Nació en Rusia, pero Alexéi von Jawlensky desarrolló la mayor parte de su carrera en Alemania, adonde llegó en 1896, frustrado con los métodos docentes de la Academia de San Petersburgo. Instalado en Múnich, colaboró con distintos artistas del país y con su compatriota Kandinsky, al que conoció en 1907 en la escuela de Anton Azˇbé y del que fue estrecho amigo, además de compañero en su devenir artístico.
Antes había viajado por primera vez a Francia, donde se familiarizó con los trazos de Paul Gauguin y Vincent van Gogh, y pudo conocer también a Matisse e imbuirse de los principios de los fauvistas, de hecho junto a ellos expuso en el Salón de Otoño de 1905. A su regreso a Múnich, pasaría varios veranos en Murnau junto al citado Kandinsky, Gabriele Münter y Marianne von Werefkin, pintora rusa, esta última, con la que había llegado a Alemania. Con ellos impulsaría, en 1909, la Neue Künstlervereinigung de esa ciudad germana y en ella permaneció hasta 1912, cuando se unió al colectivo expresionista El jinete azul.
Sus inquietudes artísticas y las espirituales convergieron sobre todo entonces: su pintura se imbuyó de un misticismo derivado de la teosofía y su empleo del color adquirió sentido musical: en sus series Cabezas místicas y Cabezas abstractas conjugó rasgos fauvistas y expresionistas con una espiritualidad que, por otra parte, es inherente al arte ruso.
Tras la I Guerra Mundial, tuvo Jawlensky que emigrar a Suiza, y se estableció en Wiesbaden. Formaría entonces, junto a Paul Klee, Lyonel Feininger y el mismo Kandinsky, el grupo de Los Cuatro Azules; corría el año 1924 y junto a ellos expondría en varias ocasiones, tanto en Europa como en Norteamérica. El final de aquella década le traería una severa artritis que primero restringió sus posibilidades pintando y después le impidió hacerlo. En 1938 comenzó el artista a dictar sus memorias y fallecería, en la propia ciudad de Wiesbaden, en 1941.
Su producción se articula en series, y su trayectoria en el regreso a motivos sobre los que trabajaría casi desde la obsesión y en conexión, como decíamos, con planteamientos musicales. Si en sus inicios realizó naturalezas muertas, retratos y paisajes, en un estilo deudor del postimpresionista de Van Gogh, Cézanne y Gauguin, avanzó, ya en conexión con el fauvismo, a la atención a espacios naturales sobre los que desarrolló distintas versiones marcadas por la investigación cromática y por su formato vertical, frente a la horizontalidad habitual en el género.
Pero, sin duda, el centro de la obra de Jawlensky son los retratos: en sus cabezas que podemos llamar de preguerra, en las místicas, las geométricas o abstractas y las Meditaciones caminó hacia la reducción de los rasgos individuales en pos de un arquetipo único; era el fruto evidente de una búsqueda espiritual siempre presente; el ruso fue, ya desde principios del siglo XX, impulsor de un lenguaje libre en el que la forma y el color son manifestaciones de la vida interior. En esas memorias que decíamos que dictó desde 1938, explicó el artista que le marcaron especialmente la visión del icono de una Virgen en una Iglesia polaca y su primer contacto con la pintura, en Moscú en 1880, también cubierto de misticismo: Era la primera vez en mi vida que veía cuadros y fui tocado por la gracia, como el apóstol Pablo en el momento de su conversión. Mi vida se vio por ello enteramente transformada. Desde ese día, el arte ha sido mi única pasión, mi sanctasanctórum, y me he dedicado a él en cuerpo y alma.
En buena medida, una parte no menor de la pintura de Jawlensky puede interpretarse como imagen moderna de los iconos: de ellos partió de forma clara en los inicios de su carrera y a ellos volvió al final, en esas Meditaciones en las que logró unir la figuración inherente a aquellas pinturas y una ejecución formal abstracta. Explicó claramente sus motivaciones: Sentía la necesidad de encontrar una forma para la cara, porque había entendido que la gran pintura solo era posible teniendo un sentimiento religioso, y eso solo podía plasmarlo con la cara humana.
El próximo 11 de febrero, la Fundación MAPFRE abre al público en Recoletos “Jawlensky. El paisaje del rostro”, retrospectiva del autor que cuenta con un centenar de trabajos estructurados cronológicamente y que, puntualmente, también hace dialogar su producción con la de contemporáneos como Pierre Girieud, Henri-Edmond Cross, André Derain, Matisse, Maurice de Vlaminck, Marianne von Werefkin, Gabriele Münter o Sonia Delaunay, con quien compartió gusto por un cromatismo vibrante.
La exhibición ha sido organizada junto al Musée Cantini de Marsella y La Piscine, Musée d’Art et d’Industrie André Diligent de Roubaix y la comisaría Itzhak Goldberg; se inicia de la mano de retratos, bodegones y paisajes en los que se hace patente la herencia académica de San Petersburgo y, progresivamente, también las de Van Gogh, los fauves, Cézanne y Gauguin. El color tenía ya un peso fundamental; del creador de Mata Mua se dejó influir en sus superficies planas con tonalidades potentes y contornos precisos. Los puros de Jawlensky tienen que ver sin embargo, en mucha mayor medida, con lo trascendente y filosófico.
Centrándonos ya en las caras, si los expresionistas alemanes las cultivaron desde una intensidad procedente de su carga anímica, Jawlensky avanzó hacia la eliminación de todo psicologismo. Fue hacia 1908-1909 cuando inició ese proceso de despersonalización y reducción de los rostros a lo esencial: paulatinamente le fue importando menos la fidelidad a los caracteres de los modelos y más lo que quedaba más allá de ellos. Los colores chillones y densamente aplicados devienen marrones y ocres.
Estos retratos son, como decíamos, el eje temático de su carrera, pero abandonó este género abruptamente cuando, en 1914, como ciudadano ruso, tuvo que abandonar Alemania y comenzó a residir junto al lago Lemán. Se centró entonces en los paisajes, que ya había pintado en Murnau; lo descriptivo abrió paso a lo semiabstracto en sus Variaciones: obras seriales que también evocan musicalidad. Se trata, en este caso, de piezas de pequeño formato que tienen como centro la naturaleza de Saint-Prex que Jawlensky veía desde su ventana.
Pero sus cabezas no tardaron en regresar: las místicas nacieron de su encuentro, en 1915, con la estudiante de arte Emmy Scheyer, que sería su musa y representante. Comparten con las Variaciones motivos como el del óvalo y se trata, sobre todo, de imágenes femeninas reducidas a esquemáticas líneas que tendrían continuidad en los Rostros del Salvador, pinturas de título religioso que continuó realizando hasta 1922 y en las que las caras van volviéndose más rígidas, ocupando toda la superficie del lienzo, hasta devenir Cabezas geométricas.
Tolstoi hubiera entendido bien sus motivaciones: (…) Había comprendido que el gran arte tenía que estar pintado únicamente con un sentimiento religioso. Y esto lo podía transmitir solo el rostro humano. Entendía que el artista tiene que decir en su arte, a través de formas y colores, lo que de divino se encuentre en él. Por eso una obra de arte es Dios visible y el arte es ansia de Dios. Pinté rostros durante muchos años. Estaba sentado en mi estudio y pintaba, y la naturaleza ya no me era necesaria como inspiradora. Era suficiente profundizar en mí mismo, rezando y preparando mi alma en un estado religioso.
Estaba sentado en mi estudio y pintaba, y la naturaleza ya no me era necesaria como inspiradora. Era suficiente profundizar en mí mismo, rezando y preparando mi alma en un estado religioso.
Estamos hablando de caras-óvalo atravesadas por líneas verticales y horizontales en las que el cabello solo sugiere y los ojos quedan cerrados; es la primera serie en que no nos los muestra abiertos: la mirada ya se dirigía hacia dentro. Son lo más cercano a iconos: A mi modo de ver, la cara no es solo la cara, sino todo el cosmos […]. En la cara se manifiesta todo el universo.
Con ellas emparentan sus tardías naturalezas muertas, en las que trabajó desde la segunda mitad de los treinta: son composiciones sin anécdota en las que Jawlensky generó asociaciones libres entre formas y colores con una voluntad más plástica que descriptiva. Pero esta es, especialmente, la época de sus Meditaciones, nueva metamorfosis del rostro humano: las formas se reducen a las esencias, pero el color adquiere su mayor fuerza expresiva. Cuando los rostros no desaparecen, invaden la superficie pictórica; se funden el icono y la cruz.
La suya fue una senda de depuración progresiva y vocación religiosa; su nieta, Angelica Jawlensky Bianconi, se refería a sus trabajos como oraciones sin palabras.
“Jawlensky. El paisaje del rostro”
FUNDACIÓN MAPFRE. SALA RECOLETOS
Paseo de Recoletos, 23
Madrid
Del 11 de febrero al 9 de mayo de 2021
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