Es sabido que la Reforma protestante tuvo como reacción, en los países mediterráneos, el esplendor en el periodo barroco de una pintura realista y de elevada carga dramática que buscaba incitar a la devoción a sus espectadores a través de imágenes de santidad con un trasfondo claramente emocional; aquel fue el contexto en que sobresalieron Ribera, Velázquez, Murillo y muy especialmente, en cuanto a propósito de expansión de la fe, Francisco de Zurbarán, cuya obra cobija una religiosidad amable, que sobrecoge desde la cercanía, en contraposición a composiciones de corte más trágico.
Nacido en los últimos compases del siglo XVI en Fuente de Cantos, se formó con el pintor de imaginería Pedro Díaz de Villanueva en Sevilla y, de hecho, su primer trabajo conocido es una Inmaculada de 1616 que aún ofrecía carencias en lo técnico, pero también ternura. Otras obras suyas relativamente tempranas fueron La visita de San Bruno al papa Urbano II, donde ya se aprecia su interés por la captación virtuosa de las telas; El Refectorio, muy depurada, en la que la blancura del lienzo juega con la luz en tonos marfil de los hábitos, y La Virgen de las Cuevas, en la que Guinard vio el candor de las vírgenes de misericordia medievales.
Tras viajar a Granada, donde pudo conocer la pintura de Sánchez Cotán, se inició para él una etapa de trabajo febril que continuaría en Sevilla y que tuvo entre otros frutos sus santas, una aportación muy significativa a la iconografía devocional barroca, especialmente en lo relativo a esa santidad femenina: representó a mujeres serenas y bellas que encarnaban modelos de virtud y fe y que conducían a los fieles a la oración y la meditación de manera más plácida que los lienzos dedicados a penitentes y anacoretas, más o menos sufrientes y descarnados. En estas composiciones, como en el resto de sus retratos, dejó patente su talento naturalista en la captación de las facciones de los rostros y en las texturas de las indumentarias.
Una selección de ellas puede verse en el Thyssen malagueño desde hoy, comenzando por la Santa Marina de 1640-1650 que forma parte de sus fondos, llamativa por su vestido campesino y la gradación del blanco; se trata de piezas que ofrecen un arco rico de iconografías, en relación con sus vidas y martirios, pero responden a un mismo modelo compositivo, el que manejó el obrador del artista en cuantiosos encargos: nos las presenta de pie, con una altura repetida de unas dos varas de lienzo (170 cm), vestidas conforme a la moda de su tiempo o del siglo anterior (a la antigua), sobre fondos oscuros -que las universalizan- y portando objetos que tienen que ver con sus respectivas hagiografías o con la devoción en un sentido más amplio. Sus rostros, a medio camino entre lo genérico y lo individual, parecen interpelar al espectador en las ocasiones en que no las vemos abstraídas en la oración o en actitud propiamente mística, y la monumentalidad de sus figuras se acentúa en esta exposición al mostrárnoslas en hilera, conformando una procesión silenciosa de santas no lejanas al contexto material de quienes en el siglo XVII las contemplaron.
Han llegado a Málaga ocho lienzos de los doce con esta temática que custodió el Hospital de las Cinco Llagas de Sevilla y que hoy posee su Museo de Bellas Artes: contaron estas imágenes con un evidente éxito comercial, y de ahí sus múltiples réplicas incluso en otros talleres de la ciudad; entre quienes más a menudo las demandaron se encontraron los establecimientos asistenciales y religiosos de Andalucía y de América, sobre todo en la época madura del extremeño. La Santa Casilda del Thyssen madrileño, datada en la primera mitad de la década de 1630 y autógrafa, sería fuente de muchas de esas versiones; como dijimos, frente al efectismo de las imágenes que recordaban la importancia de expiar los pecados, estas telas, sus bordados y adornos, apelan a una fe más benévola: no las plasma de modo menos realista ni conmovedor, pero sí implicaban un carácter más acogedor. Como origen iconográfico de la representación de esta santa se ha estudiado una estampa de Durero, a la que se sumaron sus referentes habituales: los textuales (la Leyenda dorada de Santiago de la Vorágine o la Varia historia de sanctas e illustres mugeres en todo genero de virtudes de Juan Pérez de Moya) y los carnales (modelos reales para estas mujeres y sus ropajes, que han llegado a asociarse con la escultura del momento).
Si hablamos de realismo zurbaranesco, es inevitable referirnos a sus mencionados paños, ensalzados por Palomino a principios del XVIII: Tan estudioso, que todos los paños los hacía por maniquí, y las carnes por el natural, y así hizo cosas maravillosas, siguiendo por este medio la escuela del Caravaggio. Su compromiso con el verismo fue constante, aunque en sus últimos años se viese solo matizado por ese tenebrismo, los claroscuros de eco italiano que aportan al conjunto escenografía y simulacro.
Muchas de estas piezas se dedicaron a la instrucción femenina, favoreciendo la identificación posible de las fieles con mujeres terrenales ungidas por la gracia; cuando las encargaban damas nobles, reclamaban representaciones de la santa de su onomástica (y alusiones a sus virtudes). En el fondo, esa proximidad a los deseos humanos podría difuminar ciertos postulados de Trento si buscamos literalidad, pero desde luego logran la convivencia de la belleza fugaz y la asociada a la divinidad, lo contemporáneo y lo eterno.
“Zurbarán. Santas”
C/ Compañía, 10
Málaga
Del 4 de febrero al 20 de abril de 2025
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