Georges de La Tour, el luminoso cabo suelto

El Museo del Prado expone la mayor parte de sus pinturas

Madrid,
Georges de La Tour. Tañedor de zanfonía con perro. Bergues, Musée du Mont de Pieté- Ville de Bergues
Georges de La Tour. Tañedor de zanfonía con perro. Bergues, Musée du Mont de Pieté- Ville de Bergues

En 1991 se incorporó a las colecciones del Museo del Prado el primero de los dos De La Tour que posee el centro, El tocador de zanfoña, adquirido con fondos del legado Villaescusa, y en 2005 llegó el sagundo, San Jerónimo leyendo una carta, que José Milicua había hallado entre las pinturas que atesora el Ministerio de Trabajo.

A partir del 23 de febrero, el Prado celebra ambas adquisiciones y rinde homenaje a Milicua, que fue Patrono del museo y falleció en 2013, presentando una muestra donde podrá contemplarse la mayor parte de la producción de este artista: 31 pinturas de las cerca de cuarenta que se le atribuyen. Más que de una antología –ha señalado Miguel Zugaza- se trata de una exposición de su opera omnia que, a su vez, difundirá entre el gran público la figura de un artista caído en el olvido durante siglos (fue recuperado en las vanguardias, como El Greco) y rodeado de enigmas, empezando por los que la atribución de sus trabajos ha generado: muchos se pensaban salidos de las manos de pintores nórdicos o de Zurbarán, Ribera o Velázquez.

El misterio se mantiene en lo relativo a su vida: se sabe que recibió su primera formación, más o menos hasta los diecisiete años, en Vic-sur Seille, en Lorena, y que, aunque vivió una etapa histórica convulsa en la que ese ducado adquirió la independencia política, logró convertirse en un pintor acomodado en lo económico y reconocido hasta el punto de ser nombrado pintor de Luis XIII.

Sus obras, de una belleza elocuente que no admite dudas, retratan, en palabras de Zugaza, la indigencia material y espiritual de la condición humana

Hace justo un siglo desde que un artículo publicado en la revista alemana Archiv für Kunstgeschichte por el historador Hermann Voss lo rescató, y hoy es quizá el artista más célebre del s XVII francés. Ingres, actualmente el otro inquilino galo del museo, no llegó a conocer su producción.

Sus obras, de una belleza elocuente que no admite dudas, retratan, en palabras de Zugaza, la indigencia material y espiritual de la condición humana. Las que podrán verse en el Prado desde la próxima semana y hasta el 12 de junio proceden del Louvre, el Metropolitan de Nueva York, el Getty Museum o el Fort Worth de Texas y de varios museos provinciales franceses: se trata de escenas religiosas o de costumbres que destacan por su delicadeza, por el tratamiento más que exquisito de la luz y por el realismo de los personajes, sean gentes humildes, santos  u otras figuras religiosas.

Georges de La Tour. El tramposo del as de tréboles. Fort Worth (Texas), Kimbell Art Museum
Georges de La Tour. El tramposo del as de tréboles. Fort Worth (Texas), Kimbell Art Museum

No conocemos con exactitud la cronología de sus primeros trabajos, pero no se discute que los de carácter más realista los realizaría en sus comienzos, a finales de la década de 1620. De aquellos momentos datarían personajes sagrados de apariencia tosca como los que forman parte del Apostolado de Albi (cuatro pueden verse en el Prado: Santiago el Menor, San Felipe, San Andrés y Santiago el Mayor); mendigos como los presentes en Comedores de guisantes o músicos callejeros como los retratados en Riña de músicos. Pese a su carácter más refinado, también formarían parte de esta primera etapa un Viejo y una Vieja y el primer nocturno conocido de De la Tour, Pago del dinero.

A partir de la tercera década del s XVII, el estilo del pintor evolucionó: comienza a cuidar con virtuosismo la luminosidad y las pinceladas se hacen más planas y acuareladas, rasgos que dotaron de gran originalidad, sobre todo, a sus escenas diurnas.

Si estas se caracterizan por su luz clara y fría y por una precisión casi despiadada en el retrato, las nocturnas presentan escasos colores (pardos y bermellón en diálogo), volúmenes simples y una cuidada iluminación que parte, ficticiamente, de velas. Esa austeridad en los medios desembocará después en pinturas de personajes en actitud de recogimiento ensimismado en las que nada distrae, ni a las figuras ni al espectador, de lo esencial.

Repitió tipos a menudo: fijaos en sus representaciones de San Jerónimo o los Tramposos, y también llevó a cabo varias versiones de tocadores de zanfoña o de Magdalenas. En algunos casos, como los dos primeros citados, las composiciones son muy semejantes; en los otros dos realiza interpretaciones propias y originales en cada obra.

Georges de La Tour. La Buenaventura. Nueva York, The Metropolitan Museum of Art, Rogers Fund, 1960 (60.30)
Georges de La Tour. La Buenaventura. Nueva York, The Metropolitan Museum of Art, Rogers Fund, 1960 (60.30)

La última obra de De La Tour está dominada por escenas nocturnas de temática religiosa y es quizá la vertiente más conocida de su producción, por su despojamiento (presente en un cromatismo apenas variado y en formas geométricas modernísimas), por la atmósfera de silencio y quietud que transmiten, y sobre todo, su emocionante manejo de la luz. Los santos y figuras religiosas representadas no aparecen siquiera con sus atributos sacros y parecen inspirarse en tipos populares; lo vemos de forma especialmente clara en El recién nacido o La Adoración de los pastores, que ponen el broche final a la muestra del Prado.

Georges de La Tour. El recién nacido. Rennes, Musée des Beaux Arts
Georges de La Tour. El recién nacido. Rennes, Musée des Beaux Arts
Imagen en sala de la exposición “Georges de La Tour. 1593-1652”. © Museo Nacional del Prado
Imagen en sala de la exposición “Georges de La Tour. 1593-1652”. © Museo Nacional del Prado

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