Lo real, sin mayores excusas, fue la única y constante fuente de inspiración de Giorgio Morandi, que observó y analizó su entorno con lentitud y meticulosidad para después desdibujarlo: sus naturalezas muertas no describen los objetos ni tampoco les otorgan connotaciones simbólicas, “simplemente” subrayan la vertiente irreal y abstracta de esas piezas cotidianas, su apertura al enigma. Las sume, por esa razón, en atmósferas proclives al misterio, con una iluminación ambigua y nunca clara a la que la mirada del espectador ha de acostumbrarse, yendo más allá del extrañamiento primero para penetrar en entornos que parecen no pertenecer a los objetos de forma natural.
Hace tres años, el Centro José Guerrero de Granada exploró la pervivencia de la poética del silencio cultivada por el italiano y de la contención y concisión de sus motivos en la producción de artistas españoles contemporáneos, pintores pero no solo, como Alfredo Alcaín, Ángel Bados, Nati Bermejo, Javier Codesal, Díaz-Caneja, Hernández Pijuan, Carmen Laffón, Martín Godoy, Pereñíguez, Gerardo Rueda o Cristino de Vera; ahora es el Museo Guggenheim Bilbao el que recupera al maestro de lo mundano en “Una mirada atrás”, una exhibición que por primera vez hace dialogar su producción con la de pintores clásicos que le influyeron (y es difícil entender los motivos de esta tardanza).
La muestra se estructura en tres salas que exploran, respectívamente, las huellas en la obra de Morandi de la teatralidad de la pintura barroca española, del naturalismo propio del Seicento y de la geometría de un maestro francés del bodegón: Chardin. El artista boloñés los admiró y se nutrió de su trabajo durante las cuatro décadas que duró su trayectoria, desde la etapa de entreguerras hasta principios de los sesenta, y no dudó en reconocer a El Greco y sus flores, a Zurbarán y sus volúmenes o a Crespi y el detallismo de sus humildes composiciones como algo más que referencias: Sentí que solo la comprensión de las obras más vitales que la pintura había producido a lo largo de los siglos pasados podría guiarme a la hora de encontrar mi camino.
Más que estudioso de los antiguos, Morandi fue observador sagaz y analítico de quienes antes del siglo XIX se fijaron en el potencial expresivo de nuestros ajuares diarios, sobre todo, como decíamos, de los bodegones del siglo XVII español, de los pintores boloñeses que trabajaron entre los siglos XVI y XVIII y de las naturalezas muertas de Chardin, que incorporan elementos narrativos y también misterios, en forma de cajones abiertos o peonzas en giro, que atrapan la mirada del espectador.
Botellas, latas, jarrones o cajas, los objetos que encontraba más próximos, fueron minuciosamente estudiados por el pintor previamente a la traslación de su complejidad a las formas esenciales. Trabajaba una y otra vez sobre sus piezas preferidas, representándolas de formas sutilmente distintas y llamando nuestra atención sobre la ingente variedad de posibilidades artísticas y pictóricas que ofrecía nuestro entorno más doméstico y aparentemente trivial. Distanciándose de corrientes pasajeras y de figurativismos vinculados a la realidad social, eligió Morandi entregarse a la plasmación de la belleza y la atemporalidad de los jarrones, el eje de bodegones de composición, iluminación y cromatismo estrictamente personales, a medio camino entre lo armónico y lo fantasmal. Hoy estas piezas son sinónimo de concentración, pureza y afán de esencialidad, un reclamo que invita al detenimiento.
La primera sala del recorrido nos recuerda que el conocimiento de Morandi del Siglo de oro español coincidió con el redescubrimiento en Italia de sus maestros, en las primeras décadas del siglo pasado. En aquellos años, Roberto Longhi, que era amigo de Morandi, reivindicaba a Velázquez y Zurbarán en sus escritos y comisarió una gran muestra de pintura barroca española en Roma, en 1930; el florentino Ardengo Soffici también alababa las naturalezas muertas del extremeño, al que consideraba un vanguardista. De hecho, Longhi llegó a referirse a él como el mayor constructor de formas mediante la luz, detrás de Caravaggio y por delante de Cézanne.
Gracias a otro amigo de Morandi, Giuseppe Raimondi, conocemos la influencia directa que las flores situadas a los pies de los ángeles y santos de El Greco tuvieron en sus propias pinturas florales: tenía un libro dedicado al cretense en su taller y llegó a afirmar que ningún pintor moderno había pintado ese motivo como él. En Bilbao podremos contemplar los jarrones de Morandi junto a una copia del siglo XVII de El Greco y bodegones del italiano que evocan la armonía propia de los de Meléndez Valdés o el citado Zurbarán.
Avanzando el tiempo, en 1935, Longhi publicó su gran estudio sobre pintura boloñesa, Momenti della pittura bolognese, en el que defendió que el rasgo común de los artistas vinculados a esta ciudad había sido el cultivo de un naturalismo expresivo lleno de inmediatez y viveza. Ese ensayo finalizaba justamente con Morandi, al que se refería el historiador como un nuevo encaminado, en referencia a la Accademia degli Incamminati, fundada en 1562 y heredera de los postulados de la dinastía Carracci. Incidía así en la honda raigambre de la obra de su amigo en el pasado.
Otro historiador del arte bien cercano a él, Francesco Arcangeli, señala su atención a los detalles de la pintura de Guido Reni, en concreto a su Retablo de la peste: en él aparece una pequeña representación de la ciudad de Bolonia que serviría a algunas composiciones de Morandi. En el Guggenheim podemos ver asimismo cuatro pequeñas telas de Giuseppe Maria Crespi: sus escenas de género dialogan de forma muy patente con las naturalezas muertas de aquel.
Por último, tenemos que referirnos a Chardin, casi ignorado en Italia antes de 1945 y considerado por Morandi poco menos que un visionario. Lo conoció a través de publicaciones francesas, como L´Amour de l´Art, en los veinte y, en 1932, Valori Plastici distribuiría en Italia una monografía especial dedicada a su obra e ilustrada por André de Ridder.
Sabemos que Morandi la tuvo en su poder, porque algunas de esas ilustraciones colgaban en su estudio. Además, pudo ver dos Chardins de primera mano en 1956, cuando visitó en Winterthur la colección de Oskar Reinhart: Naturaleza muerta con granada y uvas y una versión de El castillo de naipes, cuya composición replicaría ocasionalmente después. En esta última sala de la exposición se exhiben naturalezas muertas de ambos, en las que podremos encontrar elementos similares y casi seriales: atención a la emulación de la geometría de las cartas.
“Una mirada atrás: Giorgio Morandi y los antiguos maestros”
Avenida Abandoibarra, 2
Bilbao
Del 12 de abril al 6 de octubre de 2019
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