La pintura barroca centra las exposiciones del Museo del Prado esta primavera y, apenas un mes después de inaugurar su antología de Guido Reni, desde mañana podremos visitar allí una revisión de la producción de Francisco de Herrera el Mozo, autor sevillano de vastas inquietudes creativas (además de pintor, fue dibujante, grabador, arquitecto, ingeniero y escenógrafo), cuya obra ha sido escasamente reivindicada por la historiografía. En ello seguramente tendría que ver el hecho de que sea coetáneo a grandísimas figuras dentro y fuera de España en la etapa de esplendor que constituyó para las artes el siglo XVII; sin ir más lejos comparte origen, y prácticamente cronología vital, con Velázquez (una generación anterior), Murillo o Valdés Leal.
La última ocasión en que su trabajo formó parte de una exposición en el Prado fue en 1986, cuando el entonces director de la pinacoteca, Alfonso Pérez Sánchez, impulsó la colectiva “Carreño, Rizi, Herrera y la pintura madrileña de su tiempo (1650-1700)” coincidiendo con los tres siglos transcurridos desde la muerte de esos artistas; en esta ocasión, la muestra “Herrera el Mozo y el Barroco total”, comisariada por Benito Navarrete, revisa su trayectoria a partir de setenta obras vinculadas a todas las vertientes de su carrera y, en su mayor parte, restauradas recientemente o para la ocasión -algunas casi del todo recuperadas, como su Cristo camino del calvario del Museo Cerralbo-. Miguel Falomir, director de la institución, ha hecho hincapié hoy en la relevante labor de los talleres del Prado en la restauración del patrimonio pictórico conservado en España: desde la pandemia, se han realizado intervenciones sobre 84 piezas de colecciones ajenas al propio Museo. Encontraremos además, en el recorrido, un buen número de atribuciones nuevas: diecinueve.
Nacido, como decíamos, en Sevilla en 1627, Herrera el Mozo aprendería en un principio de su padre, Herrera el Viejo, cuyos modelos pictóricos hizo suyos en un primer momento de su andadura para evolucionar a partir de ellos -la gran obra de su progenitor, Los fundadores de las órdenes monásticas tomando su regla de san Basilio, ha viajado excepcionalmente a Madrid desde el Louvre-. No mantendría con él, sin embargo, buena relación y pronto se distanciaría de sus pasos en el tratamiento del colorido, consolidando una personalidad vivaz y polémica que, según Palomino y otros testimonios de su tiempo, sembraría envidias (parece que llegó a desplazar en algún encargo a Murillo, en cuyo estilo influiría; ambos usaron para sus tonalidades materias ricas, como la malaquita).
Tras un breve matrimonio, marchó solo a Roma para completar su formación, entre 1648 y 1653. Allí entró en contacto con los lenguajes de Pietro da Cortona o Bernini y realizó -él y no el viejo, como se pensaba- estampas con cartuchos decorativos conservados en la iglesia española de Santiago y Montserrat, bodegones de peces que le valieron el apelativo del español de los peces y un conjunto de dibujos que antes se adjudicaban al círculo de Pier Francesco Cittadini, un pintor milanés; ecos de sus trazos podremos atisbarlos en piezas fundamentales posteriores y presentes en esta misma exposición, como su apoteósica El triunfo de san Hermenegildo o El sueño de san José. Además, se relacionaría en Italia con los hoy bautizados como artistas del dissenso: autores ajenos a la ortodoxia que se centraban en el colorido mientras cultivaban el dibujo como medio de aprendizaje en academias privadas y hacían de los encargos de comerciantes su medio de vida.
Después de aquella incursión romana, sabemos que en 1654 Herrera se encontraba ya en Madrid: ese año recibió el encargo de Juan Chumacero de Sotomayor, que había sido embajador ante la Santa Sede, de ejecutar el retablo mayor de la iglesia de los carmelitas descalzos (hoy San José). Para ese templo llevó a cabo este impresionante Triunfo de san Hermenegildo, de cuya grandeza él fue muy consciente; pensó que sería adecuado instalarlo “con clarines y timbales”. Tanto la propia composición como esa declaración dan fe de una voluntad de magnificencia que puede enlazarse con el bel composto berninesco o las imágenes del citado Pietro da Cortona; fue también entonces cuando recibió aquí el apelativo de El mejor Apeles de España.
A su ciudad natal volvería en el lustro siguiente (1655-1660) y también lo respaldarían los encargos: para la Catedral realizó el Triunfo del sacramento de la Eucaristía y el Éxtasis de san Francisco, teatrales por su manejo del cromatismo y las sombras y muy distantes ya de las composiciones de Murillo. No abandonaría, sin embargo, su querencia por la capital: regresó en 1660-1661, teniendo como principales valedores a Sebastián de Herrera Barnuevo y Sebastián de Benavente, pintor y escultor el primero y retablista el segundo.
Para la capilla de San José de la iglesia del colegio de Santo Tomás trabajó en El sueño de san José, que propiciaría su ascenso en la corte junto a su labor como fresquista para la cúpula de Nuestra Señora de Atocha (sus trabajos murales no se han conservado). En adelante lo apoyarían la reina Mariana de Austria y don Juan José de Austria, el marqués del Carpio o Calderón de la Barca, que escribió un memorial defendiendo a los pintores que dominaban la perspectiva, la arquitectura y la geometría después de que Herrera fuera nombrado maestro mayor de las Obras Reales, en 1677.
Podremos contemplar el Bautizo del eunuco de la reina Candace, monarca de Etiopia, llegado de la parroquia navarra de San Pedro de Mendigorría, que ejemplifica el triunfo en el artista del colorido y de la huella de pintores del dissenso como Salvatore Rosa, además de incorporar una temática inédita en España; también el retrato de Un general de artillería (quizá de Quiroga Fajardo), atribuido ahora al andaluz tras considerarse obra de Rizi.
Desde su localidad de Aldeavieja (Ávila) -hoy un pueblo de menos de 200 habitantes que en el siglo XVI superaba los 1.500- apoyaron igualmente a Herrera el Mozo Luis García de Cerecedo, tratante de caballerías, y su esposa María Antonia de Herrera. Se encargó, por mediación de su amigo mencionado Sebastián de Benavente, del lienzo principal del retablo de la iglesia de San Sebastián, de nuevo con El sueño de san José como temática; y después de las pinturas del retablo de la ermita de Nuestra Señora del Cubillo, obras más evolucionadas, que se datan desde 1665. Se trata de San Luis rey de Francia, El descanso en la huida a Egipto y San Antonio de Padua con el Niño Jesús.
Los dibujos merecen un capítulo especial en la exhibición: Herrera lo consideró la base del conjunto de su obra y aprendió de su padre el manejo de las habilidades sobre papel tempranamente. Además, en la mayoría de los casos los concibió de forma autónoma, siendo escasos los ejemplos explícitamente preparatorios. Y con sección propia cuentan también sus pinturas conservadas para los agustinos recoletos de Madrid, destinadas a la cúpula y los arcos torales del templo del convento que ocupaba el emplazamiento de la actual Biblioteca Nacional. Aunque en su tiempo se las citó como obras al fresco, se trata de trabajos sobre lienzo, monumentales y desarrollados con la técnica que es sello de este pintor: trazos vitales, pinceladas arrastradas, empastes. La restauración ha permitido subrayar su colorido original y el formato ovalado con el que se idearon; dos de ellas se dedicaron a santa Teresa de Jesús, y otra, a santa Ana enseñando a leer a la Virgen.
Y finaliza esta antología recordando las que son las facetas menos conocidas de Herrera el Mozo y que lo convierten en uno de los autores más completos del barroco: su labor como escenógrafo y como arquitecto inventivo. Dibujó carros procesionales, celebraciones conmemorativas de la Inmaculada Concepción, alegorías de Sevilla (y un auto de fe en su Plaza de san Francisco, base para la pintura del mismo asunto de un pintor desconocido). También se encargó del túmulo funerario de la emperatriz Margarita Teresa de Austria, construcción efímera que se situaría en la capilla del Alcázar, o de las escenografías de la zarzuela más antigua en representarse en España: Los celos hacen estrella (1673), con texto de Vélez de Guevara inspirado en la Metamorfosis de Ovidio y música de Juan Hidalgo. Su manuscrito iluminado por el artista se expone por primera vez en Madrid, gracias a un préstamo de la Österreichische Nationalbibliothek de Viena, y la pieza será representada en el Prado en julio.
Como arquitecto -defendió el sevillano la confluencia de esta disciplina, la escultura y la pintura, recordando que grandes pintores habían sido además arquitectos- introdujo el estípite en los retablos (pilastras como pirámides truncadas invertidas), consolidó el uso de las columnas salomónicas de orden gigante y planteó sus trazas para el Pilar de Zaragoza; en este caso, sus planes no pudieron materializarse por cuestiones económicas y por la cercanía del Ebro en la parte septentrional del templo.
Decíamos que cerca de una veintena de piezas de la exposición son atribuciones nuevas; el examen de Navarrete de la producción de este autor cuestiona la autoría de dos trabajos tenidos hasta ahora por propios de Herrera el Mozo, que por eso no forman parte de esta exposición: el Santo Tomás de Aquino del Museo de Bellas Artes de Sevilla y la Inmaculada Concepción que Plácido Arango donó al Prado en 2015.
“Herrera el Mozo y el Barroco total”
Paseo del Prado, s/n
Madrid
Del 25 de abril al 30 de julio de 2023
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