Jacques-Louis David fue coetáneo a Goya (vivió entre 1748 y 1825) y tuvo en común con él su fallecimiento en el exilio; forzado en el caso de David e inducido en el del español. Hay que recordar que la noción del compromiso político de los artistas, en Francia y no solo, tuvo mucho que ver con la Revolución Francesa: David y otros se comprometieron con ella como ciudadanos y reconocemos sus creencias en su pintura. Fue diputado jacobino, amigo de revolucionarios y partidario de Robespierre; también intervino de forma muy directa en la supresión de las Academias y ejerció como cronista, a través de sus imágenes, de los hechos revolucionarios.
De hecho, a la caída de Robespierre estuvo a punto de ser guillotinado, pero se pudo reintegrar en la vida pública al congraciarse con Napoleón, al que retrató desde un enfoque cercanísimo a la propaganda (esas obras merecen otro capítulo); también fue un relator de la actualidad, consciente de que el arte podía llegar a influir en la sociedad si le dirigía ciertos mensajes por ciertos caminos. Y en sus apelaciones a la Antigüedad a la hora de referirse a su época convulsa vamos a profundizar ahora.
Nacido en una familia burguesa y vinculada al arte, y pariente de Boucher, su padre murió en un duelo cuando él era niño, aspecto que pudo influir en la radicalidad de su carácter. Hizo carrera en la Academia francesa, muy severa entonces, y logró un Premio de Roma. Hasta que viajó a la capital italiana, era un pintor casi tardobarroco; allí iniciaría su mejor producción y depuró su estilo. Se sabe que conoció bien la obra de Caravaggio, entonces aún no reivindicado para el gusto público: como buen autor moderno, se hizo primitivo.
Justamente en Roma realizó El juramento de los horacios (1784-1785), que conmocionó entre la sociedad galante por su asunto bélico y clásico, que remite a la primitiva capital imperial: tradicionalmente el Imperio romano había interesado a Occidente, pero no tanto sus primeros momentos como su decadencia y auge posterior. David sí buscaba aquellas raíces, inspirándose en Horacio, de Pierre Corneille, una pieza dramática dedicada a aquel tiempo.
La composición de la obra es piramidal, equilibrada por las espadas. A la izquierda vemos un grupo masculino exultante, jurando: Patria o muerte, venceremos. A la derecha, queda un grupo femenino desfallecido, ajeno y débil, en la visión de David, frente a los supuestos valores altruistas de los hombres, concepción radicalmente distinta a la planteada por los galantes y Greuze.
El saludo romano estaba también presente en el juramento de Füssli, que acabó suicidándose en Londres porque en su Suiza natal era censurado por su carácter revolucionario (él también pasó por Roma, en 1771, antes que David pero en el mismo tiempo que Goya).
De 1787 data La muerte de Sócrates, que simboliza de nuevo el sacrificio por la patria y la reinstalación de los valores patrióticos que aparecían en El juramento frente a la afectividad y la sensibilidad. Se trata de una obra con un mensaje grave, fruto del compromiso político de David y también de su querencia por el primitivismo, que se adelanta a las vanguardias históricas, porque rompe la cadena de sucesión lineal de estilos en la búsqueda de la autenticidad.
David acude a la concepción quattrocentista de la perspectiva: la profundidad anulada, recurso típico del siglo XV en Italia. El suelo está cuadriculado para acentuar cierto fondo, pero de forma tosca, y las figuras son frontales. Lo que David no toma del periodo primitivo es la iluminación, dramática y tendente al claroscuro, porque es importante en el desarrollo del arte moderno subrayar de modo naturalista determinados aspectos que interesan en la transmisión de un mensaje.
El elogio de la muerte como sacrificio no deja de ser un rasgo muy romántico: Sócrates fue acusado de impiedad por las autoridades atenienses y condenado a muerte; tuvo la posibilidad de escapar, pero optó por la cicuta con un sentido ejemplar. Se subraya el valor de su gesto: con un índice levantado, advierte a sus discípulos de las connotaciones morales de su acción. Evoca David a Poussin, el gran pintor del clasicismo francés, abordando asuntos de gravedad histórica, en este caso la vida de un filósofo estoico. Y reivindicaba, además de ese moralismo, la serenidad del dibujo en contraste con el cromatismo vivo de la pintura galante.
En 1789 realizó su inacabado Juramento del Jeu de Paume; pintó una reunión de la convención, la pugna entre las exigencias revolucionarias de la burguesía y los estamentos tradicionales. La insatisfacción popular se concretó cuando se intentó modificar la Asamblea, los burgueses fueron expulsados, se reunieron en el citado Salón del Jeu de Paume y constituyeron la suya propia, sin jerarquía ni órdenes. Traslada David un episodio de la Antigua Roma a la actualidad: los asamblearios juramentan. En el centro vemos a un aristócrata, un sacerdote y un fraile abrazados, probablemente anticipando el desastre que se avecinaba.
La composición es muy amplia, para acoger a la multitud de personajes (las masas comenzaron aquí a ganar importancia en la historia); respira solemnidad e incorpora claroscuros a través de los haces de luz de las ventanas.
Y en 1793 llegaría la que es, para muchos, su obra cumbre: La muerte de Marat. El mismo año fue asesinado ese revolucionario jacobino, cuando se encontraba en su domicilio, dándose un baño por sus problemas de piel. Solicitó ser visto por Charlotte de Corday, seguidora de los girondinos y responsable de su muerte, que generó una gran conmoción.
Marat era amigo de David, que visitó el escenario del asesinato antes de pintar esta obra con una sobriedad escalofriante y un ajuar doméstico de gran simplicidad, con una bañera y una humilde caja de madera. Los héroes muertos, tradicionalmente, se representaban en sus momentos de gloria y plenitud, nunca en cuerpo yacente, sobre todo si habían muerto violentamente y en situación considerada poco decorosa, pero David configura una nueva imagen del héroe, reconduciendo hacia la contemporaneidad su concepción moral, con una densidad de mensajes extraordinaria.
Realmente Marat es aquí un cadáver, que aparentemente aceptó su muerte con serenidad; se representa desde el naturalismo y en claroscuro. La clave del contenido revolucionario de la obra se encuentra en la pluma y el cuchillo: la razón frente a la violencia. Exalta David la idea de que la derrota puede albergar una victoria y de que la aniquilación física puede ser moralmente un triunfo, y evoca, asimismo, las figuras del Ecce Homo, en las que se presenta a Cristo torturado, expirante y humanizado: en Marat está divinizando a un hombre cuyo sacrificio incorpora la imaginería de Cristo muerto.
Seis años después pintaría El rapto de las sabinas, quizá recordando la demanda general de paz previa al Imperio napoleónico. No representa el momento en que los romanos raptan a las sabinas porque necesitaban mujeres, sino cuando, llegado el enfrentamiento con los sabinos, ellas optan por separar a los combatientes; con ambos estaban ya relacionadas. David retoma el asunto lanzando, probablemente, un mensaje de reconciliación a sus contemporáneos, dotando de actualidad a un episodio mitológico.
El pintor llegó a contar con un taller en el que se formaron centenares de alumnos de toda Europa y es muy posible que esta obra la ejecutara más como modelo acorde a las normas internacionales del arte de entonces, de cara a sus discípulos, que para mostrarla al público en general.
Remite al etrucismo: es casi un manifiesto de cómo convertirse en etrusco, esto es, en lo más primitivo entonces conocido. La pintura de los vasos etruscos, parecida a la de los griegos, con sus figuras rojas y negras, tuvo gran importancia entonces entre los autores con aquellos afanes. Que tuvieron también mucho que decir en la representación de la contemporaneidad.