus personajes.

Al ablandar esa luz blanca y difusa los volúmenes de sus cuerpos, sus creaciones pierden el tono épico de Uccello y Masaccio y se convierten en un mundo de formas ligero y casi transparente. De su interés por la perspectiva da fe su tratado De prospectiva pingendi y su obra capital son las Historias de la Santa Cruz, que pintó al fresco en Arezzo.

La última generación del brillo de la Florencia quattrocentista tendrá a Ghirlandaio como figura central, ya en tiempos de Lorenzo el Magnífico, nieto de Cosme de Médicis. Imaginaba grandes conjuntos de numerosos personajes, apuestos pero de una elegancia un tanto dura, y de rostros a veces algo inexpresivos. Hizo que lo profano invadiera los asuntos religiosos en proporciones hasta entonces desconocidas.

Piero della Francesca. Sigismondo Pandolfo Malatesta orando frente a san Segismundo, 1451
Piero della Francesca. Sigismondo Pandolfo Malatesta orando frente a san Segismundo, 1451
Domenico Ghirlandaio. Giovanna Tornabuoni (fragmento), 1488. Museo Nacional Thyssen-Bornemisza
Domenico Ghirlandaio. Giovanna Tornabuoni (fragmento), 1488. Museo Nacional Thyssen-Bornemisza

 

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