El Museo del Prado presenta La Condesa de Chinchón, de Goya, tras su restauración

La intervención permite apreciar mejor las pinceladas de Goya y el espacio en torno a la figura

Madrid,

Ella nació en Velada (Toledo) en 1780 y ser hija de quien lo fue marcó sus primeros años: eran sus padres el infante don Luis de Borbón, hermano de Carlos III, y María Teresa de Vallabriga, una dama de la baja nobleza aragonesa. Cuando el hermano del monarca fue apartado de la Corte, a María Teresa de Borbón y Vallabriga también se le impidió utilizar su primer apellido y en 1785 fue enviada, junto a su hermana, al convento de San Clemente de Toledo, de donde saldría doce años después para contraer matrimonio con Godoy.

Goya. La condesa de Chinchón (después de la restauración), 1800. Museo Nacional del Prado
Goya. La condesa de Chinchón (después de la restauración), 1800. Museo Nacional del Prado

Aquella boda quedó concertada por decreto de Carlos IV y permitió restablecer la armonía familiar de la casa de los Borbón, además de la rehabilitación de su madre y sus hermanos y la restitución para ellos del apellido Borbón. Por su parte, el rey engrandecía con el matrimonio a su favorito, que quedaba enlazado así a la realeza.

Como sus padres, María Teresa de Borbón y Vallabriga fue retratada por Goya, como condesa de Chinchón. Esta pintura, lo sabemos por la correspondencia entre la reina María Luisa y el propio Godoy, se realizó en la primavera de 1800, cuando el aragonés se disponía a trabajar en La familia de Carlos IV. La condesa se encontraba entonces embarazada (de Carlota Joaquina) y porta un tocado con espigas de trigo, en la estela de adornos femeninos típicos del momento en los que se incorporaban flores y frutos, aunque aquí se convierten en símbolo de fecundidad (estos elementos aluden a la diosa Ceres, cuyas fiestas se celebran en Roma en el mismo mes de abril).

Goya la presenta con la dignidad que entonces ostentaba: de cuerpo entero, sentada en un sillón dorado que evoca el trono de sus antepasados y a la espera de un descendiente que lo sería tanto de la Casa de Borbón como del llamado Príncipe de la Paz. Rodea la figura de la condesa una penumbra muy lejana a la luz habitual de los retratos de otras damas aristocráticas y esa escasa iluminación remite a las sombras densas velazqueñas (también a estampas contemporáneas de los Caprichos).

Destacan también los pliegues de su vestido de gasa, que crean ricos planos cruzados que sugieren volúmenes y aumentan su luz. Espigas y lazos azules generan un leve dinamismo y dan lugar a un también suave movimiento de la cabeza; la cinta blanca de organdí, por su parte, sujeta la cofia bajo la barbilla y proyecta bajo su rostro un lazo rígido que, con sus pinceladas blancas cargadas de materia, subraya el tono rosado de la piel de la modelo y su dulzura.

La técnica es fluida y las pinceladas leves, por lo que queda al descubierto la preparación, también rosada, en muchas zonas y la elaboración de la figura en sus detalles, concluidos con rigurosa precisión técnica, quizá tratando de disimular que, como se averiguó en el año 2000, en esta obra Goya empleó un lienzo que ya había usado para dos retratos: el de un caballero desconocido con la cruz de la Orden de Malta y el del mismo marido de su ahora representada, Godoy. Ambos se cubrieron con una capa beige rosada.

La restauración de la obra, que forma parte de las colecciones del Prado desde hace veinte años, ha corrido a cargo de Elisa Mora, con casi cuatro décadas de experiencia en los talleres de la pinacoteca. Ha permitido la recuperación de los tonos verdes presentes en las espigas del tocado, las calidades de la gasa del vestido y de los adornos en los bordados o los matices de grises y blancos.

Los trabajos comenzaron el pasado marzo y han consistido en el refuerzo de las esquinas del lienzo original, la sustitución por hilos de lino de parches de tela anteriormente aplicados en pequeñas roturas, la fijación de la capa pictórica y la eliminación del barniz oxidado y de la suciedad que se había acumulado en la superficie.

Como resultado, desde hoy podemos apreciar mejor las pinceladas del artista, antes cubiertas por un velo oscuro y amarillento que no permitía observar correctamente la profundidad y el aire del espacio que envuelve a la mujer; también han quedado ensalzadas las carnaciones nacaradas, el rubor de las mejillas o el cabello fino y rizado ante sus ojos.

Elisa Mora trabajando en la restauración de La condesa de Chinchón de Goya. Foto © Museo Nacional del Prado
Elisa Mora trabajando en la restauración de La condesa de Chinchón de Goya. Fotografía: © Museo Nacional del Prado

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