Ante las fotografías de Richard Learoyd el tiempo parece haberse detenido; ese tiempo con el que el fotógrafo británico no escatima a la hora de trabajar. Las prolongadas y numerosas exposiciones necesarias para lograr la imagen deseada y los dieciocho minutos de revelado de cada una de ellas exigen altas dosis de paciencia y son imprescindibles para conseguir los acabados perfectos de sus imágenes, evocadoras y magistralmente iluminadas. Una selección de estas, fechadas entre 2007 y 2018, puede verse hasta el 24 de mayo en la Sala Bárbara de Braganza de la Fundación MAPFRE, en Madrid.
En sus fotografías hay también algo atemporal que nos recuerda a una pintura. Y es que, si bien Learoyd no pretende hacer fotografías que parezcan pinturas, el diálogo con creadores como Chardin, Ingres, Julia Margaret Cameron, Schiele o Bacon es constante en su obra. Por otro lado, el hecho de que sus fotos sean únicas, al trabajar con una cámara oscura, sin negativos y sin la posibilidad de reproducir ninguna copia, plantea, en cierto modo, un cuestionamiento de la autoridad concedida a la pintura como arte mayor a lo largo de la historia.
Esa confrontación entre la rotunda modernidad de sus imágenes y la reminiscencia a la pintura clásica, que también se encuentra en los temas tratados —principalmente retratos, naturalezas muertas y paisajes—, es otra de las características del trabajo de Learoyd, cuyas fotografías están llenas de pequeños detalles, quizás no perceptibles a primera vista, pero deseosos de desvelarse ante aquellos ojos que decidan contemplar y recorrer las imágenes de una manera pausada.
“Para mí la fotografía se vuelve interesante cuando se cuestiona la barrera de la ilusión, cuando el deseo del espectador de entender la postura del creador queda frustrado al quedar absorbido en la experiencia de mirar”. R. Learoyd.
Atraído desde niño por la fotografía, Learoyd (Nelson, Reino Unido, 1966) estudió en la Glasgow School of Art junto al fotógrafo paisajista estadounidense Thomas Joshua Cooper, cuyas fotografías de gran formato en rincones remotos y solitarios denotaban un interés por mostrar el poder y la belleza sublime de la naturaleza, más próximo a la tradición del Romanticimo que a la fotografía de paisaje del siglo XX. Los paisajes fueron los primeros escenarios de experimentación para Learoyd, aunque poco tiempo después de graduarse, en 1990, recibiría un encargo del Scottish Arts Council para realizar un proyecto sobre la danza en Escocia que marcaría el inicio del empleo de la cámara oscura. En ese tiempo llevó a cabo numerosas investigaciones con el movimiento, estudiando casos como los de la fotografía cinemática de Eadweard Muybridge e, incluso, el de Degas, quien también había explorado la representación del movimiento. Tras una etapa como profesor en el Bournemouth and Poole College of Art and Design, que no le satisfizo especialmente y que le impedía centrarse en un trabajo más personal, pasó a ganarse la vida como fotógrafo comercial en Londres, ciudad a la que se había trasladado en 1996, hasta que en 2002 decidió volver a sus experimentaciones con la cámara oscura, primero con su colección de meteoritos, luego con naturalezas muertas y finalmente con amigos que lo visitaban en el estudio. De aquel inicial interés por el movimiento llegaría después a la quietud más absoluta, al momento congelado que podemos ver en su producción de las dos últimas décadas.
El artista ha destacado durante la presentación de la exposición en Madrid que existe un componente muy personal en su trabajo. Todo lo que ve y lo que está en su día a día es lo que acaba fotografiando, ya sea motivado por una visita al zoo con sus hijos o por sus paseos a pie o en bicicleta. Reconoce que es un trabajador y que no espera sentado a que le llegue la inspiración, y también que la mayoría de las veces no sabe lo que busca de antemano y solo cuando ve el resultado sabe si tiene la magia necesaria para traspasar el marco de la fotografía y llegar a transmitir algo.
Una vez decidido el motivo a fotografiar es cuando, según él, la cosa se empieza a complicar. Artesano de la luz y de la construcción de la imagen, en su trabajo, que es todo proceso, no tiene cabida la posproducción. Su forma de proceder es lo más alejado que uno pueda imaginar de lo digital y es original hasta en sus herramientas: enormes cámaras oscuras que él mismo se fabrica. La que utiliza en su estudio, por ejemplo, es en realidad una habitación dentro de otra habitación. El retratado o el objeto se coloca en el espacio de luz y el papel, donde la imagen a tamaño natural quedará directamente expuesta, en el lado oscuro. Y entre ambos una lente de 750 mm que tiene la capacidad de aumentar quince veces lo que ve el ojo humano. Este laborioso proceso, que puede llegar a durar varios días hasta conseguir la imagen final deseada, tiene mucho de misterioso y mágico y pese a que podríamos pensar que el empleo de la cámara oscura tiene un componente nostálgico, el resultado es tremendamente moderno.
En sus retratos, a pesar de la apariencia clásica de las poses y la atmósfera inmaculada, nos encontramos ante obras introspectivas cargadas de dimensión psicológica. En ocasiones, no se trata solo de retratos de mujeres concretas sino que son ejemplos de estados emocionales. Es interesante fijarse también en su amplio catálogo de modelos, generalmente gente próxima a él (aunque reconoce que en una ocasión llegó a poner un anuncio en redes sociales…) o con la que acaba estableciendo un cierto vínculo; y aunque abundan en su producción los desnudos femeninos también encontramos algunos masculinos, con los que el artista explora nuevos territorios. Desde el sufrimiento que transmiten modelos como Yosef a la elegancia y delicadeza de otros cuerpos, como vemos en el juego que establece en Mujer sin cabeza y Hombre sin cabeza (2010).
En el caso de las imágenes de animales en las que estos han sido envueltos en alambres o estirados mediante hilos para ser examinados, no deja de sorprender la tensión que se genera entre lo extraño del motivo y la escultural belleza del resultado. En esa misma línea, Learoyd reformula también el concepto de naturaleza muerta, ofreciéndonos una visión muy personal y en ocasiones inquietante. En ellas emplea generalmente elementos naturales marchitándose, ya sea un pequeño ramo de flores al que se le escapa la vida, o la rama de un manzano silvestre inusualmente cargada de frutos y colocada en un jarrón.
Su trabajo más reciente está realizado en su mayoría en blanco y negro y muchas de las imágenes que vemos han sido tomadas con una cámara oscura móvil hecha por él mismo, que le permite una serie limitada de impresiones. Esto es un reto para el artista pero también para el espectador porque requiere una mirada aún más detenida. En ellas no ha buscado tanto reflejar la belleza como el misterio de los lugares a los que ha viajado, en ocasiones en distintas épocas del año, como el valle de Yosemite, en California; algunos países de Europa del Este o Lanzarote, en cuyo paisaje lunar Learoyd ha llevado a cabo un proyecto por encargo de la Fundación MAPFRE que forma parte ya de su Colección de fotografía.
“Richard Learoyd”
C/ Bárbara de Braganza, 13
Madrid
Del 21 de febrero al 24 de mayo de 2020
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