Nueve novelas que podrían tener película (y quién podría dirigirla)

13/11/2018

El de las adaptaciones literarias al cine es un asunto peliagudo posiblemente desde que se hizo la primera: quien conoce el original rara vez disfruta demasiado con las versiones, sean o no fílmicas, y si los cineastas optan por inspiraciones libres, un camino muy legítimo y honesto, se expondrán igualmente a los leones. Pese a las excepciones de altísimo nivel, nadie niega que llevar novelas al cine es un ejercicio de riesgo con alto margen de error o catástrofe. Y aún así… leyendo algunas es inevitable imaginarlas en pantalla grande. Nos ha ocurrido con estas:

El gran salto. Jonathan LeeEL GRAN SALTO, JONATHAN LEE.
Existe una película del 94, llamada El gran salto y dirigida por Joel Coen, pero no nos referimos a aquella historia sino al estupendo relato hilvanado por Jonathan Lee inspirándose, libremente, en un suceso real: el atentado contra Margaret Thatcher y su gobierno en 1984 en un hotel de Brighton, que causó cinco muertos y decenas de heridos. Lo publicó Libros del Asteroide el año pasado: Lee trenzaba las vidas del terrorista (Roy Walsh, un joven del IRA manipulado por quienes ponen las ideas pero no se la juegan), Moose, el subdirector del hotel donde Roy coloca la bomba, padre soltero en busca de alicientes vitales y ascensos profesionales, un hombre en crisis; y su hija adolescente Freya, recepcionista ocasional del mismo centro que momentáneamente se siente atraída por el irlandés.

Antes de que ocurra el gran salto, el sobresalto terrible de la explosión que cambiaría sus vidas, los tres son personajes sumamente corrientes con los que es fácil empatizar, y esa es la clave: Lee dedicó su novela a las víctimas, pero en este libro lo fundamental no es el suceso trágico ni lo que en torno a él giró, sino la destreza del autor construyendo las personalidades, comunes y ricas, de los protagonistas. Hay tanto realismo como contención, y no vacilaríamos en ir al cine a disfrutar con estas microhistorias dentro de la macrohistoria. ¿A qué director pondríamos al frente? No arriesgaríamos mucho, pero a Spielberg, porque en Múnich hizo un ejercicio sobresaliente al sumergirnos en el contexto que pudo rodear el atentado de las Olimpiadas del 72, con un desenlace de dudas morales que enfriaba la espalda.

BELLA DEL SEÑOR, ALBERT COHEN.
Hablando de enfriar… certezas, Bella del Señor es el libro del que nadie salimos vivos: el primer caído en combate es el amor, que Cohen viste de escepticismo cruel, y después los hombres y las mujeres, o quizá al revés. Cohen tira con diana a las relaciones de pareja como intentos de encontrar la felicidad y a uno mismo, fracasados antes de nacer, y también a quienes creen en el amor con inocencia, a quienes no lo hacen y despliegan crueldad, a los chismosos, a los pelotas laborales preocupados por presumir de cargo y no por trabajar y a la hipocresía reinante dentro y fuera de casa. En la pareja formada por Solal y Ariane se dan cita todas las virtudes y males del amor, también todas sus fases: la aventura fascinante, la estabilidad aburrida y el hastío convertido en odio, que se proyecta al otro pero es asco hacia uno mismo.

Cohen lo contaba con una ironía acidísima (y también repitiendo ideas… una y otra vez). Rodrigo Sorogoyen recreó, más o menos, esas fases del amor en Stockholm, resumiéndolas en una noche y una mañana de una pareja adolescente (recomendamos mucho la película), pero para captar toda la negritud y el genio de la obra de Cohen en un filme de época (la de los años treinta), elegiríamos al Paul Thomas Anderson de El hilo invisible; a Polanski, que de relaciones tortuosas, descreimiento y falsedades sociales sabe mucho (La Venus de las pieles, Un dios salvaje) o al Hanneke de Happy End. Podría irles mejor que a Glenio Bonder, porque Bella del Señor ya se rodó, en 2012, pero tan mal que es mejor no tenerlo en cuenta y repetir.

UN INCENDIO INVISIBLE, SARA MESA.
La penúltima novela de Sara Mesa no se parece al resto por situarnos en un escenario distópico, inspirado en el centro del Detroit abandonado, en escenarios donde ya no queda nadie y campan a sus anchas las tensiones, los egoísmos y la ridiculez. Pero sí se parece en que los pocos que aún habitan Vado, que así se llama este lugar inhóspito, son los mismos personajes que habitan sus demás obras: niños y adultos solitarios que no encajan en su entorno y a quienes nadie aporta calidez: ellos, como sus paisajes, nos resultan tan cotidianos como fríos; el suyo es el lado oscuro, y quizá el de todos.

El Antonioni del Desierto rojo quizá hubiera captado muy bien ese desasosiego en los paisajes, aunque nos imaginamos más aún esta historia en manos del Roy Andersson de Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia o de Yorgos Lanthimos.

UNA TEMPORADA PARA SILBAR, IVAN DOIG.
Creemos que esta otra obra publicada por Libros del Asteroide, hace siete años, no tuvo la difusión que merece: su trama es sencilla y disfrutable por cualquiera, pero evidentemente esto no le resta un ápice de calidad. Es una novela de iniciación y también una novela sobre el Oeste americano, cuyo paisaje se cuela en la personalidad de quienes viven en él. Nos sumerge este autor en la vida de una familia formada por un padre y tres chavales (la madre acaba de fallecer), en la que aterriza una atípica ama de llaves que no cocina, pero tampoco muerde, para ocuparse de la casa y de los niños. Ella llega con un hermano igualmente atípico, Morris, que tendrá que hacerse cargo de la escuela local cuando la maestra se fuga. Ni uno ni otra son quienes dicen ser (porque nadie es perfecto, diría Wilder en circunstancias algo comparables), pero no importa: una y otro son minas de enseñanzas y Morris es ya uno de los maestros literarios a quien más cariño le hemos cogido.

Por sumergirse en paisajes y en gentes no demasiado alejadas de las que retrata Doig, elegiríamos para llevar al cine Una temporada para silbar a John Carroll Lynch, el director de Lucky.

MADRE E HIJA, JENN DÍAZ.
De esta novela de Jenn Díaz, publicada por Destino en 2016, os hablamos hace más o menos un mes en esta misma sección: profundiza con una delicadeza infinita en las intimidades de una familia a lo largo de varias generaciones, mostrando lo mucho y lo hondo de lo que no se dice casi nunca de puertas adentro, y nunca se sabrá afuera, y haciendo mucho hincapié en las figuras femeninas, complejas y bien trazadas. Es difícil no reconocer muchos o pocos rasgos elogiables o míseros del cosmos familiar de cada uno en las obras de Díaz.

En este caso, sí tenemos muy claro quién querríamos que dirigiese esta historia: Celia Rico, la artífice de Viaje al cuarto de una madre, porque en los modos de relacionarse de Anna Castillo y Lola Dueñas en esta película (aún en cines) hay mucho de las sensaciones presentes en la obra de la barcelonesa. Además las dos comparten, prácticamente, generación.

 

LOS MISTERIOS DE MADRID, ANTONIO MUÑOZ MOLINA.
Los misterios de Madrid es una obra atípica del autor: los peligros y el rechazo acechan continuamente a su protagonista, torpe al esquivarlos, y en esto Lorencito Quesada se parece a tantos de sus personajes en huida… pero, desde que sabemos que tendrá que ir a Madrid para intentar recuperar la imagen del Santo Cristo de la Greña, supuestamente robada de la Capilla del Salvador de Mágina por Matías Antequera, el astro de la canción española, sabemos que esta historia estará llena de humor… y es el caso. En el camino, Muñoz Molina nos describe el Madrid de los comienzos de la democracia, propicio a que los inocentes se den tortas sin parar. Os la recomendamos mucho –puede que también se la haya pasado algo por alto, aunque no sea una de sus obras magistrales– y nos gustaría haberla visto filmada por Berlanga, quien, por cierto, murió tal día como hoy en 2010.

SYLVIA, LEONARD MICHAELS.
Sylvia es la historia de un amor, difícil como todos y tortuoso como algunos menos, entre el escritor en ciernes Leonard y la bohemia Sylvia, y su punto fuerte es el retrato de su intimidad de equilibrio frágil, en la que los momentos felices se evaporan terriblemente rápido y los tempestuosos se hacen cada vez más largos y frecuentes. Leonard relata desde dentro, conjugando intensidad y la distancia necesaria para narrar y narrarse, y nos acerca a los pasos previos a un naufragio personal aunando sinceridad y pasión.

Su contundencia y brevedad hacen esta historia muy propicia al cine: necesariamente habría que contarla en blanco y negro y vemos muy apto para hacerlo a Philippe Garrel, que ahondó en el inconsciente femenino y en el milagro que supone que una historia de amor salga adelante en la muy francesa Amante por un día.

 

Ian McEwan. El inocente

EL INOCENTE, IAN MCEWAN.
Hay otro Inocente llevado al cine, pero de Michael Connelly; nos seduce mucho más esta historia de McEwan sobre un joven británico enviado a trabajar a Berlín, en asuntos de telecomunicaciones y durante la Guerra Fría, que se ve envuelto, con mínima pero decisiva participación por su parte, en un doble y gigantesco embrollo: por colaborar con el espionaje a Moscú y por enamorarse de quien termina necesitando ocultar un cadáver. El muchacho, casto, puro e inocente, también se llama Leonard, y es complicado no empatizar con él, a priori tan capaz de espiar y de ser cómplice en asesinatos como la Madre Teresa. Por eso, y por los manejos narrativos del autor, claro, esta historia es magistral y desasosegante. Apta para Hitchcock… o para Andrey Zvyagintsev: algo tienen en común este antihéroe y la madre amorosa, corriente y asesina, Elena.

DE VIDAS AJENAS, EMMANUEL CARRÈRE.
Este fue uno de los primeros libros que leímos de Carrère, y como suele ocurrir, el argumento se lo llevó el olvido, pero las sensaciones no: estas historias, dedicadas a la enfermedad, la muerte, la supervivencia y la dificultad de la empatía y del consuelo, la riqueza y la pobreza, eran sobrecogedoras. Y la manera de Carrère de relatar qué ocurre con nuestra condición humana cuando está contra las cuerdas, sin ningún adorno y con simpleza, quitaba el hipo. Lo que cuenta son hechos, reales, de los que no podemos imaginar que se expliquen, con solvencia, con palabras. Si Carrère pudo, quizá el talentoso Pawel Pawlikowski pudiera ponerles metraje.

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