Dadá nació en Zürich cuando, en plena I Guerra Mundial, esa ciudad suiza era refugio de emigrados políticos, objetores de conciencia, agentes secretos y hombres de negocios de limpieza variable. También, claro, de poetas, literatos y artistas que aterrizaron allí por diversos motivos. Desde Suiza, el movimiento se expandió rápidamente a Alemania y luego a Nueva York y París, por lo que muchos expertos lo consideran el primero claramente internacional.
El germen de su atractivo era su clara protesta contra los falsos mitos de la razón positivista en una época de imperio de la máquina; una protesta que algunos llevaron a la negación absoluta de la razón, como Tzara: El agua del diablo llueve sobre mi razón, dijo. Su nihilismo no había tenido hasta entonces parangón y su blanco se extendió al propio arte, las tradiciones y las costumbres sociales. Dadá es antiartístico, antiliterario y antipoético; niega la belleza eterna, la eternidad de los principios, las leyes de la lógica, la inmovilidad del pensamiento, la pureza de los conceptos abstractos y lo universal, en general.
¿Qué no niega el dadaísmo? La libertad individual desenfrenada, lo espontáneo, inmediato y azaroso, la contradicción, la anarquía y la imperfección. En el fondo, más que una corriente artística y literaria, Dadá es una disposición del espíritu, lo que ahora solemos llamar un estado mental: el extremo antidogmatismo en todos los campos. Interesa más el gesto que la obra, pero ese gesto ha de ser, necesariamente, provocador y tiene que generar escándalo, el instrumento preferido por los dadaístas para expresarse.
Más que a las traídas y llevadas divergencias entre Tzara y Breton, Dadá murió atendiendo a su propia lógica: el movimiento debía devorarse a sí mismo. Y lo que esta corriente no pudo hacer por su propia naturaleza caníbal, intentó lograrlo el surrealismo. Si el dadaísmo encontraba libertad en la negación constante, el surrealismo intentó dotar a esa libertad del fundamento de una doctrina: evolucionar de la negación a la afirmación. Muchas posiciones dadaístas se mantienen entre los surrealistas, muchos gestos, muchas actitudes destructivas, el sentido general de su rebelión y hasta sus métodos provocadores; pero adquieren una fisonomía diferente y una voluntad… constructiva. La libertad que defienden los surrealistas quiere ser realizable; al anarquismo puro dadá se opone un sistema de conocimiento experimental, científico, basado en la filosofía y la psicología.
Conscientes de que pervivían las fracturas entre arte y sociedad, mundo exterior y mundo interior, fantasía y realidad, los surrealistas intentaron mediar entre esas dos orillas.
Esos vínculos evidentes entre estos movimientos explican que creadores vinculados a Dadá y al surrealismo compartan protagonismo en “Duchamp, Magritte, Dalí. Revolucionarios del siglo XX”, la tercera exposición que el grupo italiano Arthemisia presenta en el Palacio de Gaviria de Madrid tras las dedicadas a Escher y Mucha (la cuarta llegará en octubre y estará dedicada a Tamara de Lempicka). Reúne 180 obras procedentes de las colecciones del Museo de Israel (este año este estado celebra el 70º aniversario de su creación y la conmemoración cuenta también con un programa cultural). Su director, de hecho, ha explicado hoy que espera que esta sea la primera de muchas exposiciones que den a conocer el legado de este centro en España y que sirva, además, para atestiguar la gran influencia de dadaísmo y surrealismo en creadores actuales y también en nuestros modos de pensar.
El recorrido de la exposición, cuyo montaje ha diseñado Óscar Tusquets, quien fuera colaborador de Dalí en vida, no atiende a un orden cronológico ni de autores, sino que se estructura en grandes temas, y hay varios artistas representados en más de una sección. Cada una se ha marcado con un color diferente ligado a su contenido y, como viene siendo habitual en las exposiciones hasta ahora programadas en el palacio de la calle Arenal, en algunas se busca la interacción del público: se ha recreado la Sala Mae West del Museo Dalí gerundense, y los espectadores podrán fotografiarse sentados en sus labios, y también se han incorporado espejos en puntos estratégicos para incentivar el juego visual de determinadas obras surrealistas.
La muestra, comisariada por Adina Kamien-Kazhdan, pasó antes por Bolonia en una versión algo más reducida, y hace hincapié en esas temáticas comunes que manejaron dadaístas y surrealistas, en su progresiva búsqueda de la difuminación de las fronteras entre arte y vida y en su exploración de los límites del control consciente.
El punto de partida del intrincado recorrido lo pone el deseo y la utilización del cuerpo femenino como fuente de inspiración y fuente de promesas. No hablamos de cuerpos femeninos en general, sino de unos muy concretos: los de mujeres-niñas, a la vez ingenuas y seductoras, sobre los que se proyecta una mirada paternalista o dominante; lo anticipaba el Manifiesto surrealista por herencia de Sade: Lo importante es que seamos maestros de nosotros mismos, de las mujeres y también del amor.
Aquí vemos a Meret Oppenheim retratada por Man Ray, a Nusch Éluard mirada por Dora Maar o El espectro de las gardenias de Marcel Jean, con cremalleras en los ojos que, al abrirse, desvelan estrellas. También la pose fracturada pero aparentemente sólida de la Mujer ante el mar que Picasso pintó un mes después de que su madre falleciese tras caerse, en 1939, el inquietante Rincón de castidad en el que Duchamp habló de sexo, censura y mojigatería y algunas fragmentadas muñecas de Bellmer.
Otro nexo entre dadaístas y surrealistas fue su amor por las yuxtaposiciones inesperadas de objetos encontrados y papeles reunidos. Man Ray recordó sus orígenes (sus padres eran inmigrantes judíos que trabajaron en la industria textil) en El enigma de Isidore Ducasse, su máquina de coser tapada por tela de saco atada, y cerca quedan los sofisticados fotomontajes con vocación subversiva de Hannah Höch y réplicas de los más célebres ready-mades de Duchamp, como su Botellero o su Rueda; para la comisaria un móvil anterior a los de Calder, también representado en la exposición.
El trabajo bajo las premisas del automatismo de Arp, André Masson, Miró o Klee también se explora en otra sección, en la que esa búsqueda de una libertad sin cortapisas se conecta -alusiones psiquiátricas y freudianas mediante- con la nostalgia de la infancia, el deseo de rejuvenecer la poesía y las artes visuales a partir de recursos inexplorados y la voluntad de emplear la razón solo para registrar y valorar los frutos del subconsciente.
Este, a veces, se manifestaba desde el biomorfismo: esculturas y paisajes de Arp y Tanguy hablan del sueño de entablar una armonía mítica y espiritual entre el hombre y la naturaleza, y en esa línea transitan Goethe y la metamorfosis de las plantas de Masson, alguna pintura de Leonora Carrington, un precioso murciélago de Bellmer y la escultura El rey jugando con la reina de Max Ernst, en la que ese rey minotauro es trasunto de sí mismo y de la figura del artista, en general.
A profundizar en los paisajes oníricos surrealistas se dedica con más profundidad la siguiente sección: las escenas urbanas fuera del tiempo de De Chirico, las invenciones poéticas de Magritte, una poco cálida Luz del hogar de Dorothea Tanning o un absolutamente plácido bodegón de Morandi que aquí se asocia a las atmósferas suspendidas surrealistas.
Esa misma conexión se establece con imágenes de Brassaï o Blumenfeld, y entre las obras maestras que cierran el conjunto encontramos la irónica Esperando la liberación de Paul Delvaux, en la que esqueletos ociosos se nos presentan como símbolos de la sociedad europea tras la guerra, entre el divertimento y el morbo, o el ilusionista El castillo de los Pirineos de Magritte, cuyas fotografías dialogan con otras de Claude Cahun como punto final.
Concebida desde planteamientos muy didácticos, la muestra atenderá al gran público con numerosos textos explicativos o biográficos concebidos para el espectador medio.
“Duchamp, Magritte, Dalí. Revolucionarios del siglo XX”
c/ Arenal, 9
Madrid
Del 10 de abril al 15 de julio de 2018
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