Hoy no salimos de casa sin ellas en mano, pero la historia de las máscaras no comenzó el año pasado y, de hecho, ni nuestra sociedad ni nuestros modos de relacionarnos pueden entenderse sin ellas, literal o simbólicamente. Tienen que ver con los mecanismos de control de los rostros, con el deseo o la reivindicación del anonimato, con la ocultación de identidades y la disidencia y en la ficción se han asociado, de forma recurrente, tanto a los héroes como a los malos.
Bajo el comisariado de Jordi Costa, jefe de exposiciones del CCCB, y del activista cultural Servando Rocha, ese centro barcelonés presenta desde hoy la muestra “La máscara nunca miente”, cuyos planteamientos beben justamente del ensayo de Rocha publicado hace dos años Algunas cosas oscuras y peligrosas. El libro de la máscara y los enmascarados. Propone una particular supervisión de la historia del último siglo y medio atendiendo a la evolución del uso y consideración de las caretas, desde su desacralización a su empleo con fines políticos, o ligados a las luchas sociales y la construcción de identidades, y desde el Ku Klux Klan a las Pussy Riot, pasando por las estrategias de vigilancia y control biopolítico.
Componen el recorrido, estructurado en siete apartados entendidos como relatos autónomos pero conectados, material documental y audiovisual y objetos que vienen a subrayar los múltiples significados atribuidos a las máscaras en función de su contexto y también los muy singulares tintes políticos que han requerido o acompañado la ocultación de caras. Entre las propuestas específicamente artísticas, no faltan obras de Leonora Carrington, Kati Horna, Marcel Janco, David Lloyd, Lourdes Grobet, Félicien Rops o Lavinia Schulz, además de piezas concebidas específicamente para esta exhibición a cargo de Nico Piug, Martí Riera, Joaquín Santiago, José Lázaro, Fernando González Viñas, May Pulgarín, Dostopos, Las Migras de Abya Yala, Domestic Data Streamers, Beatriz Sánchez, Antoni Hervás y Gitano del Futuro.
Comienza la exposición recordando que el misterio que casi toda máscara implica tiene origen en época neolítica: mientras surgían los primeros poblados agrícolas se desarrollaban probables cultos a los ancestros acompañados de estos objetos, de raíz por tanto popular y ligada al rito. En nuestro tiempo, aquel cariz religioso ha quedado casi del todo diluido en favor de la política, el activismo o el secreto; una de las primeras manifestaciones de turbulencia y terror relacionadas con el enmascaramiento la encontramos en el Ku Klux Klan, que desde su nacimiento a mediados del s. XIX se caracterizó por una rudimentaria vestimenta que apelaba tanto a lo demoniaco como a lo carnavalesco; en su segunda ola, surgida al calor del filme El nacimiento de una nación y la novela The Clansman de Dixon, rostros tapados y uniformes blancos continuaron identificando a sus miembros.
Otra novela, en este caso popular y francesa, originaría la figura de Fantômas, que trasladaría primero al cine mudo Louis Feuillade y que después inspiraría tanto a pintores como a poetas surrealistas. En el París marginal, encarnaba este personaje al malvado de rostro cambiante que escapaba, gracias a esa fluidez de rasgos, a una policía científica cada vez más capaz. Se cree que sus aventuras pudieron inspirarse en el ladrón español Eduardo Arcos, quien afirmaba haber seducido literariamente a Pierre Souvestre y Marcel Allain.
Una máscara aparecía también en la portada de Los misterios de la francmasonería desvelados, uno de los muchos libros que Léo Taxil publicó sobre la historia de esa institución, y sus cultos supuestamente diabólicos, valiéndose de falsos testimonios. Lo admitiría más tarde, generando extensa controversia entre la Iglesia y las sociedades secretas, pero el contenido de sus textos vertebraría desde entonces infinita literatura, fake news que sobrevivían, hace más de un siglo, al desmentido de sus autores.
Dejando a un lado, hasta cierto punto, mentiras y oscuridades, la máscara también está intrínsecamente ligada a la historia del arte contemporáneo. Cuando, en el Cabaret Voltaire y en 1916, los iniciadores del dadaísmo bailaban salvajemente para evadirse del horror de la I Guerra Mundial, se valían de ellas, entre otras razones, para manifestar su atracción por lo primitivo frente a la inmensa violencia que la tecnología moderna no solo no frenaba sino que impulsaba. Emmy Hennings o Taeuber-Arp vieron en las máscaras antigás y en las caras devastadas expresiones del infierno terrenal, mientras Lavinia Schulz y Mary Wigman, desde los márgenes de la danza expresionista, exploraron el poder transformador del ocultamiento, como en esa senda harían igualmente Carrington, Horna o Remedios Varo.
Quienes también esconden su rostro son los luchadores mexicanos, protagonistas de numerosas ficciones y prácticamente una fuerza social con raíces aztecas. Admirados justicieros, su ejemplo sirve igualmente en la exposición para analizar las tensiones entre identidad, rostro y máscara, como el de activistas por el medio ambiente o el feminismo. De su mano nos acercamos a nuestro tiempo reciente, en el que la obligatoriedad de identificación y la ausencia de pudor en redes sociales habían convertido la máscara (al menos, hasta la pandemia) en un ejercicio de subversión: cobran protagonismo en la muestra del CCCB quienes han desafiado esos mecanismos de inspección de semblantes, desde Grant Morrison, Guy Fawkes y Anonymous a las mencionadas Pussy Riot.
El cierre, casi obligado, lo pone el COVID-19; se vinculan nuestras omnipresentes mascarillas a sus antecesoras, no muy diferentes, las que en siglos pasados protegieron de la peste, la gripe española o la cólera; y nuestros comportamientos ante la incertidumbre y el miedo se asocian a los eternos recursos a la fe o la conspiración. En nuestro actual carnaval, paradójicamente, el antes clandestino y sospechoso por ocultarse deviene solidario y responsable.
“La máscara nunca miente”
CENTRE DE CULTURA CONTEMPORÀNIA DE BARCELONA. CCCB
c/ Montalegre, 5
Barcelona
Del 15 de diciembre de 2021 al 1 de mayo de 2022
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