Van Gogh, ya sabéis, murió con 37 años, tras poco más de una década siendo pintor. Cuando llegó a París, en 1886, solo le quedaban cuatro años de vida, una tan breve como intensa y fulgurante.
Hijo de un pastor calvinista y de talante sensible y apasionado, se dedicó en principio a la predicación evangélica entre mineros belgas, con quienes, según escribió a su hermano Théo, realizó un curso gratuito de la gran universidad de la miseria. Sabemos que, además de la Biblia, leyó a Michelet, Charles Dickens y Víctor Hugo; también el Germinal de Zola; en definitiva, literatura pegada a la calle y al polvo. El pintor consideraba los libros de Zola los mejores tratados sobre la época actual.
La religión en la que Van Gogh creía era una idea viva, incorporada a la realidad de las personas con necesidades que conoció bien; los mineros llevaban en sí la imagen de Dios al igual que muchos santos eran obreros sin sombra de belleza, pero con alma inmortal. En Ámsterdam, Laeken, Wasmes, Etten, Drenthe, Nuenen y Amberes, los lugares donde vivió antes de marchar a París, observó una única realidad: la de los trabajadores de las fábricas, las minas y los campos.
En ese mundo maduró su vocación artística, que lógicamente se orientó hacia un realismo cargado de contenido social y de poética muy definida; llegó a afirmar que la mano de un trabajador es mejor que el Apolo de Belvedere, y se empeñó en encontrar el modo más eficaz de representar esa mano. Sus maestros fueron, con toda lógica, quienes antes que él habían representado a campesinos, obreros, artesanos y gentes del pueblo, es decir, Millet, Courbet, Daumier y el Delacroix menos romántico. De Daumier, en concreto, aprendió el modo de acentuar la expresión mediante la deformación realista; de Millet, su capacidad de “cargar” la expresión y, de Courbet, el valor del color usado en sentido expresivo y no naturalista.
Llegó a afirmar que la mano de un trabajador es mejor que el Apolo de Belvedere y se empeñó en encontrar el modo más eficaz de representar esa mano.
En 1884 ya entendía Van Gogh que el color expresa algo por sí mismo, y a esa intensidad de la expresión sacrificaría otras preocupaciones. Nos referimos a la expresión de la realidad, entendiendo como tal la del hombre añadido a la naturaleza: esa era la mejor definición de arte para el holandés.
La expresión consistía para Van Gogh en “hacer salir” de las cosas su auténtico significado, y desde ese espíritu afrontó Comedores de patatas, buscando enseñar su verdad, que no era otra que el trabajo duro y la penuria. La deformación realista de Daumier le ayudó a simplificar e intensificar, pasando de la caricatura a la concentración dramática. Era claro: Quise conscientemente dar la idea de esta gente que, bajo la luz de la lámpara, come patatas con las mismas manos, las mismas manos que mete en el plato, con las que ha trabajado la tierra. Mi cuadro, pues, exalta el trabajo manual y la comida que ellos, por sí mismos, se han ganado tan honradamente.
En definitiva, cuando Van Gogh llegó a París en 1886 era un hombre pegado a los valores de 1848. En la capital francesa buscaba un clima y un grupo de pintores que sintieran como él; un París semejante al de Millet, Courbet y Daumier, pero… los tiempos habían cambiado. Mucho.
Todos ellos habían muerto ya y la Tercera República no aportaba estímulos vivificantes. Las esferas oficiales eran recelosas al realismo y su mirada social; el director imperial de Bellas Artes de Napoleón III manejaba prejuicios clásicos: Es pintura de demócratas, de gente que no se cambia de ropa interior y que quiere avasallar a la gente de mundo. No era el único en pensar así, y bastaba con echar un vistazo a los periódicos de entonces para detectarlo.
Esa presión de la crítica, el conservadurismo de la burguesía y la caída del fervor realista pasado motivó el abandono de toda aquella pintura de ideas, pensamiento y narración de la que, en parte, partieron los impresionistas antes de centrarse en los problemas de la luz y la técnica. En el mismo año en que Van Gogh llegó a París, este colectivo se disuelve.
El terreno histórico y cultural que había propiciado el arte que el holandés amaba estaba revuelto o había acabado, y él, que hasta entonces había practicado una pintura oscura, de cromatismo austero, ahora se ve muy influenciado por los lienzos luminosos y brillantes de los pintores de la luz. En realidad, acogió con entusiasmo sus teorías y técnicas, pero no por eso se diluyó una zozobra interior creciente por lo perdido. En el verano de 1887, confesaba haber encontrado en Francia pintores que le disgustan como hombres.
Siente que los artistas ya no forman parte de la sociedad en su sentido más amplio, sino que son desechos de la misma. Su nuevo objetivo pasa a ser buscar lo que históricamente ya no podrá hallar. Como su sensibilidad social y su carga emocional no pueden expandirse hacia fuera, le estallan dentro y esa exasperación se manifiesta en su nueva forma de mirar el entorno.
Amo tanto la verdad, el intentar hacer lo verdadero, que creo preferir el oficio de zapatero al de músico de los colores.
En las obras impresionistas advierte, con acierto, que arte y vida se distancian, y también que ni la luz, ni la técnica, ni las teorías divisionistas pueden decidir una obra: en 1888, ya en Arlés, contó que quería trabajar más en la carne que en el color.
En aquel momento, el pintor que más le interesaba era Gauguin, afín en él en este pensamiento. Estas son palabras del autor de Mata Mua: Los impresionistas miran a su alrededor con el ojo, y no al centro misterioso del pensamiento… (Su arte es) puramente superficial, hecho de coquetería, meramente material, en el que no hay un solo pensamiento. Lo que quería hacer Van Gogh era justo lo contrario, una pintura de pensamiento, de expresión y no de impresión, sin positivismo, que trasluzca la verdadera sustancia y no la apariencia. Esa verdad la encuentra en el obrero y el campesinado.
Historiadores como Mario de Micheli interpretan que el desequilibrio de Van Gogh tuvo que ver con el derrumbamiento de sus ideales, en los que encontraba la salvación, y con la frustración de sentirse solo en su defensa.
Declara abolida la ley del color naturalista de los impresionistas al emplear los colores arbitrariamente para expresarse de modo más intenso, sin intención decorativa ni sugestiva, las tonalidades son ahora metáforas con valor persuasivo: He intentado expresar con el rojo y el verde las terribles pasiones de los hombres. Sus pinceladas son largas, circulares y ondulantes, pero continúa teniendo claro lo que le importaba: Amo tanto la verdad, el intentar hacer lo verdadero, que creo preferir el oficio de zapatero al de músico de los colores.