Tras su paso por el Museu del Disseny barcelonés, desde hoy podemos visitar en CaixaForum Madrid “Adolf Loos. 1870-1933. Espacios privados”, una revisión a los muebles y al interior de los edificios en los que el arquitecto nacido en Brno puso en práctica su crítica al historicismo y su visión de la arquitectura como traslación de los modos de vida contemporáneos a los espacios de habitar.
Ha comisariado la muestra Pilar Parcerisas, quien ha vinculado en su presentación a Loos con Duchamp porque los dos pueden ser considerados y reconsiderados en el tiempo, dado el carácter atemporal de sus aportaciones, y porque ambos creían, aunque por razones diferentes, en el valor de la obra inacabada; el austriaco desde su concepción del arquitecto, no como genio, sino como profesional al servicio de un cliente que termina con sus experiencias los espacios construidos donde habita.
A dichas experiencias, a esa intimidad del hogar, les concedió Loos una importancia fundamental frente a las fachadas, que entiende como poco más que revestimientos desde su noción sencilla de la arquitectura como sastrería. Por eso las suyas son absolutamente austeras: su gran territorio de estudio fueron, como decimos, los interiores, en los que buscó ante todo la funcionalidad y la depuración, evitando al máximo la ornamentación. El mobiliario que diseñó era tan ligero como resistente y, en muchos casos, muy ergonómico: no podemos entender –ha explicado Parcerisas– a la escuela Bauhaus ni a Le Corbusier sin analizar el legado de Loos.
La exposición comienza presentándonos el contexto urbano y cultural que el arquitecto, que se formó en Dresde y fue albañil y delineante en Chicago, encontró cuando se estableció en Viena en 1896. Su arquitecto estrella era entonces Otto Wagner, quien para Loos era moderno, pero no lo suficiente, y compartía protagonismo con el movimiento de la Secesión, que con su estetización respondía al acomodo burgués y a los nuevos usos de esta clase social.
Podemos considerar que fue Wagner el responsable del tránsito del historicismo a la modernidad en el urbanismo de la capital austriaca, al defender la adaptación de la arquitectura a las costumbres de una sociedad moderna entregada a la economía. Reclamaba que las formas respondiesen a la función y que los nuevos objetos, necesariamente prácticos, surgieran de las tecnologías del momento; también llegó a proclamar que lo que no es práctico no puede ser bello. En CaixaForum podemos ver una carpeta de sus trabajos y documentación de algunos de sus proyectos no realizados, así como sendas fotografías de sus dos viviendas que prueban que su gusto y su época se encontraban en un periodo de transición: el interior de una de ellas resulta aún decorativo, el otro más funcional.
Wagner fue, en realidad, el único arquitecto al que, según Parcerisas, Loos respetó. Sin embargo, no le gustaban sus sillas, aunque en ellas viésemos ya el que sería sello de nuestro protagonista: los remates metálicos de sus patas. Estos muebles, y algunos de Olbricht, Moser o Hoffmann, contextualizan el trabajo con los espacios domésticos de Loos a los que se dedica el grueso de la muestra.
Él propuso crear formas contemporáneas de vivir a partir de viviendas nuevas y lo hizo desde la firme creencia de que, en las sociedades occidentales, a menor ornamentación mayor cultura. Hasta 1904 solo trabajó en interiores, pero cuando comenzó a poner sus esfuerzos en edificios completos cosechó fuertes críticas al romper con el gusto barroquizante anterior.
Vemos en CaixaForum sus sillas ergonómicas, distintas según su función (sentarse en el café no era lo mismo que hacerlo frente a la lumbre o a leer, y además el hombre nuevo tendía a caer cada vez más deprisa), sus muebles divisores de espacios, sólidos aparadores con adornos metálicos o espejos con los que buscaba generar amplitud y teatralidad. También un tocador o un escritorio pensado para mujer, con tonalidades blancas (las empleaba en los que consideraba espacios femeninos, como el moderno dormitorio monócromo que creó en 1903 para su primera mujer, Lina Loos, y que mostró la revista Kunst).
Fue visionario en algo más: dispuso sillas diferentes en una misma mesa de comedor y llegó a crear una lámpara con collares de cristal, porque estaba convencido de que el nuevo tiempo requería una luz distinta.
Tampoco los lofts y los dúplex existirían hoy, quizá, sin Loos, que concebía sus casas como cubos a los que dotar en su interior de espacios comunicados por pasajes imperceptibles y naturales. Cada uno se disponía a una altura según su uso y esos espacios interiores determinan el diseño de las fachadas, mero producto de las necesidades de habitabilidad internas.
Algunos detallistas podrán cuestionar el uso del mármol por el austero Loos, pero ese apunte ya se lo hicieron en vida: lo utilizó por ser un material noble que no requiere de mayor decoración –que, prácticamente, la niega– frente al más costoso trabajo de los artesanos que ornamentan. Lo bello se relaciona en su caso, más acentuadamente que en el de Morris, con lo económico y social.
La exhibición finaliza enseñándonos planos y maquetas de proyectos construidos y no construidos de Loos; entre estos últimos, destaca el de la casa parisina de Joséphine Baker, amiga del arquitecto porque solía requerir la colaboración de bailarinas y performers en sus conferencias. En unos y otros percibimos que recurrió a la tradición constructiva (pirámides, columnas dóricas) para rebelarse contra estilos que juzgaba decorativos.
Llegó a decir Le Corbusier que Loos hizo una limpieza homérica en la arquitectura, y a él no le hubiera disgustado seguramente esa opinión: proyectó su tumba, en forma, cómo no, de cubo (grande para que no pareciera un tintero) y quiso que su epitafio fuera: Adolf Loos liberó a la humanidad de trabajos inútiles. Su última mujer, Claire Beck Loos, no se atrevió a hacerlo grabar.
“Adolf Loos. 1870-1933. Espacios privados”
Paseo del Prado, 36
Madrid
Del 28 de marzo al 24 de junio de 2018
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