Lucky, el miedo y la frescura del hombre anciano

10/05/2018

fuerademenu_luckyUn debutante en la dirección, John Carroll Lynch, y un Harry Dean Stanton que se despidió por todo lo alto y por todo lo humilde con este filme (murió poco antes de su estreno) nos han dado una de las películas más espléndidas en su sencillez de entre las que, en los últimos años, se vienen dedicando a la vejez; haciendo memoria rápida podemos citar La fiesta de despedida, El sentido de un final, No sé decir adiós o Nebraska.

Nada más arrancar la película, asistimos al rito de cada mañana de Lucky sin encontrarnos aún con su cara simpatiquísima y escurrida: este veterano de la II Guerra Mundial, que recorrió los mares como cocinero, se afeita, practica un par de ejercicios de yoga y se toma su vaso de leche (único alimento en su nevera) al ritmo de músicas latinas. Lo hace antes de acudir a la cafetería de siempre a hacer crucigramas, dar un paseo por las mismas calles de cada día, saludar a sus conocidos, entretenerse con concursos televisivos y acudir, ya de noche, al bar para pontificar y escuchar pontificar sobre la vida a sus amigos. En la localidad sureña donde vive todo el mundo, en realidad, es amigo de Lucky, lo mira con ternura o preocupación, y lo saluda con buen tono.

Son, de algún modo, su familia, para él que no tiene otra y que se cobija de esa soledad en sus rutinas, sanas salvo su paquete diario de cigarros y algún Bloody Mary. Esas costumbres son su asidero, y el tabaco, ese algo de alcohol y un insulto que nadie escucha hacia un túnel amarillo, sus únicas, tímidas, salidas de tono. Lucky es, ante todo, un hombre educado.

En realidad, esas ofensas -lo sabremos finalmente- no tienen destinatarios de carne y hueso: tras el túnel amarillo se encuentra la escultura de un querubín y un local que recibe el bíblico nombre de Eve´s. Lucky tiene un miedo humano y tierno, moderado y comprensible, a enfrentarse a la muerte, que comienza a otear cuando sufre una caída repentina sin causa aparente, según los médicos. Es usted mayor, le responden cuando pregunta la razón del irse abajo.

No teme tampoco compartir ese sentimiento desvalido con la camarera que le atiende cada día; la muerte se convierte, desde entonces, para él, simplemente en una sombra en la mente que se aprecia en su gesto, pero con la que sigue viviendo sin deprimirse. Y entonces no le llega el fin sino un renacimiento: el testimonio clave de un soldado que compartió con él guerra sobre la impresionante reacción ante una probable muerte de una niña filipina de religión budista transforma esa sombra en sonrisa de aceptación, en serenidad. No cambian sus rutinas, sí su gesto.

Lucky está plagada de instantes memorables, algunos de ellos protagonizados por un galápago que desea vivir libre, pero quizá el mayor sea el que el anciano ofrece a sus amigos en el bar de siempre; una lección, con las palabras justas porque él no es hablador, de que hay cosas en el mundo más valiosas que uno mismo que seguirán ahí cuando no esté, de que el sufrimiento no es patrimonio de nadie y de que la mejor actitud para encararlo, ese misterio de la vida, lo conocía una niña filipina de siete años allá por el 45.

Lucky, personaje y película, es pura humanidad sin artificio; por eso destaca, por oportuno y por contraste, ese sueño en colores fuertes, muy Lynch, que le anticipa su puerta de salida. El director de Twin Peaks, por cierto, también se deja caer por su bar.

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