Ya sabéis que los artistas, y literatos, románticos solían convertir su vida en parte de su obra y ese fue el caso de Théodore Géricault, figura casi novelesca: huérfano, de vocación tardía, se formó por libre en varios talleres, conoció Italia, dejó embarazada a la mujer de su tío carnal y fue amante de los caballos. Y gran jinete.
Amaba lo que en la naturaleza, y en el ser humano, hay de indomable y, en un intento por vivir intensamente (acordémonos de Rojo y negro de Stendhal), fue Guardia Real en la Restauración borbónica. Murió a los 33 años, en un accidente derivado de su pasión por la equitación.
No conocemos en qué fecha, pero retrató al Delacroix adolescente, aproximándose de forma agobiante al primer plano de su rostro, como los retratistas alemanes. En la pintura romántica, y en la de Géricault, del individuo importa su expresión, que es su alma, de ahí el primer plano desmesurado. Un foco de luz restalla en la cara del artista, en un contraste violento, y esa iluminación da a la obra un carácter espectral a la vez que subraya el mundo interior del modelo.
Sí sabemos que antes de 1810 realizó un estudio de hombre desnudo desde un estilo brutalmente naturalista, uno de muchos, a cada cual más expresivo. Este ensayo, más que mostrar su adiestramiento en la anatomía, destaca por su dramatismo y provocación: es raro que apareciese el sexo en este tipo de obras y el modelo (fue real) presenta las manos enrojecidas. No busca la idealización, sino que da testimonio de la realidad.
De 1815 data Cabeza de caballo, manifestación de su amor a los equinos. Decía Calvo Serraller que el espíritu de estas obras podemos relacionarlo con la historia de nuestra libertad: hasta el siglo XIX, las sociedades no gozaban de libertad espiritual, pero sí física, lo que permitía a los individuos desarrollar su instinto; en nuestra época contemporánea se desarrolla la libertad espiritual, porque carecemos por completo de la física.
Esa evolución tendría que ver con la adoración del pintor francés por animales que podían ser domesticados, pero que en cierto modo son indomables. Si nos fijamos, este retrato tiene alma (como el de Delacroix); normalmente no se pinta así a los caballos, recordemos a Stubbs.
Oficial de cazadores a la carga (1812) une los temas del caballo y la guerra. Forma el artista un eje diagonal de izquierda a derecha, pero no logra perfección en la profundidad: parece que el caballo cae sobre el espectador (ocurre asimismo en La balsa de la medusa). El oficial lleva un vistoso uniforme, una manta de piel de leopardo y una espada curva, elemento exótico árabe. La huella de Antoine-Jean Gros es clara, pero a diferencia de las escenas bíblicas de aquel, Géricault dota de mucho espacio al primer plano: en las guerras modernas, la visión no se abarcaba desde el puesto de mando unilateralmente. El soldado es una figura aislada en una gran humareda. Al contrario que Ingres, Géricault compone mediante manchas de color.
Coracero herido abandonando el campo de batalla (1814) nos evoca a Jacques-Louis David, que convirtió a Marat, vencido físicamente, en un ganador moral. El coracero se retira, con cara de terror, de la batalla: Géricault ensalza el heroísmo de lo antiheroico, la victoria de la derrota.
Mantiene su fuerte naturalismo en un momento en que esta corriente había quedado anulada: lo advertimos en el claroscuro y los juegos de luz, en la expresión de debilidad y el miedo del oficial… Los juegos de diagonales no están del todo bien resueltos para crear dinamismo y profundidad, pero este es un rasgo menor respecto al anterior.
El trompeta de húsares a caballo (1817) también es una escena militar, que recoge el universo de hazañas y aventuras de este rango que Géricault conoció en su niñez y adolescencia. Una vez más, cambia la óptica respecto a las batallas de Gros, pues aquel, aunque empleaba recursos barrocos, ofrecía planteamientos más globales de la contienda y Géricault individualiza personajes, como este herido que también se retira, reconociendo su miedo. No presenta la guerra en conjunto, sino desde una perspectiva aislada, dando primacía a la soledad del soldado. Logra un sentido escénico más profundo.
El año siguiente llevó a cabo su retrato de Louise Vernet, también llamado Niña con gato. Cuenta con la intensidad intimidante de los retratos de Runge y muestra esa visión de la infancia en la que lo carencial se convierte en algo puro, no contaminado. Trata a la niña con la fijeza con la que retrata al adulto y la dota de un mundo interior inquietante e intenso, sensación que se acentúa con la presencia de ese gato de apariencia más bien fiera.
No está de más recordar que Cumbres borrascosas, novela crucial para la comprensión de la época contemporánea, aborda cómo se viven en la infancia pasiones sobrecogedoras. La cría, además, aparece en una zona de penumbra, sentada sobre una piedra, con un fondo de paisaje áspero.
La visión clásica entendía la infancia como un estado carencial, pero los románticos, en la estela iniciada en el siglo XVIII, aprecian a los niños como fuerzas de naturaleza. No les atrae de ellos su supuesta ausencia de doblez, sino justamente su capacidad de mal. Freud dirá después que los instintos, el miedo y las pasiones son consustanciales a la infancia y marcarán el carácter futuro. Predomina un violento claroscuro: no es una imagen diáfana sino sombría.
En Paisaje del acueducto o La tarde (1818), detectamos cómo Géricault es más convencional en sus paisajes, relevantes para los románticos como escenario de la elocuencia simbólica de la naturaleza. Aquí pintó una melancólica puesta de sol, exagerando su monumentalidad.
Y ese mismo año llevó a cabo su obra más célebre, La balda de la medusa. Ya sabéis que una fragata destinada a Senegal (Méduse), en la que se desplazaban soldados, colonos, marineros y gentes buscando fortuna, a la altura del cabo de Buena Esperanza naufragó. No había botes suficientes para salvarlos a todos y el capitán decidió construir balsas improvisadas que serían arrastradas por los botes, donde se situarían soldados y marinos. Pero las balsas se hundían y lastraban a los marinos, que cortaron las amarras. Los náufragos quedaron a su suerte, sin alimentos. Se sucedieron escenas de lucha, muerte y canibalismo y muy pocos se salvaron. Tardaron tres semanas en descubrirlos y el asunto convulsionó Francia.
El naufragio interesó a Géricault por ser actual, no heroico ni positivo: ofrecía una imagen del hombre muy instintiva y animal, ajena a la razón autosuficiente de los ilustrados. A partir de ese tema terrible pero costumbrista alumbró una gran pintura de historia, monumental, de veracidad feroz. A lo lejos, los náufragos avistan el velamen de un barco y se lanzan a hacerle señales, con sus cuerpos miguelangelescos, trágicos, de musculatura convulsa. A Miguel Ángel se lo respetaba entonces, pero no se le consideraba un ideal pictórico por su carácter expresionista.
Como buen romántico, se deja fascinar Géricault por lo escalofriante y macabro.