Caspar David Friedrich nació en 1774 en Greifswald, ciudad entonces danesa, y prácticamente no viajó. Creció en una familia modesta, numerosa y muy religiosa, estudió en Copenhague y pronto se interesó por el paisaje desde un punto de vista panteísta, identificando la naturaleza con Dios. El diálogo íntimo con la naturaleza era para él un camino para acercarse a lo divino.
En aquella época, una revolución religiosa afectaba al mundo protestante: se desarrollaba el pietismo, visión de la religión desde un enfoque sentimental y subjetivo que generaría interpretaciones nuevas de la fe. Frente a la desnudez austera de las iglesias protestantes y el puritanismo anterior, los pietistas buscaban renovadas imágenes de lo religioso y las encontraron en el paisaje, en el que hallaron, también, la identidad de lo sagrado.
Estas perspectivas despertaron mucho interés en Friedrich, que tuvo un éxito precoz. El momento apoteósico de su producción tuvo lugar hacia 1810 y fue decayendo hasta los treinta. Siendo coherente con sus creencias, vivió apartado, en buena medida, de la sociedad y dedicó su obra casi totalmente al paisaje, representando con ensimismamiento los que conocía bien.
Se casó ya en su madurez y sabemos que la muerte de uno de sus hermanos supuso una losa en su carácter y en sus imágenes.
Kersting dibujó en 1810 a Friedrich yendo hacia las montañas de Prusia en una obra que es todo un manifiesto: lleva una cartera apoyada al hombro y un bastón, y su aspecto es desaliñado. Se representa al artista como un excursionista de los que entonces comenzaban a frecuentar la naturaleza; su pantalón desgastado sugiere que ha pasado horas sentado en una roca y da la espalda al espectador de forma anticonvencional, pero lo hace seguramente para mostrar nuestra realidad más trascendente: el hecho de que afrontamos un inmenso vacío y de que, en la vida, somos caminantes. Se trata de una imagen de carácter filosófico, existencial.
El motivo de que Friedrich aparezca de espaldas es una excusa para indicar que estamos ante un retrato nuestro: él, solo, hace frente a lo infinito e ilimitado. Este recurso es muy habitual también en nuestro pintor y tiene una enorme contundencia en su obra; sobre esa idea central incorpora elementos anecdóticos. Los de Kersting aquí son ese equipaje ligero, para poder dirigirse a lugares complicados buscando la soledad, y un gorro que le cubre las orejas y que nos habla de que se encamina a un lugar frío. Es propio de la tradición popular alemana y entonces ya estaba pasado de moda, pero tendría algo de gesto nacionalista.
Aproximadamente de 1806 data el genial Altar de Tetschen (dejamos ya a Kersting a un lado). Recupera Friedrich el gótico de estilo germano reivindicado por los románticos y por Goethe. Un crucifijo emerge entre los árboles y los campos nevados: muestra el pintor una nueva iconografía religiosa en la que adquieren valor espiritual el infinito, el crepúsculo o las flores.
En Túmulo megalítico en la nieve (1807), la presencia humana y la narrativa son nulas, pero un fuerte simbolismo se impone espontáneamente. Tres árboles pelados en invierno y una roca entre ellos palpitan un significado trascendente: Friedrich plasma aquí la idea insólita de que la estación más cruda puede ser objeto de representación y contemplación; anteriormente los paisajes invernales solo se pintaban dentro del ciclo de las estaciones, parábola del ciclo humano de la vida.
Transmitir esa idea es más importante que representar el lugar desde el realismo. La composición es muy simétrica y el sentido del infinito se ve reforzado por la luz palpitante que llega desde el fondo, entre tinieblas que contrastan con la claridad del primer término, diáfano y perentorio. No sabemos, en realidad, qué hay detrás: si bosque o un horizonte sublime e ilimitado, casi metafórico, como el espacio irracional de los manieristas.
La propia formación rocosa no es espontánea, sino un túmulo prehistórico con sentido elegiaco. En esta escena no hace falta que haya cruz; la encarnan los árboles: la propia naturaleza expresa mensajes de muerte y supervivencia a través de símbolos no explícitos muy presentes en el trabajo de Friedrich.
De 1808 – 1810 data Monje en la orilla del mar, que refleja el clima intenso del romanticismo alemán y prácticamente define una línea espiritual en el arte contemporáneo (en Rothko hay algo de ese cielo y esa arena).
La obra se divide en tres franjas horizontales, de las que la mayor es el horizonte del cielo, que ocupa el 80% de la composición, pero no con sentido naturalista, sino metafórico. Se trata de un cielo brumoso y su misterio queda reforzado por el horizonte marino; la niebla tapa la visión y la luz no es rasante ni procede de la zona superior: se trata solo de un parpadeo luminoso o contraluz en profundidad.
Destaca la franja casi negra del agua y, en primer término, una pequeña embocadura de arena en cuyo centro vemos una figura minúscula que podría ser un autorretrato de Friedrich. El efecto es el de una soledad cósmica casi abrumadora y el carácter sublime del conjunto no viene dado por una naturaleza desatada que ponga al peligro al monje, sino por un peligro interior más agobiante: el de la inmensa nada.
La composición es simétrica y aplanada y ese arcaísmo en cuanto a perspectiva obliga al espectador a no distraerse en detalles. La pintura es en sí misma un mensaje ideológico.
También se distribuye en franjas horizontales Abadía en el robledal (1809), en la que el cielo, asimismo, palpita lumínicamente desde el fondo. En un primer término queda un bosque a contraluz, en el centro, las ruinas de una abadía gótica y un cortejo de monjes, y el horizonte bajo nos hace confundir la bruma con el monte. La estructura arquitectónica y los árboles son ejemplo de simetría.
Se ha relacionado esta obra con Shubert y su Viaje de invierno y con La muerte y la doncella; aquí, a partir de ese invierno, surge la esperanza espiritual.
La ruina, como antes el túmulo, introduce una reflexión elegiaca: la de que la muerte habita en la naturaleza.
Amanecer en el Riesengebirge (1810-1811) presenta un océano de montañas con un crucifijo coronando el pico más alto; a su pie, reza de rodillas un hombre de tamaño minúsculo.
Esas montañas emergen sobre un techo de nubes y la cruz rompe el horizonte terráqueo. Vista a contraluz sobre el cielo, se muestra como un elemento vertical, ascensional, que atraviesa las franjas horizontales. Friedrich se apropia de la esencia espiritual de la naturaleza, que antes supieron ver Spinoza y otros (La naturaleza es Dios).
Mar al claro de luna (1811) también es una obra llena de elocuencia simbólica. Nos hace recordar a Turner, pero el simbolismo de aquel era menos metafórico y más asequible.
En primer término vemos un ancla monumental, con forma ya de cruz, y al fondo dos torres góticas verticales flanquean, como una puerta, a la luna. Recurre Friedrich de nuevo al simbolismo tradicional religioso: el puerto es, tras la navegación, el cementerio de los barcos, el fin del trayecto (y de la vida concebida como viaje).
Tumba de antiguos héroes (1812) presenta, en primer plano, una formación rocosa que parece casi una cueva de difícil acceso. A la izquierda aparece una tumba en forma de túmulo de mármol blanco: el lugar es insólito para un cementerio, porque no se trata de un sitio de descanso y de paz, sino de naturaleza recóndita.
El tema de los antiguos héroes estaba presente en la obra de poetas románticos alemanes y, también para ellos, la naturaleza era objeto de contemplación.
El asunto de los cementerios apartados se repite nuevamente en el Memorial de Bremer (1817). Presenta una cancela y una verja; en cualquier caso, Friedrich idealiza el templo de la muerte con muchos árboles, un bosque al fondo, la luna pálida, que genera luces y sombras, y un ambiente de soledad.
No está de más recordar que fue, en fechas no lejanas, Napoleón quien impuso, por higiene, que los cementerios se situaran en las afueras de las ciudades, extramuros, generando en un principio desconcierto y consternación.
El caminante sobre el mar de nubes (1818) es otra pura metáfora: este individuo no va vestido como un alpinista, está de espaldas, mirando la tierra a sus pies, y ejemplifica la contemplación solitaria.
Compositivamente, se estructura en planos paralelos sucesivos, sin transición posible, y la niebla, manto místico, cubre toda linealidad en el recorrido visual hacia el horizonte. El primer plano, de tonos oscuros, contrasta con la luminosidad del horizonte y en él se alza el caminante, sobre una cima rocosa triangular.
En línea con los filósofos románticos alemanes, como Novalis, y con otros artistas coetáneos, como Runge, su figura unida al paisaje proyecta lo absoluto y encarna un estado en el que se alcanza la unidad de la naturaleza y el espíritu en la divinidad.
Igualmente de espaldas quedan las figuras de Rocas cretáceas en Rügen (1818), que contemplan un paisaje también accidentado y peculiar. Se trata de Friedrich, el que se asoma al abismo; de su mujer, Caroline Bommer, que señala a las profundidades y de su hermano, apoyado en un árbol contemplando el horizonte.
La perspectiva se aplana, al ser el punto de vista muy elevado, y el mar llena el horizonte. Se establece otro paralelismo entre quienes contemplan el paisaje y los veleros: el peregrinaje de estos simboliza el camino de la vida humana, nuevamente.
Logra Friedrich una pintura muy dramática, incorporando a ella la hondura y los abismos y aunando lo vertical y lo horizontal, apelando al peligro vital presente en una tierra en descenso y un mar que se eleva. La simetría reside en el equilibrio de las partes.
Además, un óvalo recoge la escena donde se encuentran los personajes y la elipse enmarca la diagonal en la que se sitúan los barcos.
El hermano de Friedrich, Christian, lleva un traje típico germánico, con una función más sacra que política, relacionada con el estudio de los orígenes.
Mujer en la ventana (1822) fue pintado en el estudio: la ventana coincide. Esta obra se caracteriza por su sobriedad y el taller parece el de un asceta. La mujer no mira hacia fuera buscando observar o ser observada, como en tantas obras anteriores, sino que contempla el paisaje y un barco frente a ella, con el mismo simbolismo que ya hemos explicado. La apertura del espacio íntimo se pierde en la meditación sobre el paso de la vida.
No vais desencaminados si pensáis en la hermana de Dalí, mirando al mar desde una ventana, con su correspondiente velero. Los surrealistas, a contracorriente en las vanguardias, recuperaron el romanticismo alemán porque abordaba asuntos de su interés: la noche, el sueño, el subconsciente…
Terminaremos hablando de Templo de Juno en Agrigento (1830), toda una rareza en la época, porque Friedrich no viajó a Italia y Sicilia despertó poco interés entre viajeros hasta mediados del siglo XIX, ya que su arte clásico se consideraba primitivo, poco elaborado e incluso rústico.
Sin embargo, desde aquel momento fue reivindicado y se convirtió casi en una obsesión del romanticismo alemán la mitificación de Grecia como cuna de la civilización occidental en la que la verdad no se había perdido. También Schinkel recreó la Grecia primitiva.